domingo, 31 de diciembre de 2017

Año nuevo

Cuando Gregorio Salazar se despertó el 31 de diciembre, por fortuna no se había convertido en un monstruoso insecto. Desde que había leído la novela de Kafka en el colegio, siempre había sentido una cercanía con Samsa, ese personaje con el que compartía nombre.

Todos los días, lo primero que hacía al despertar era mirar sus extremidades, para ver si durante la noche había experimentado una metamorfosis que lo hubiera convertido en otra cosa: persona, animal u objeto; igual sabía que era imposible que eso pasara, pues era un simple humano y no un personaje de novela al que le ocurren cosas extraordinarias.

De todas maneras, muchos días se levantaba sintiéndose otro; ustedes saben, esa otredad que nos habita y que sabemos camuflar muy bien bajo la fachada de eso que llamamos personalidad. 

Salazar detestaba el último día del año, pues nunca se hallaba en ellos, no sabía si sentirse triste, melancólico, alegre y entonces adquiría condición de nada, un bulto que deambulaba por la ciudad esperando a que fueran las 12 de la noche para decirle feliz año a unas cuantas personas. Dos palabras desprovistas de cualquier emoción, un mero código social, arraigado en lo profundo de su ser o, bien cabe decir, personalidad.

Pero ese día había algo diferente en el ambiente; sentía ligeras a todas las personas con las que cruzaba alguna palabra, y cada vez que se despedía de una persona, ninguna le deseaba un feliz año nuevo.

Salazar había adquirido la costumbre, agüero que es casi lo mismo, de estrenar un vestido nuevo para el fin de año, pero ese día al ver la normalidad en la que se desenvolvían las últimas horas de este, tuvo miedo y prefirió no ponérselo.

Llamó a su madre para averiguar dónde se iba a reunir la familia para la cena de año nuevo, pero ella, como siempre, sólo le hablo pestes sobre su padre y no mencionó palabra alguna sobre fiesta, encuentro familiar o celebración. 

Salazar decidió quedarse en su apartamento, prendió la televisión y sintonizo un canal nacional en el que solían presentar un concierto de fin de año, pero esta vez no había nada más que la programación común y corriente de todos los días.

Decidió mirar una serie y dejar que el día o el año se le fuera en eso. A las 12 sonó el teléfono. Era Martina, una mujer con la que había salido al principio del año y, aunque las cosas con ella no habían resultado, habían logrado continuar como amigos.

“Por fin alguien llama a desearme un feliz año nuevo” pensó Salazar, mientras contestaba. Martina lo saludo llorando, y luego le contó que había terminado su noviazgo con Felipe. Salazar la escucho atento, cuando iban a colgar no se aguantó más y pronunció esas dos palabras muertas: “¡Feliz año!”
“¿De que hablas Gregorio?, ¿estás bien?”
“Si tranquila”, respondió él dudando, “no pasa nada”
“bueno chao, un beso y hablamos luego”

Parecía que no él, sino el mundo se había transformado. En un último intento desesperado cambió canales, quería ver como había sido la celebración de año nuevo al otro lado del hemisferio, la muchedumbre agolpada junto a la torre Eiffel bebiendo champaña como si fuera el fin del mundo, la algarabía en Times Square, pero nada, era un día como cualquier otro.

Al final se fue a la cama y se quedó dormido escuchando Pink Floyd. Al otro día, ya en año nuevo, el mundo seguía girando como si nada, y Salazar no se había convertido en un monstruoso insecto.

viernes, 29 de diciembre de 2017

Tropezarse con un libro

Una de las paredes de la sala es gigante y la ocupa una biblioteca repleta de libros. Sara saca su celular para tomarse una foto. Es un proceso al que le dedica bastante tiempo pues debe enfocar muy bien, para que al tiempo que sale su cara en la pantalla, también salga, como telón de fondo, la mayor cantidad de libros posible. 

Quiere dar la impresión de que es descomplicada, pero interesante, linda pero no bruta, eso nunca. Hace mucho que no lee un libro, pero ¿a quién le importa?, es fin de año y todo es motivo de alegría. Un par de segundos después de que toma la foto, siente la piel de la cara estirada y cae en cuenta que no ha dejado de hacer la expresión Duck face, esa que le permite verse sensual —así lo cree—, al tiempo que le elimina la papada. 

Se deja caer en el sofá, cierra los ojos por un instante y cuando los abre, parece que la biblioteca la mira de vuelta mientras le pregunta en silencio: “¿a quién engañas? Le da un par de vueltas a la pregunta en su cabeza, y la saca de su cabeza pensando en otra cosa. 

Se pone de pie y siente que la biblioteca la llama. Al rato se encuentra hojeando los libros. Pasa sus dedos por caratulas duras, unas de papel, otras de cuero, y se detiene en uno de tapa roja, muy grueso, mínimo de 800 páginas. “Que larguero”, piensa.

Lo saca y abre más o menos por la mitad. Decide leer algún fragmento de la página en la que cayó, pero antes de hacerlo acerca el libro a la nariz y aspira con fuerza. Le resulta difícil precisar a qué huele, como a viejo, pegante,  madera,  tinta, o quizás a recuerdos; le gusta esa mezcla de olores. Lee: 


“Cenzo Rena le preguntó si eran marcas de la guerra, pero Gabriel le contó que en la cocina del restaurante una vez se le había caído encima una sopera con sopa hirviendo”

Está ahí, al lado de ese personaje con esa marca de guerra bélica o culinaria. Luego imagina la cocina del restaurante sobre la que habla Gabriel, es pequeña pero ordenada, y huele a manteca y especias; con esos olores también le llega el sonido de una carne que se asa en una parrilla, junto con el de unos cubiertos y una  vajilla, y los gritos de un hombre, el chef, con aspecto malhumorado y  con un gorro blanco muy alto. 

El citófono suena y la aleja de de la escena que acaba de crear en su mente. La rutina la ocupa, pero no puede dejar de pensar en los personajes el resto del día. 

Por la noche, otra vez se toma una foto en la sala. Le queda mal, pero no la repite, toma el libro, se envuelve en una cobija y comienza a leerlo desde el principio: 

“Me llamo Anna. Antes respondí a otros nombres: en esta historia tuve otra edad y otro sexo…”

jueves, 28 de diciembre de 2017

Almohadas y patadas

Finales de los años 50.

Mi padre estudia en un internado especializado, al parecer, en reprimendas fuertes que a veces incluyen golpizas. “no importaba la falta que cometieras, pequeña o grande, te agarraban a golpes” me cuenta.

Un día él orquestó una guerra de almohadas en el dormitorio. Es agradable verle la cara de placer y satisfacción cuando cuenta la historia, seguro se divirtió muchísimo.

Al siguiente día, mientras caminaba por uno de los pasillos del colegio vio que venía, en dirección contraria, el director del colegio, uno de esos seres que tienen ojos y oídos en todas partes. Para pasar desapercibido, mi papá agachó la cabeza, y continuó caminando pues estaba justo sobre el tiempo para tomar una clase.

