martes, 31 de octubre de 2017

Hasta Luego

La mujer tiene pelo negro largo. Lleva puesta una chaqueta de Jean clara, una camisa blanca con rayas negras horizontales o negra con rayas blancas, ¿cómo saberlo?, y una falda larga, con arabescos que conforman rombos, que lame el piso.

Lee un libro. Me quedo mirándola por una rato, se da cuenta, sonríe, se levanta decidida y viene hacía mí. Estoy seguro que va a hablarme, quién sabe qué quiere, pero parece inofensiva. Me saluda, la saludo. Luego de eso, su rompe-hielo es: “cristo es mí redentor.”

No le respondo nada. Intento hacer la mejor cara de nada posible, que básicamente consiste en no expresar ninguna emoción, no sé si lo logro, a veces fallamos en nuestro lenguaje corporal cuando creemos tenerlo dominado.

 Ante mi silencio la mujer continúa hablando. “Lo que pasa es que hoy en día el mundo está muy mal, hay mucho homosexualismo, lesbianismo”, en ese momento pienso que el primer término es suficiente para expresar lo que le molesta sobre el temá de género, pero sé que cualquier palabra que salga de mi boca puede ser utilizada como un salvavidas para mantener a flote la conversación, así que permanezco callado.

“Entonces lo que ocurre es que lo malo es considerado bueno y lo bueno es considerado malo, mientras que lo que deberíamos hacer es seguir los 10 mandamientos. Si tan sólo hiciéramos eso, sabríamos cómo es  que es que dios quiere que actuemos”.

Quiero dejar de hablar con ella pues, más allá de que quiera darme cátedra religiosa, que crea tener la verdad absoluta; me aburre hablar de religión, muchos más cuando mi interlocutor es un desconocido.

Inclino mi cuerpo de cierta manera para hacerle entender que debo o quiero marcharme. Sonrió y le digo “Hasta luego, que esté bien”. “¿Va a leer la biblia?, me pregunta, “dígame que sí, ¿sí?”
“No sé”
“¿Por qué?”
“Hasta luego”

lunes, 30 de octubre de 2017

Papelitos

La billetera, al igual que los bolsillos de las chaquetas, se convierten en lugares perfectos para guardar papelitos basura cuando no se tiene una caneca a la mano; otro podría ser las maletas, pero hace mucho que no utilizo una con frecuencia. 

Hoy decidí hacerle limpieza a la primera. Hacía rato que tenía comprobantes de pago que no había ingresado en un archivo en el que intento organizar mis finanzas, pero que a veces olvido, pues muchas veces intento llevar, de forma infructuosa, las cuentas en la cabeza, que tiende a enredarlo todo. 

Me encontré con muchos papelitos que no tenían nada que ver con mis finanzas y que resultaban intrigantes por la cantidad de dobleces que les había hecho. Siempre que doy con uno de esos papeles, pienso que me voy a encontrar con un mensaje muy importante, un recordatorio de algo que, o ya pasó o está a punto de ocurrir. Casi nunca ocurre eso y, en un segundo, el papelito pierde su estatus de mensaje importante y termina en el fondo de una caneca, una de verdad. 

Uno de esos papeles era uno en el que se repetía la palabra domeboro muchas veces, con las instrucciones para su uso. Apenas lo leí me quede jugando con la palabra en mi boca o en mi mente, pues suena bien, ¿no? Es de esas palabras que, creo, alcanzamos a saborear.

No tengo idea de cómo ese papel que indica el uso apropiado de esa solución de calcio y sulfato de aluminio y que se utiliza para alergias, llegó a mí billetera. Intenté hacer memoria, pero no recuerdo haber tenido alergias en los últimos meses.

Sigo inspeccionado la billetera y doy con un papel, más pequeño que el del domeboro y que tiene los teléfonos de un hombre que vende plantas carnívoras y cactus. ¿Tiene alguna relación ese papel con el anterior?, qué se yo, ¿seré alérgico a las plantas carnívoras o algo así? Hago el mismo ejercicio de hacer memoria, término que más bien suena a inventarse cosas, y creo que el papel me lo dieron en un mercado de las pulgas, no porque estuviera interesado en comprar plantas, sino que lo recibí solo para no dejarle la mano extendida al hombre que las vendía. 