A pocos metros de cruzarse con el sujeto, este exclamo: “¡Ahh claro! Tenía que ser el señor Rodríguez el que organizó la guachafita de ayer, ¿no? Mi padre frenó en seco, pues pasarlo de largo y no reponderle nada, habría sido tomado como una grave ofensa. Cuando levantó la cara para mirarlo, el viejo le metió una fuerte cachetada.

Luego de recibirla, mi papá pensó: “Si me quedo de pie, el viejo marica me sigue cacheteando, mejor me voy a botar al suelo”, y así lo hizo.

Ya tendido en el piso, mientras esperaba a que el viejo le dijera otras palabras, hasta que se cansara y se fuera, su plan fracasó; el viejo al ver que ya no podía alcanzarlo con los brazos, decidió cogerlo a patadas.

miércoles, 27 de diciembre de 2017

Opiniones invisibles

Sara y Carlos se encuentran en una librería. Hace meses no se ven y hablan con entusiasmo sobre libros, su punto en común preferido. Sara esta acompañada por un tipo que Carlos no conoce. El sujeto lleva barba rala, tiene puestas unas gafas de marco grueso negro, y una bufanda azul oscuro, enroscada en el cuello que parece no incomodarle, a pesar del calor infernal que hace en el lugar.

Carlos supone que el hombre anda detrás de Sara, sabe que así le gustan a ella, medio intelectuales, medio dejados y medio aburridos.

“¿Tenías que traer a este tarado?” le susurra Carlos al oído

Sara abre los ojos y se lleva un dedo índice a la boca. El sujeto se da cuenta que están hablando y se acerca a ellos. “Sapo marica” piensa Carlos, mientras le sonríe.
“¿Sarita y entonces qué?, ¿cómo te fue con la lectura este año?”, pregunta Carlos
“Pues en medio de mis lecturas del trabajo y la universidad, traté de leer por lo menos una novela cada mes, pero fracasé”
“¿Cuáles te leíste?"
“Haber te digo algunas: Dientes Blancos de Zadie Smith, Americanah de Chimamanda Ngozi Adichie, o como sea que se pronuncie y las ciudades invisibles de Calvino."
“¿Qué tal estuvo el de Calvino?, hace rato lo tengo ubicado en mi radar de lectura”
“Está bien pero no me atrajo del todo. Creo que es un texto reflexivo, descriptivo y quizás evocativo, pero no vi tan clara la historia que quería contar. Tal vez en el futuro le daré otra oportunidad; a veces como que los libros tienen un tiempo con uno, ¿no crees?”
“Cierto”, responde Carlos


Barbas, sobrenombre que le dio Carlos al sujeto apenas le apretó la mano, interviene en la conversación mientras se acomoda la bufanda y se sube las gafas con un dedo índice.

“Sarita”, dice en un tono que le da a Carlos ganas de cachetearlo, “Lo que pasa es que Las ciudades invisibles de Italo—Pronuncia el nombre como si fuera un amigo íntimo con el que se emborrachó el fin de semana pasado— no trata acerca de una o varias historias, en realidad trata sobre las posibilidades del lenguaje.”

“¿Pero quién putas se cree este pseudo-intelectual?”, piensa Carlos, que no sabe si reírse o agarrarlo a pata "¿Acaso no le cabe en la cabeza que un libro nunca es el mismo para dos personas?, ¿que cada lectura, cada novela, texto, columna, poema, noticia, cada conjunto de letras con el que nos topamos a diario, deliberadamente o no, lo interpretamos como se nos dé la gana?"

Carlos y Sara se miran, saben que piensan lo mismo, así que continúan hablando como si nada, no quieren desperdiciar palabras en opiniones, muchos menos en aquellas que consideran invisibles.

martes, 26 de diciembre de 2017

Ruinas

Antonia almuerza sola en un restaurante. Hace rato paso la supuesta franja horaria del almuerzo, pero ¿acaso qué sabemos?, cada quién con sus tiempos y sus horas. 

Revuelca con desgano un plato en el que se alcanza a observar una pierna de pollo mordisqueada y bañada en una salsa color ocre. A la presa la acompañan trocitos de papa al vapor y verduras o, más bien, restos de una ensalada fría: rodajas de tomate, hojas de lechuga y arvejas distribuidas aleatoriamente por todo el plato que, en vez de comida, se asemeja, más bien, a unos escombros que alguien amontonó en el plato.

Igual no importa, las ruinas, por nostalgia o lo que sea, nos atraen y parecen bonitas, así que Antonia pica aquí y pica allá, y va consumiendo su comida sin ninguna molestia. 

Con la mano derecha maneja hábilmente un tenedor, con el que trincha, de manera distraída, pero con decisión, los alimentos que, no olvidemos, son ruinas. En verdad lo que almuerza es una desbandada de likes, favoritos, fotos y comentarios, del celular que revisa con la otra mano.

A manera de tic, desliza la pantalla con el pulgar y frena cuando algo le llama la atención, examina esas ruinas, las suyas, las mías, de personalidad de un desconocido, amigo o familiar con detenimiento  y, de un momento a otro, deja el celular sobre la mesa para volver a fijar su atención en  el plato, en sus ruinas, que revuelve con desgano con el cubierto; El celular vibra y lo  levanta para revisarlo por enésima vez. 

Al poco tiempo, quizá ya llena de likes, emoticones y reconocimiento social, mira hacia los lados, se pone de pie, recoge la bandeja, el vaso y se acerca a una caneca para botarlos.

En un par de horas sentirá hambre.

viernes, 22 de diciembre de 2017

La mujer inesperada

“Quiero que el texto sea parecido al de la “Mujer inesperada”, me dice un hombre, al que no le puedo ver la cara; está ahí, justo enfrente mío, pero me limito a escucharlo, como si yo fuera ciego. “Bueno”, le respondo. No recuerdo haber escrito nada con ese título, así que le pregunto "¿dónde lo leyó?". Ahora no pronuncia palabra, pero me hace entender a través de telepatía, supongo, que fue en el blog. 

Es un título que encuentro distante o, más bien, ajeno a mis pensamientos. Me pregunto cómo lo habrá relacionado conmigo. De todos modos, me gusta como suena; la palabra que lo cierra lo hace muy llamativo.

La conversación hace parte de un sueño que termina con esa escena al tiempo que abro los ojos como si el hombre me lo hubiera susurrado en el oído para despertarme. Tengo la sensación de haber dormido muy profundo, a pesar de no haber cumplido con esas supuestas 8 horas de sueño reglamentarias.

Luego de dar vueltas de manera infructuosa para tratar de dormirme de nuevo, me quito las cobijas y con pereza, casi reptando, me siento en el escritorio, prendo el computador y busco ese archivo, el de la mujer inesperada. No aparece nada, solo uno que hace referencia a “La Mujer Loca”, una novela de Millás. 

Otra vez pienso en la ridiculez esa de las señales. Hace poco una prima soñó que la llamaban para un trabajo, ¿quién? Seguro alguien sin cara, parece que a esos personajes les gusta aparecerse en los sueños. Ese mismo día, en la tarde, la llamaron para ofrecerle el trabajo que le habían mencionado en el sueño, que susto, ¿cierto?

“La mujer inesperada” pienso, es un título sugestivo. Intento visualizar a esa mujer, y descifrar qué la hace inesperada, pero es mi primer encuentro con ella y es una total desconocida.

Realizo una búsqueda; parece que nadie ha escrito una  novela con ese título todavía, por eso lo de las señales, de pronto ese misterioso personaje sin cara me sopló el título de mi primer texto literario de largo aliento: “La mujer inesperada”.

Le he dado vueltas a las tres palabras, y al personaje que encierran, todo el día, a ver si logro dar con algún atisbo de trama, algo, lo que sea, por lo menos una situación en la que se vea involucrada la mujer, que me sirva para narrar un cuento corto o, una viñeta de vida al menos; algo por dónde empezar para destejerla, lo que sea, pero nada, la mujer le hace honor al adjetivo que la acompaña.

jueves, 21 de diciembre de 2017

Compras

Un hombre de barba poblada, que lleva jean y camiseta azules, está a punto de pagar algo. Espera a que la mujer que atiende la caja registradora lo llame. Tiene las manos ocupadas con el producto que quiere llevar, la billetera y el celular. Este último le timbra y, luego de mirar la pantalla lo ubica, con un gesto de molestia, en el oído derecho y lo aprisiona con el hombro. No sabemos qué le dice su interlocutor, pero él no lo(a) saluda; en cambio le dice: “¿Me estás llamando en serio o es una equivocación?”.

Vamos a suponer que el hombre habla con alguien involucrado con él de alguna manera, usted sabe, estimado lector, uno de esos asuntos sentimentales no resueltos que, por la carga melancólica con la que irrumpe el fin de año, suelen tomar fuerza en estas fechas. ¿Fue la llamada una mera equivocación?, esperemos que, por la salud mental del hombre, no haya sido así.

En la librería dos mujeres adolescentes hojean libros de forma ansiosa. Los levantan, leen sus contraportadas y los vuelven a dejar rápido en su sitio para tomar otro y repetir la tarea: “¿Ya leíste este?, ¿cómo te pareció?”, pausa para tomar aire, “¿A ti te gustan por el estilo de Dawn Brown, ¿cierto?”. La amiga, que tiene ambas manos ocupadas con dos libros gruesos dice en un tono animado: “Si, pero yo sin plata y comprando esta mierda sin un peso”. La primera le responde: “Yo no voy a comprar nada para mí, hasta que termine el que tengo”; que fácil nos decimos mentiras. Uno de los libros que hojean es una novela histórica: “El imperio eres tú” de Javier Moro.

En un almacén de ropa la mujer de la caja, que no sabemos cuánto tiempo lleva de pie, pasa con desgano el código de barras de las prendas por el lector óptico. Teclea sin mirar el teclado, cobra y da vueltas, es muy buena en lo que hace. Cuando acaba esa serie de pasos que tiene tatuados en la memoria, dice “¡Siga!” en voz alta, a las personas de una fila que crece de forma exponencial; esto último no lo sabemos pero, así parece.

miércoles, 20 de diciembre de 2017

¿Qué más de nuevo?

“Todo muy bien gracias”

Es lo primero que dice Melisa Segura luego del saludo, una frase robótica, con la que espera prender la chispa de la conversación, pero no por mucho tiempo. “Hay conversaciones que deberían morir con el saludo”, piensa.

Espera que la que sostiene sea una de esas. Había dejado que el teléfono diera varios timbrazos, hasta que pensó: “¿Y si es algo importante?”, pero sabía que no, nunca es así, que las noticias de vida o muerte rara vez se dan por teléfono.

“Ahh ya…” respondió la voz al otro lado; luego una pausa incomoda, ¿de cuánto tiempo?. ¿5, 10 segundos? Quería colgar pero le daba pena hacer eso con su interlocutor. “La pena” pensó, “Deberíamos tener las agallas para cortar las conversaciones que no van para ningún lado”. 

“¿Y qué tal la familia?, ¿Qué más de nuevo?” 

Qué más de nuevo, la familia, el trabajo, la política, y así sucesivamente, un remolino de temas que nos traga de un momento a otro y que, sin darnos cuenta, nos obligan a hablar como si no tuviéramos alma, piensa Melisa. 

“Todo muy bien, gracias” repite con un dejo de cansancio en la voz” Otra vez silencio. 

“Y, Qué más de nuevo por allá?

Le gustaría conocer más a la persona qué está al otro lado, saber que le duele de la vida, cuáles son sus aspiraciones, sus miedos, qué le gusta, qué aborrece, pero al otro solo le interesa saber qué hay de nuevo. A Melisa también le gustaría conocer todo lo nuevo y enumerarlo, armar grupos y categorías y, por supuesto, decírselo.

Sabe que no todos pueden ser como ella, y no es que lo le interese hablar pendejadas y reírse con ellas, pero siente que envejece más rapido con cada  conversación rutinaria que sostiene.

Melisa quiere que sea más preciso, “nuevas muchas cosas” piensa, pero el aburrimiento la obliga a rayar el disco.

“Todo bien”

El hombre, al parecer, capta su tedio, pero hace un nuevo intento, sólo por si acaso: “ ¿Y, nada nuevo?” 

Melisa Calla, siente que le puede llegar la muerte mientras el silencio la ocupa, pero no le importa.

“Bueno, yo vuelvo a llamar luego”
“Chao”
“Chao”

martes, 19 de diciembre de 2017

Juliana desayuna

Juliana estaba sola. Ese fin de semana Camilo, su esposo, se había ido de viaje con unos amigos, un plan de hombres, de machos. Él le había dicho que si quería lo podía acompañar, pero ¿qué iba a hacer ella en un lugar con puros hombres a quienes veía esporádicamente?. Únicamente se la llevaba con un par, lo mejor era darle su espacio, además, Marco también iba a estar allá. “Mejor dejar las aguas calmas” pensó. 

El Domingo se despertó tarde y decidió irse a desayunar a un café cercano. Cuando llegó al lugar y como estaba haciendo sol, decidió sentarse en la terraza. Las mesas, en su mayoría, estaban ocupadas por familias o parejas, algunas agarradas de la mano. La única persona sola, aparte de ella, era un hombre en pantaloneta, que leía un periódico y llevaba gafas negras. Juliana se preguntó desde qué hora estaría levantado. “Yo también debería hacer algo de ejercicio”, pensó, pero al rato se acordó lo rico que había pereceado y mandó el pensamiento a los abismos de su cerebro.

“Buenos días”; el saludo de una mesera rolliza y morena la sacó de su cabeza. El reflejo del sol en el delantal blanco de la mujer encandiló a Juliana por un momento. Cuando pudo enfocarla se dio cuenta que aprisionaba dos cartas contra su pecho.

“Hola, ¿cómo está?” le respondió Juliana con una amplia sonrisa. “Bien gracias”, complementó la mujer al tiempo que le pasaba una carta y ponía la otra en uno de los tres puestos desocupados de la mesa.
“Tranquila, no hay necesidad” le dijo Juliana.
La mujer freno el cuerpo, y con este inclinado, al tiempo que habría los ojos le pregunto, “¿Va a comer sola?”. “Si” respondió Juliana clavando su mirada en la mesa. “vieja sapa, ¿qué le importa?”.