A punto de terminar la revisión de los papelitos, o bien, la basura, doy con un comprobante de hace poco que, por la hora, parece ser de una salida nocturna. Tampoco logro recordar con quién estaba ese día y cuál fue el motivo para haber salido esa noche, ¿estaré perdiendo la memoria y, peor aún, voy por ahí, comprando cosas o gastando dinero, sin ser consciente de ello?

viernes, 27 de octubre de 2017

Dejar de hacer

Cuando dejamos de hacer algo que nos gusta porque nuestras ocupaciones, a las que solemos darles demasiada importancia, supuestamente no lo permiten, algo se rompe dentro de nosotros. ¿Qué? no lo sé, pero el equilibrio, el poco o mucho que tengamos en nuestra vida, se altera, enloquecemos un poco y, supongo, eso solo desencadena en desgracias.

En mí caso ese algo es escribir, Que si bien o mal, eso es lo de menos; lo importante es que realizar esa actividad, sin la que uno se siente incompleto, nos haga sentir bien, nos brinde alegrías, nos ponga a pensar y confronte, pues creo que si no nos genera un poco de conflicto, no dejar de ser una mera distracción.

Bien lo dijo Millás en su artícuento La Contrisión me mata:

“Al dejar de escribir, se acelera la rotación de la Tierra. 
Por cada cien sustantivos no escritos, el caos avanza 
una milésima de segundo.”

Hace cinco años que leí eso, y el escrito siempre viene a mí cabeza cuando tengo pereza de escribir. En varias de esas ocasiones me obligo a sentarme en el escritorio y muchas veces me quedo mirando la pantalla blanca, y la maldita no me dice nada. Cuándo eso pasa me pongo a describir cualquier cosa o hurgo en mi mente hasta que doy con algún suceso para narrar, sin importar si es un hecho trivial, como una mosca que paso volando o un asunto “serio”.

Cuando definitivamente la pereza me gana, luego me siento mal. Creo que a todos nos pasa lo mismo, sin importar qué sea lo que nos guste hacer: escribir, hacer yoga, bailar, jugar yo-yo, trompo o fútbol; patear una piedra en la calle, dibujar, meditar, tocar un instrumento, caminar, correr, cantar, leer; todas esos algos que nos mantienen unidos, permiten que seamos personas y que no nos desmoronemos. 

Tal vez, cada vez que dejamos de hacer algo, no sólo la rotación de la tierra es la que se acelera, sino también el tempo que nos queda de vida se acorta en una centésima de segundo. Si sumamos la cantidad de veces que hemos dejado de hacer, seguro no dormiríamos tranquilos.

jueves, 26 de octubre de 2017

La vaina esta jodida

“La vaina esta jodida, Conejo.”

Con un suspiro al final, eso le dijo una vez Mauricio Lleras, librero y fundador de la librería Prólogo, a Edgar Blanco, su similar de la hace poco clausurada Madriguera del Conejo. El segundo debido, supongo, a la cercanía de ambas librerías en ese entonces, había pasado a visitar al primero; imagino, también, que para hablar sobre cómo iban sus negocios y, en especial, sobre uno de los puntos de apoyo sobre el que siempre han girado sus vidas: los libros. 

En esa ocasión yo acababa de llegar a la librería de Lleras y, apenas me disponía a entregarme al sencillo placer de hojear libros, capté ese fragmento de diálogo, justo antes de la despedida y apretón de manos de estos paladines de los libros y la lectura. Desde ese día la frase se me quedó grabada y le daba varias vueltas cada vez que me acordaba de ella: ¿Sobre qué estaban hablando?, ¿qué vaina estaba o está jodida?, ¿Se van a acabar las librerías?

Ese pensamiento sobre ese terrible escenario, que no deja de generarme algo de angustia, se alumbró de nuevo en mi cabeza, cuando leí la noticia sobre el cierre de la Madriguera del Conejo; el negocio de las librerías independientes está jodido, pensé. 

Es un tema difícil, ¿a quién culpar, al pobre índice de lectura en nuestro país?, ¿al alto precio de los libros? no tengo la repuesta. Lo ideal sería que el grupo de personas que conocemos: amigos, familiares, enemigos, pareja, les gustara leer; además de eso que fueran también ese tipo de románticos que huyen de los formatos digitales, pero ¿qué podemos hacer si no es así, si la lectura nunca los cautivó, rara vez cogen un libro y prefieren hacer cualquier otra cosa antes que leer? Bonito sería encontrarnos en un escenario como el de Urueña, un pueblito español que sólo cuenta con doscientos habitantes y once librerías, más que su número de bares. 

Quizás el caos de las grandes ciudades, acompañado de nuestro agotador estilo de vida, es lo que juega en contra y sentencia a las librerías independientes. De pronto con más tiempo libre y menos afanes, la gente le daría una oportunidad a la lectura. 