Al tiempo que ocurría esto, en la mesa de al lado otra mesera le traía los platos a una pareja: una mujer rubia, con un piercing en la nariz y un hombre con barba y, a pesar del calor, una gruesa bufanda enroscada al cuello”.

El plato de la mujer eran unos huevos revueltos con mucho rojo, “tomates”, pensó Juliana. Apenas lo tuvo enfrente, la mujer saco su celular y le tomó una foto, luego hizo lo mismo con el de su pareja, le dijo algo y soltó una carcajada. El hombre sonrió incómodo.

Mientras mira la carta, Juliana piensa que debe pedir un plato diferente al de la mujer, siente que, si llega a ordenar lo mismo, está en la obligación de tomarle una foto, y que no tiene sentido alguno andar por ahí tomándole foticos insulsas a lo que comemos.

Tiempo después cree ver a la mesera que la atendió cuchicheando con una de sus compañeras. Las maldice en silencio mientras muerde una tostada, que mezcla y traga con un sorbo de chocolate.

lunes, 18 de diciembre de 2017

Hipopótamos voladores

El escritor, quién lleva una larga temporada fuera de su país natal, afirma que la ficción, bajo la constante amenaza de los textos de no ficción, la auto ficción y demás géneros ridículos y similares que se han inventado en los últimos tiempos; incluso la crónica, que tanto le apunta, a veces, a parecerse un texto literario, tiene sus días contados. 

Habla con rabia. Dice que a nadie le interesa saber cómo una persona le cambio los pañales a su hijo recién nacido o qué le ocurrió cuando visitó el supermercado. Lo primero me parece súper acertado, pura caca, en cuanto a lo otro, la cantidad de personajes que se pueden encontrar en los supermercados para poblar cualquier tipo de texto es bárbara.

Este hombre, que ha dedicado su vida a las letras, cuenta que, antes que leer cualquier historia insulsa sobre un acontecimiento nimio de nuestras vidas, le encantaría toparse con una novela que cuente la historia de unos hipopótamos voladores, pues ¿qué más apuesta a la ficción que esa? 

Me gustaría complacerlo, pienso entonces que el personaje principal de esa novela se podría llamar Rodolfo el hipopótamo, quién conoció la historia de Dumbo y se empecinó en lograr su mismo objetivo.

Soy consciente de que es una trama bien floja, pero, aun así, le doy vueltas en mi cabeza todo el día. Siempre visualizo a Rodolfo el hipopótamo sentado en un prado muy verde y con muy pocas ganas de volar “¿A qué huevón se le ocurre que un hipopótamo quiere volar?”, me pregunta en silencio. “Por eso es ficción”, le respondo.

No se me ocurre que más decirle. En la tarde salgo a comprar algo al supermercado. No ocurre nada extraordinario, pero igual me da pena con Rodolfo y con el escritor narrarles la experiencia. Quizá, la realidad debería parecerse más a la ficción, y así, todos felices.

viernes, 15 de diciembre de 2017

Si el señor quiere

Nos encontramos en una peluquería. Una mujer habla por celular a grito herido, para superar un barullo de ruido que incluye secadores de pelo, conversaciones, risas, uno que otro carro que pasa por la calle y una emisora que suena sólo porque sí, pues nadie parece ponerle atención, y resulta difícil precisar si transmite noticias, música o un programa de aguinaldos navideños.

No hago ningún aporte a la cacofonía del lugar. El peluquero que me atiende es sordo y, parece, también mudo, así que no tengo que esforzarme en hacer una conversación floja sobre el clima o si la clientela del día está buena o no. Nos comunicamos por un lenguaje de señas básico, universal y positivo de pulgares hacia arriba. El hombre corta bien el pelo y no recuerdo como le hice entender, cuándo lo conocí hace un par de años, cómo  quería que me peluqueara. Lamenté esa temporada en la que se desapareció; según un rumor, le había hecho algo mal a una clienta que, seguro, no era buena en el lenguaje de señas positivas. 

“Si, como te dije, nosotros viajamos mañana muy temprano. Si, es un viaje que teníamos planeado desde mitad de año. Lamento no poder acompañarlos más tiempo, pero en la tarde, si Dios nos da vida, si el señor lo permite, pasamos por la funeraria para acompañarlos un rato.”, dice la mujer. 

“Que irónico sería morir camino a un funeral” pienso, aunque sabemos que la muerte, cuando se trata de desafiar el curso de lo "normal", no tiene piedad alguna con nosotros. 

Dicho eso, a veces pienso que entre las múltiples obligaciones que debe tener Dios, una de las más importantes es sentarse a querer quién si y quién no, si ustedes me entienden.

jueves, 14 de diciembre de 2017

Infiernos

Hace sol y caminamos de afán. Una mujer avanza en sentido contrario, es vieja, lleva una bolsa en la mano y está despeinada. Apenas la cruzamos nos pide dinero. Le decimos que no tenemos, y la esquivamos. Cuando estamos a punto de dejarla atrás nos dice: “Hijueputas, fijo cuando estén a punto de morirse, Dios los va a juzgar y los va a mandar a los infiernos”.

Volteo para mirarla y tiene los ojos encendidos, llenos de rabia. “Cada quién con su propio infierno” pienso. “Los infiernos”, la expresión me recuerda a Dante Alighieri y su Divina Comedia, que alguna vez intenté leer en la universidad en una época en la que me sentía algo triste y la abandoné porque me pareció oscura, inapropiada para mi estado de ánimo melancólico. 

De pronto la mujer tiene todo muy claro y sabe qué es lo que nos espera en el más allá, dependiendo de nuestro nivel de hijueputez. Por alguna razón, imposible de precisar, tiene conocimiento de que, contrario a lo que se piensa, no existe un único infierno, sino que los hay de varias clases y tipos; clasificados, quizá, por pecados, ese gran invento humano que ha servido para darnos palo moral de manera innecesaria.

Quiero preguntarle qué tanto sabe sobre los infiernos y la muerte, pero su mirada desafiante y llena de fuego me intimida, así que corto el contacto visual, antes de que arranque a correr hacía mi para arrancarme los ojos. Hoy no es un buen día para irse a los infiernos.

miércoles, 13 de diciembre de 2017

Zen

Es medio día. Hace sol y las calles del lugar, un sector de oficinas, están repletas de personas: hombres encorbatados con gestos que quieren dar a entender que están en la cima del mundo, acompañados por mujeres muy arregladas que llevan carteras gigantes y gafas oscuras, cuyos marcos gruesos combinan con alguna de las prendas que llevan puestas. Todos caminan de afán para ver en qué lugar van a almorzar. 

Ciertos personajes rompen el equilibrio de la escena de urbe revolucionada: un guardia de seguridad que parece en posición firmes y lleva un uniforme azul impecable, con un perro bóxer, sentado en sus patas traseras, a su lado, que lo imita. Ambos observan el tráfico de gente, inmersos, quién sabe en qué tipos de pensamientos. El otro es una señora de los tintos diminuta y que también camina de afán, pero su destino no parecer ser un restaurante, sino quizás un banco o una tienda para comprar unos cafés o una gaseosa. Un French Poodle, para guardar el sentido de las proporciones, la acompaña.