Ver cómo, poco a poco, esos espacios que le apuestan a los libros y la literatura no resisten los embistes del mundo moderno, debería preocuparnos de alguna manera. ¿Será que todas van a “caer”?

miércoles, 25 de octubre de 2017

Punto y coma

Iba a empezar escribir este texto a las 11:30. Me distraje con el celular y ahora son las y 41. Seguramente no lo voy a terminar antes del cambio de día, por eso la razón del título, es decir, digamos que el punto corresponde a hoy y la coma a un mañana que ocurrirá, ahora, dentro de 16 minutos, si no es que un meteorito impacta la tierra y acaba con este cuento, tan surreal en ocasiones, tan subjetivo, en últimas tan punto y coma.

Dicen que el uso de ese signo de puntuación es el más ambiguo de todos, Muchos le temen y prefieren darle palo hasta el cansancio a la coma sencilla , otros pretenden ir más a la fija y optan por el punto, que da una sensación de seguridad por su carácter cortante y de: “Hasta aquí  llegamos, busque otra idea si quiere decir algo más”.

Daniel, un gran amigo que estudio literatura, quien, considero, escribe muy bien, me contó hace un tiempo que él sabe muy poco de puntuación, tiende a dejarse llevar por el instinto y pone los signos a punta de feeling. Dicha conducta le permite crear escritos sabrosos, que tal vez se quedarían en el mundo de las ideas si fuera un lingüista puro. 

Yo, sin ínfulas de lo último, lo utilizo y trato de mezclar ambos acercamientos, cuando siento que la idea que quiero expresar está ligeramente desconectada de la anterior, pero pende de un hilo casi invisible que todavía la conecta, como ese pedazo de carne al que se aferra un diente cuando está a punto de caerse.

De pronto, sobrellevar la vida se trata más de punto y comas que de comas sencillas o puntos, pues a veces es difícil entender de qué forma se conectan los sucesos de nuestras vidas.

Por mí parte, si la vida fuera una mera cuestión de puntuación, la viviría a punto de comas de inciso, pues me parece el signo de puntuación más justo  y apropiado de todos.

martes, 24 de octubre de 2017

Atardecer

El hombre escribe mientras el cielo se oscurece rápidamente. Al cuarto sólo lo alumbra la luz de una lámpara de escritorio, que refleja unas sombras sobre la pared, y que tiene una calcomanía que dice: “Cuidado: Para reducir el riego de incendio use bombillos tipo A de 75 Watts.” “ ¿Cuál es el miedo? A veces es mejor arder, ¿no?” piensa, “¿acaso no lo dijo Neil Young y luego lo reforzó Cobain?: “es mejor quemarse que desvanecerse”

Las paredes de la habitación son blancas, pero las imagina púrpuras. Alguien, no recuerda quién, una vez le dijo que ese era el color de la tranquilidad y que, en momentos de angustia, terror o temor, solo bastaba con respirar profundamente y pensar en ese color para calmarse. Hace el intento. Deja de teclear por unos segundos para convertir su mente en un mar púrpura, pero una estampida de pensamientos lo atropella, le hace olvidar la respiración y la pared vuelve a ser blanca. 

Al rato recuerda otro color, el amarillo, una amiga que se esfumo de su vida, como si hubiera ardido, una vez le contó que cuando quisiera pasar desapercibido, tan solo tenía que concentrarse e imaginarse rodeado por una burbuja de color amarillo. Ella escuchó la historia de una mujer que iba por un callejón en el que había unos rateros que no la vieron, gracias a que paso por delante de ellos inmersa en su burbuja amarilla imaginaria. 

Sonríe, le gusta ese relato poco creíble, pero no sabe qué tanto funcionarían las historias si no les inyectáramos una fuerte dosis de credibilidad, por más fantasía que sean. Toma un sorbo de jugo de naranja, sabe bien, le agrada cuando da con la proporción de agua y zumo justa, al igual que con la cantidad de azúcar, no mucha, menos de un cuarto de cucharadita.

Se muerde los labios. ¿Por qué nadie lo llama?, ¿por qué nadie le envía un mensaje que lo distraiga del remolino en el que se ha convertido su cabeza? “Acaba de sonar, ¿cierto?” se pregunta. El aparato se está cargando. Se desliza hacia atrás en la silla para revisarlo. Sabe que lo había dejado en silencio, pero considera vital mentirse, acaso ¿quién no lo hace?