La mujer pasa por enfrente del guardia de seguridad sin determinarlo, contraria a la actitud de su perro, quien encara al bóxer y comienza a ladrarle desesperado. El segundo no abandona su posición de firmes, aguanta los gruñidos, ladridos, quejas, alegato del primero como si nada. Su actitud de pelea le resbala por completo.

El Poodle hala la correa con fuerza, obliga a dar media vuelta a la mujer y que suspenda su paso. Ella tira de la correa con fuerza y lo llama por el nombre, uno bien ridículo, digno de perro escandaloso y chiquito. Este cede y, envenenado por dentro, continua su camino.

Todos deberíamos emular algo de la actitud Zen del Boxer.

martes, 12 de diciembre de 2017

Consignación

Tengo que consignar un dinero en el banco y hacer unos pagos. Antes de salir de la casa, me vuelvo un ocho haciendo los cálculos de la cantidad de dinero que debo retirar del cajero. 

Al llegar al banco una máquina me asigna el turno O343, con el que pienso,  me van a atender mañana, por el número, exagerado creo, que acompaña a la vocal. Mientras subo las escaleras imagino que en el lugar debe haber 342 Oes o personas, que madrugaron más, estaban más cerca del banco o lo que sea. 

Trato de adquirir una actitud positiva para uno de los peores planes del mundo: Hacer vueltas de banco. Me acompaña mi MP3, compañero de mil batallas; también lo hace el celular pero no pienso sacarlo, no quiero darle al celador el placer de pronunciar: “Por favor me colabora con el celular”.

Suena Nightrain de Guns and Roses, una canción que me sube el ánimo. Le subo al volumen porque tengo justo enfrente mío una pantalla que indica cuál turno van a atender, así que no hay forma de no darme cuenta cuándo me toca a mí.

Le doy a un bombo imaginario con mi pie derecho. Volteo a mirar hacia la izquierda y una mujer que lleva una falda blanca y blusa negra, se ve nerviosa. Se lleva las manos a la cabeza y se pone de pie, se vuelve a sentar y revisa los papeles que lleva en la mano. Por último, me dirige la palabra como si yo fuera su salvador, a mí, una persona que tiene la música a un volumen que tiende a ser ensordecedor. 

“¿Perdón?” le digo, mientras me quito el audífono del oído derecho. La mujer exagera su cara de angustia.

“Se me descargo el celular, ¿será que me puede regalar un minuto para llamar a que me dicten el número de la cuenta?”

Su petición tiene toda la pinta de chanchullo, paseo millonario, tráfico de órganos, enredos con mafia italiana, etc. “No tengo minutos”, respondo. La mujer se sienta, sigue con su actuación dramática y al rato abandona el lugar. 

Los turnos de diferentes letras y números, avanzan muy despacio, los de mi grupo, los hermanos O, apenas van en el 320. Antes de que me entre la angustia y me ponga a hacer cálculos de cuánto se demora un cajero atendiendo una persona, para luego descifrar el tiempo que todavía tengo que estar metido en este sitio del infierno, me distraigo con una pantalla ubicada al lado izquierdo del tablero de los turnos.

Si las entidades bancarias fueran consideradas en lo más mínimo, pasarían un video, cualquier capítulo de una serie, incluso uno de padres e hijos, por ser bien extremistas, pero no, lo único que transmiten y repiten hasta el cansancio son comerciales de la entidad con un eslogan flojo: “Es el tiempo de todos”. En estos predominan imágenes de bebes en los brazos de sus madres, personas con sonrisas perfectas y pintas de modelo que no se parecen en nada a ninguna de las personas que se encuentran conmigo. Son imágenes bellas que le apuntan a despertar emociones y en momentos me dejo llevar por ellas; maldita publicidad.

Luego de una tanda prolongada de comerciales, aparece una imagen de Einstein bajo el título, si no estoy mal, de cápsula de conocimiento con una de sus tantas citas célebres. 

La mujer-máquina, con una voz muy sexy, por fin pronuncia mi turno. En medio de la transacción, la cajera me cuenta que si no sabia lo afortunado que soy pues tengo preaprobado un crédito de no sé cuantos millones y que si  quiero, lo puedo solicitar con un simple chasquido de los dedos. No dijo eso, pero eso fue lo que quiso darme a entender, le digo que no, pero igual le doy las gracias. 

Lugares extraños los bancos.

lunes, 11 de diciembre de 2017

Javier

Debe tener un poco más de 50 años, pero no los aparenta. Es un hombre macizo y me lo imagino con un sombrero mexicano cantando una ranchera, pues lleva un bigote al mejor estilo mariachi. Maneja un carro pequeño y el timón casi le toca la panza.

Me cuenta que duró veinte años manejando mulas, pero que hace uno decidió dejar esa profesión. “Ya estaba cansado y las reglas del negocio han cambiado mucho. Imagínese —dice mientras le da un golpe suave al timón con la mano derecha— ya en algunos viajes no contratan coteros. Entonces a estás alturas del partido uno ya no está para esos trotes, de pronto cuando uno era joven se le medía a eso, pero ya ahora no”, concluye.

“Yo me le mido a todo, he sido conductor, electricista, albañil, mejor dicho, qué no he sido. Un hijo que es ingeniero de circuitos cerrados a veces me da trabajito, entonces también sé instalar cámaras.” 

Luego de unos segundos en silencio vuelve a hablar “Yo no sé qué pasa”, dice con tono apagado. “Desde que empecé a trabajar han pasado 35 años y como que mi vida no despega”. “¿Por qué dice eso?” “Aghh no sé, nada me sale bien. Imagínese que mi esposa, con la que duré 35 años, levantó la cola y se fue. Hace 5 meses me dejó”
“¿Y eso?, ¿se fue con otro?
“No, se largó sola”
“¿Qué Paso?

Javier me cuenta como un día un pariente lejano, el cuñado de una de sus hijas, se metió en el cuarto de su esposa con intención de algo más allá de una simple visita al cuarto de una mujer casada, si es que se puede afirmar tal cosa. 

“Yo escuché un grito y pues como ando con fierro, me les metí al cuarto a ver que era lo que pasaba. Yo iba a llenar de plomo a ese hijueputa, pero mis hijos se metieron y la cosa no pasó a mayores” 

“Para rematar no sé qué le pasa a mi hija mayor, esa parece que no fuera hija mía. Eso ni me da de comer ni nada. Le importo cinco”. “¿usted vive con ella?”, "Si, pero desde que se enteró que yo ya no quería volver a trabajar manejando mula, cambió completamente. Me trata como si yo no existiera."

“Esto de ahorita es porque la prima de una hija habló con el esposo para ver si les podía manejar este carro, pero está muy duro, la cuota que me piden es muy alta. Voy a manejar hasta el 31 de diciembre y ahí miro que otra cosa hago”, dice con tristeza en la voz.



viernes, 8 de diciembre de 2017

3:50 a.m.

Hace unos minutos se despertó. Siempre que le ocurre eso en la madrugada, intenta descifrar cuál fue la razón o causa del hecho. ¿Me duele algo? Se pregunta. Fija la atención en diferentes partes del cuerpo, y las repasa una a una, como si estuviera en una sesión de Yoga Nidra, pero no nota nada inusual. Llega a la conclusión de que el calor es la causa de su estado de vigilia, patea las cobijas con furia y sólo se queda con la frescura que le proporciona una sábana.


Da vueltas y más vueltas, pero no logra dormirse de nuevo. No quiere revisar el reloj pues alguna vez leyó un artículo en el que aconsejaban que en esas ocasiones lo mejor para volver a conciliar el sueño era cerrar los ojos como si nada hubiera pasado.

Como si nada hubiera pasado, ¡maldita sea! Algo, en algún lugar del mundo tuvo que haber ocurrido para que me haya despertado, piensa ahora. Ya no aguanta más, abre los ojos con rabia, estira una mano para coger el celular y mirar la hora. 3:50 a.m. le responde la pantalla, encegueciéndolo por un instante.

Se acuerda y se alegra que su tiempo esté 50 minutos por encima de la hora del diablo o la hora del tiempo muerto; lo que menos necesita ahora es tener un encuentro paranormal.

Se sumerge en una frenética revisión de sus redes sociales, en busca de algo, ¿qué? no lo sabe, pero teclea con habilidad buscando esa descarga de dopamina, producto de favoritos y likes; esa ilusión de aceptación social. 

Por alguna razón que supone paranormal, piensa que hay alguien: una entidad, algo, recostado en el sofá de la sala. ¿Quién puede ser? Siente algo de miedo al tiempo que sus tripas emiten un gruñido exigiendo algo de comida.

Seguro de que no va a poder dormirse de nuevo, sale del cuarto para averiguar quién demonios, valga la redundancia, está en la sala y picar algo que no le dañe el desayuno de unas horas más tarde.

jueves, 7 de diciembre de 2017

El asesino ciego

El café tiene una sección de libros, y la mujer que la atiende saluda a Luisa, una cliente frecuente, que acaba de llegar. Se cruzan unas palabras y la última la quiere invitar a tomar algo para que charlen un rato. “Ok vale, un chocolatico caliente” dice la primera. Luisa se dirige hacia la barra del lugar para ordenar las bebidas. 

En uno de los estantes veo un libro de Kazuo Ishiguro. “¿Has leído al último Nobel? Le pregunto. “No”, responde, pero Luisa ya leyó algunas de sus novelas, ella lee muchísimo”, me cuenta. Me cae bien Luisa, pertenece a mi tribu. 

Luisa se nos aparece al lado, como si se hubiera materializado de un momento a otro y le pregunta a la librera, “¿me guardaste el libro del asesino?”. “Si. Claro”. Le responde la mujer. “Ahh que bueno, es que la mujer que me lee el tarot no me quiere cobrar la próxima consulta y yo le prometí pagarle con un libro, y quiero regalarle mi libro favorito, el mejor del universo” 

Ante la evidente emoción de Luisa al hablar sobre el libro, no me aguanto y meto la cucharada en forma de pregunta, “¿Cuál es?”. 

"El asesino ciego de Margaret Atwood. Adoro ese libro”, dice con un dejo de suspiro. “¿Es el mejor del mundo mundial?” pregunto. “Pues para mí sí”. “ ¿Mejor que El Cuento de la Doncella?”, el único título de Atwood que tengo en mi radar de lectura”. “No tanto”, interviene la librera. “A mi me parece que sí” responde luisa muy rápido, “creo que está mucho mejor logrado”, concluye.

miércoles, 6 de diciembre de 2017

Para comenzar

Para comenzar estas cinco palabras, después que venga lo que tenga que venir, lo que surja, bueno o malo, ¿qué más da? Echar a rodar lo que sea que tenemos en mente para ver a dónde nos lleva, para no morir de inanición a causa de inactividad.

“En un pequeño hoyo en el suelo vivía un hobbit”, escribió Tolkien alguna vez en la esquina de una hoja de un examen que estaba calificando, solo porque sí, para comenzar, porque le dio la gana escribir eso, sin saber que la frase iba a ser la semilla de un libro, luego una trilogía y gran parte de su obra.

Queda claro que para Comenzar lo que sea, así lo consideremos una estupidez, aunque nuestra limitada mente no sea consciente de que todo comienzo tiene gracia y vale la pena. Arrancar a hacer algo a manera de capricho, por puro instinto; porque no todo tiene que tener un fin o un resultado y mucho menos una explicación.

Comenzar sin bases, en la oscuridad, a tientas, para luego avanzar despacio, a punta de trompicones o arrastrarnos si es necesario, y luego ir ganando tracción en búsqueda de esa nada hacia la que nos dirigimos y que aún no ha tomado forma.

Un arrebato, un tic, una palabra; tantas cosas que tenemos a la mano para comenzar.

martes, 5 de diciembre de 2017

Ver pasar gente

Desde hace algún tiempo Elsa adquirió la manía diaria de sentarse en un murito, de 10 a 15 minutos, y dedicarse a ver pasar gente. Al ser bajita, no mide más de un metro con cincuenta, el primer paso de su crucial tarea consiste en encontrar el murito adecuado. A veces le toca caminar mucho hasta que da con el indicado; en especial le gustan aquellos que permiten que sus pies toquen el suelo, de ahí el uso del diminutivo.

Cualquiera pensaría que dedicarse a ver pasar gente consiste en hacer nada, en otras palabras,  perder el tiempo, pero Elsa sabe que no es así. Más que una simple actividad es todo un arte que se debe cultivar y perfeccionar a diario.

Para ella el quid de la actividad y el pleno goce de esta se encuentra en lograr suspender a la  sabelotodo opinadora que carga encima; en solo mirar en vez de observar, en no ser ella, Elsa Irene Manrique, sino más bien ser nadie, nada, un algo inerte ajeno al acto de maquinar ideas. 

No todas las veces logra tal estado de, digamos, iluminación. En ocasiones no logra calmar el revoltijo de ideas en su mente que, tercamente, se pelean y gritan para imponerse una sobre otra. Por eso lo de escoger el murito adecuado, etapa crítica de su práctica diaria.

A veces recuerda muchas de las personas que vio con detalles precisos y está casi segura de que podría pintar un cuadro lleno de vida, con una de esas imágenes frescas que ocupan su cabeza durante todo el día. Otras veces, como hoy, escasamente recuerda algo de lo que vio: un viejito, con un bastón en la mano derecha, que paso caminando muy despacio y le sonrió, a ella, una completa desconocida. “Sonreírle a un extraño en la calle, otro arte que debemos aprender a dominar", piensa Elsa.

lunes, 4 de diciembre de 2017

El pianista

Está nervioso. Como siempre, antes de cualquier concierto, las manos le sudan y se las restriega sobre sus muslos a pesar de que hay varias toallas en el camerino. Ya solo queda un llamado para que salga al escenario a exponerse ante la mirada de un público con cientos de asistentes que algo esperan de él. “¿Qué?”, se pregunta, no lo sabe y las expectativas lo abruman. 

El programa de hoy incluye el concierto número tres para piano de Rajmáninov, un tipo que no tenía problema forzando los límites de la armonía, y una pieza que algunos consideran como una de las más difíciles de tocar, por la lluvia de notas y acordes complejos que se deben ejecutar  en el menor tiempo posible. Hay quienes dicen que el compositor, al medir casi dos metros y tener manos muy grandes, solía componer piezas que solo él podía interpretar, así que el pianista debe estar completamente presente y ser lo suficientemente veloz y preciso para no estropear ningún segmento de la pieza. 

Cuando sale, el escenario está débilmente iluminado y un poderoso foco alumbra el piano y la butaca donde se va a sentar a hacer su magia. Los aplausos y algarabía del público lo ensordecen por un momento y, por un instante, le dan ganas de salir corriendo; si, a él, uno de los mejores pianistas contemporáneos o, por lo menos, eso lo que dicen algunos de los artículos que han escrito sobre él.

Piensa que ojalá pudiera satisfacerlos a todos. Si estuviera a su alcance estaría dispuesto a darle un concierto privado a cada uno, ver qué y qué no les gusta de su manera de tocar piano, en que apartes creen que falla y cosas así. Esas ideas se esfuman cuando el público finalmente calla y no le queda otra opción que tomar asiento.

Se tuerce las manos un poco, más a manera de tic que en vez de ejercicios especiales para relajar los músculos y ligamentos. Respira profundo, está a punto de tocar su instrumento, algo sagrado y que, considera, es la única manera en que él puede acercarse a lo divino; le gusta dejarlo de ese tamaño sin involucrar a Dios.

Tanto silencio asusta, logra contener un arrebato de querer aporrear las teclas, en cambio mira cómo el director mueve los brazos, con la batuta en el izquierdo, como si quisiera arrancar vuelo, la orquesta sigue sus sutiles indicaciones y todos los instrumentos comienzan a sonar en conjunto en un mismo instante.

El pianista lleva el tiempo, no está seguro si lo cuenta o ya es algo que hace por instinto, pero comienza a tocar en el momento indicado y sus manos comienzan a deslizarse por el teclado con gracia, a veces con dificultad, pero también con mucha alegría. No necesita nada más, el instante es perfecto, uno que dura casi 41 minutos y culmina con un estallido de gritos y aplausos.

sábado, 2 de diciembre de 2017

El viejo

Desde que se jubiló el viejo vive en una pensión. Una casucha antigua de paredes verde crema descarapeladas. No le gusta la compañía de las personas, igual casi nadie se fija en él, la única que parece determinarlo es doña María, la dueña de la casa, tugurio, prefiere pensar el viejo, que siempre está pendiente de cobrarle el arriendo de su cuarto, una ratonera de 2x2 en la que el viejo tiene una cama y un escritorio con una pata más corta que las otras tres, un libro, los hermanos karamazov de Dostoievski, que ha leído y releído durante toda su vida y otro de tapa roja, no sabemos cuál, que sirve para equilibrar la mesa y parece no interesarle. 

Siempre sale temprano a vagar por las calles del centro de la ciudad, y pasa la mañana catando tintos en cafeterías viejas, igual o más desgastadas que él. Está cansado. Hace unos años pensó en el suicidio pero el mismo día que se le presentó ese pensamiento oscuro, se distrajo con una mujerzuela que encontró en una cantina con nubes de humo, quien logró evaporar sus ansias de muerte.

Hoy, mientras camina con un cigarrillo, sin prender, en la boca, y sin molestarse por buscar resguardo de una llovizna impertinente, tararea la canción que salía de los parlantes del radio de Jairo, su vecino de cuarto, quizá, su único amigo. Un estudiante de derecho de quinto semestre, un muchacho muy pilo, así lo cree el viejo, a quien la vida lo ha tratado duro desde pequeño. El viejo siente algo de cariño y se preocupa por él. A veces le presta plata para que no tenga que irse caminando hasta la universidad.

“Hola Soledad no me extraña tu presencia casi siempre estás conmigo, te saluda un viejo amigo que te encuentres uno mas” es el bolero de Palito Ortega que murmura el viejo. “Es una canción triste pero también alegre” piensa. 

Ya paso la hora del almuerzo y el viejo se ha alejado demasiado de la pensión. Tiene ganas de volver e invitar una cerveza a Jairo, sacar su cabeza de los libros, ya que lo único que hace es estudiar.

El viejo decide tomar el metro. Cómo no es hora pico el vagón al que se sube está casi desocupado. Se sienta, recuesta su cabeza contra la ventana y al rato se duerme. 

“Próxima estación San Jerónimo” indica la voz de una mujer que sale de los parlantes. El viejo no la escucha, todo el peso de su cuerpo sigue acomodado contra la ventana. Así pasan varias horas; ya es de noche y nadie repara en el viejo, nadie cae en cuenta de su soledad.

viernes, 1 de diciembre de 2017

Refugios mentales

“Lo que pasa es que usted se escuda en los libros y la lectura”
“¡Que va!”, respondo. 
“Será que no” 

Ese es el fragmento de una conversación que tuve hace poco con un amigo. Me gusta cuando eso ocurre, es decir, cuando personas cercanas me antagonizan sin pretender hacerme daño.

Mí línea, el “¡Que va!”, la pronuncié casi apenado, como sintiéndome bicho raro por el dictamen de mi amigo, independiente del porcentaje de verdad que pueda tener.

Ocurre lo de siempre: ¿Qué es raro y qué no?, pregunta que viene con su respectiva contraparte, ¿qué es normal y qué podemos catalogar de esa manera?

A la larga creo que todos somos algo raros, andamos un poco o muy jodidos de la cabeza y resulta imperativo que descubramos cuáles son esas válvulas de escape que nos ayudan a no enloquecer y que un día, de repente, agarremos una multitud de personas a bala o atropellemos a unos peatones con un carro.

Esos refugios que buscamos, en mi caso la lectura, son polos a tierra que logran apaciguar las cargas de locura que llevamos encima; también nos permiten darle algo de sentido a lo que llamamos realidad que, ya sabemos, es mil veces más enredada e ilógica que la ficción. 

Refugiándome, como suelo hacerlo, en los libros creo que James Rhodes explica lo que quiero decir, a su manera:

“Si tengo la suerte de sentir una gran pasión por algo, 
no solo debo desarrollarla, sino también pasar completamente
de todo lo que me impide llevarla a cabo, y alejarme
o hacer caso omiso de todos los que amenazan con frenar dicho 
desarrollo. Me centraría en ella como si mi vida dependiera de ello, 
y no dejaría de avanzar por nadie”
- Fugas -


jueves, 30 de noviembre de 2017

Volverse mierda

Mario y Jaime, amigos de infancia. Hace mucho no se ven, pues la vida y sus innumerables vueltas se han encargado de apartar sus caminos, aunque, a veces, de forma deliberada y en otras fortuita, estos se cruzan.

Apenas entran a una tienda para comprar unas cervezas, a Jaime le sorprende la cacofonía del lugar: un batiburrillo de voces, botellas que se entrechocan, risas y, de fondo, una ranchera que sale de una Rockola. 

Mario conoce a algunas de las personas que se encuentran sentadas en las mesas y las saluda con el típico: “¡Buenas vecino!”. El tendero, al ver que Jaime acompaña a Mario, le extiende la mano. Jaime sella la bienvenida que le da ese desconocido con un apretón de manos e intenta que sea lo más sincero posible; aprieta fuerte y mira al hombre, que lleva un delantal blanco, a los ojos.

“¿Cuántas cervezas compramos?”, pregunta Mario
“¿Qué le digo? Unas 6, tres y tres”, responde Jaime

Las piden para llevar, pero Mario, instintivamente pide que le completen la docena.

En el apartamento, Jaime se sienta en un sofá viejo que opaca sus años de uso con la comodidad que proporciona, mientras a Mario se lo traga el pasillo. A lo lejos Jaime escucha como saluda a Carla, su novia. Al rato ella, con cara de sueño, sale en pijama y saluda a Jaime.

“ ¿ Quieres una cerveza amor?” le pregunta Mario quien vuelve a aparecer en la sala.
“Si”, responde ella, al tiempo que agarra una junto con el destapador”

“Ahora quedan 11 cervezas, uno va a tomar más y el otro menos” piensa Jaime, a quien en ocasiones le molestan ese tipo de desequilibrios. 

Carla deja la sala arrastrando los pies, Mario le pide cinco minutos a su amigo y sale del apartamento. Pasado ese tiempo, del cual Jaime esta seguro que fue más del que le pidieron, Mario llega con una cajetilla de cigarrillos y prende uno. También enciende el equipo de sonido, pone música y los amigos comienzan a hablar, a recordar historias, a filosofar sobre lo cojonuda y extraña que es la vida.

Pasan un par de horas y cuando la cerveza está a punto de desaparecer, Mario saca una botella de Whiskey. “¿Quiere?” pregunta. “No con la cervecita estoy bien", responde Jaime, que ha alargado la última todo lo posible. Mario no insiste, se sirve una copa casi al tope y se la toma fondo blanco.

La música suena y la conversación ya no es tan animada como al principio. Cada uno está sumido en sus propios pensamientos,  ¿analizándose, quizás? “Creo que ya estoy borracho”, dice Mario, y luego, de la nada, le comenta a Jaime que debe dejar de vivir a lo seguro.

Hablan sobre mujeres y relaciones. Mario le pregunta por su última relación, Jaime ya no la recuerda, fue hace mucho tiempo, y deja claro que nunca se ha obsesionado con el cuento de estar sin pareja. 

“¿Por qué no?” pregunta Mario, “hay que arriesgarse, hay que volverse mierda. Imagínese lo que podría llegar a escribir si sufre un fracaso bien hijueputa, un desamor, por ejemplo.” 

Jaime lo mira, pero no dice nada, no comparte la idea de que para producir algo sensible y de calidad: una canción, un escrito, lo que sea, las personas tengan que revolcarse en la miseria.

“Que sea un propósito para el otro año, volvámonos mierda”, concluye Mario, mientras bebe otra copita de whiskey, y vuelve a decir: “Ya me emborraché”.

martes, 28 de noviembre de 2017

Ventana indiscreta

La ventana da hacia una calle que siempre parece estar en trancón, debido a un semáforo al que le dura muy poco la luz verde. Es de color opaco y sé que ninguno de los peatones me ve porque yo también he visto su aspecto polarizado desde fuera. 

Me siento como en una de esas películas en las que unos detectives estudian a un sospechoso a través de un vidrio, mientras que el último sólo puede ver su reflejo.

¿Acaso no es una situación perfecta?, me refiero al hecho de husmear la vida de otras personas, de espiarlas sin que se den cuenta; ver o creer ver, de alguna manera, sus rutinas, costumbres, manías, sin ser vistos. Supongo que alguna vez nos hemos inclinado hacia esa especie de voyerismo urbano, si es que el término aplica.

El ejercicio no deja de ser trivial; ninguno sabe que lo observo y, de todas maneras, descifrarlos resulta imposible, pues van en su papel de ser humano adulto y funcional, el que siempre desempeñamos cuando vamos por la calle, que oculta todos nuestros deseos, obsesiones, filias que rebotan dentro de nuestras cabezas con fuerza, y aún así somos capaces de dar una respuesta al interlocutor que camina a nuestro lado. No culpo a nadie, así somos todos.

Un hombre avanza lento, montado en su bicicleta, por el andén, esquivando a diferentes peatones que caminan bajo el amparo de tranquilidad que brinda el haber acabado una jornada laboral; otra mujer habla o envía mensajes de voz por su celular, que tiene pegado a la boca.

El semáforo se pone en verde y la ola de carros arremete contra la avenida principal y se desvanece cuando aparece la luz roja. El viento agita las hojas grises de los árboles, producto del vidrio oscuro; un guardia de seguridad se pasea, con su perro, por la entrada de un edificio que esporádicamente escupe grupos de personas.

La calle, la ciudad, en medio de su tráfico y personas que se mueven de afán y sin tiempo, parece ordenada o, más bien, todos entendemos sus códigos y señales, y nos acoplamos a su frenesí de urbe revolucionada, cumpliendo nuestro papel, el que hayamos elegido, nos hayan asignado o, en últimas, el que nos haya tocado, ¿qué más da?

lunes, 27 de noviembre de 2017

Traidor

Dos hombres y una mujer están sentados en la terraza de un café. Ella lleva una falda azul corta con arabescos, y cada vez que cruza la pierna, la abertura de un costado permite ver cómo se le tensionan los músculos. También lleva varias pulseras en sus muñecas que parecen campanillas, pues hacen mucho ruido cada vez que gesticula con las manos. Se coge y acomoda el pelo muy seguido; también masca un chicle, que, probablemente, ya no tiene ningún sabor. 

El hombre que, al parecer, está liderando la conversación o fue quien los citó a conversar les dice: “Lo que si quiero dejar claro con ustedes es que esta conversación nunca existió”. 
“No, si, claro”, responde torpemente el otro hombre, cayendo en esa afirmación- negación inconclusa. 
“No quiero que vayan a pensar que soy un traidor” 

“Bueno y ¿qué más querían saber?” pregunta el traidor esbozando una sonrisa que indica el fin de la conversación, y sin darles tiempo de contestar le dice al otro hombre: “Don Jaison, estoy buscando trabajo, por si sabe de algo” y vuelve a terminar el comentario con una sonrisa que lo que menos inspira es confianza. 

“Ustedes saben que yo admiro a la gente que pasan dos meses o tres meses y no les han pagado” les dice ahora, y luego habla sobre un machetazo financiero que realizó la mujer de las campanas en las muñecas, a lo que esta, con cara de asombro, responde al instante: “No, tu sabes que yo no soy así de chambona, yo no las eliminé, las trasladé a la 24 por centros de costos”. 

El traidor parece no reparar en la respuesta y continúa hablando sobre otro tema. La mujer, ya aburrida, comienza a jugar con su pelo, agarra un mechón largo y comienza a enrollarlo y desenrollarlo a manera de terapia. 

Ahora el traidor, quien parecía haber estado a punto de dar fin a la conversación, sacó fuerzas narrativas de quién sabe dónde y continua hablando de números y finanzas.