Apenas lo desbloquea le pone sonido. La pantalla le dice “6 mensajes de dos chats”: Uno, es de una amiga que le envía puros emoticones. Se supone que son alegres, pero a él no le dicen nada. Recuerda la canción de los Beatles que dice que “la felicidad es un arma caliente”. Así lo cree, está sobrevalorada y repudiamos la tristeza como si fuera un ente maligno que sólo nos conduce a la desgracia. 

 Cree que ninguna postura, per se, es buena o mala, sólo dos fuerzas que se equilibran como muchas otras cosas en la vida: la muerte y la vida, la noche y el día, el queso y el bocadillo, el sonido y el silencio. El otro mensaje es de una conversación de un grupo de más de 10 personas, en la que se habla de todo y de nada; más bien, le parece, una competencia de egos.

La batería está al 79%, “¿será una señal?” se pregunta, juega con él número, le da la vuelta, 97, ese no le gusta, prefiere el otro. “1979” piensa ahora, ¿qué pasó ese año? no lo recuerda, o no importa, da lo mismo. Si fuera numerólogo seguro le sacaría algún significado importante al número.

Una notificación del celular lo trae de vuelta al cuarto de paredes blancas o púrpuras, a la lámpara y su bombillo que no descansa, al vaso de jugo ya desocupado, “¿quién será?” se pregunta.

lunes, 23 de octubre de 2017

Paro andado

La aplicación no funciona, se queda cargando como si los taxis hubieran desaparecido. Por un segundo me imagino en un futuro en el que, por alguna razón, imposible de precisar, qué se yo, un régimen totalitario, digamos, no hay carros. 

Al salir a la calle mi fantasía se desmorona. Camino un par de cuadras estirando la mano sin éxito, hasta que por fin uno para. Le doy la dirección al conductor y luego de un rato de trayecto, caemos en una conversación casi obligada: el paro de taxistas.

Es un hombre joven, debe tener un poco más de 30 años. Me cuenta que sus compañeros de gremio ya se han empezado a reunir en diferentes puntos de la ciudad, que la cosa se va a poner fea en un par de horas.

“¿Y usted no va a ir a uno de esos puntos?”, le pregunto.

“Pues a uno lo ponen entre la espada y la pared. Yo tengo que trabajar porque el patrón así lo quiere. Hasta que no le rompan un carro debo seguir en la calle. Eso sí, me toca andar con cuidadito, pero no puedo dejar de trabajar. 

En ese momento le llega una notificación al celular, lo mira y luego dice:“Ya comenzaron a mandar mensajes”. Son un par de audios que me deja escuchar:

“Compañeros, ya saben taxi que pillemos cargado, lo rompemos”
“Yo lo único que aspiro es que los que rompan carros se tapen la cara, que utilicen pasamontañas para que no los cagturen
“Sí”, dice otro en un tono emocionado, “a los taxis que estén trabajando se les debe dar más duro que a los UberX”

Noto que el hombre que  conduce sólo quiere trabajar, y que está algo nervioso. Revisa el mapa en su celular y antes de tomar cada curva mira la calle que está a punto de tomar para cerciorarse de que ningún retén amarillo lo espere unos metros adelante.

Al momento de bajarme del taxi le deseo suerte y que ojalá no le rompan el carro.

jueves, 19 de octubre de 2017

Nuestras rarezas

Hace unos años en un taller de escritura, el escritor que lo dictaba habló en una sesión sobre uno de los rituales del escritor japonés Oe Kenzaburo, que consistía en apagar las luces y sentarse, en plena oscuridad, en la mitad de una habitación con una grabadora en mano, para narrar las novelas, que luego transcribía y editaba. 

El comentario fue una nota al margen, que se quedó grabada en mi memoria y que, considero, tiene algo de fascinante. Hoy busqué en internet para ver si lograba dar con algún vínculo relacionado con Kenzaburo y su particular método creativo, pero no encontré nada relacionado con el tema, sólo un documento sobre una conversación epistolar que mantuvo con Vargas Llosa, quien es un gran admirador de su trabajo.

Fue bueno saber que internet no lo sabe todo o que soy pésimo para realizar búsquedas concretas, aunque no deja de preocuparme que me haya inventado esa historia, hecho que tal vez indique inicios de demencia, en fin.

Imagino que todos tenemos ciertas rarezas creativas que puede ser, digamos, la forma en que le untamos mantequilla y mermelada a una tostada, el ritual para secarnos cuando salimos de la ducha o la manera en que nos ponemos las medias. Esas particularidades en nuestro carácter deben sobresalir en nuestra conducta, para ayudarnos a entrar al tan, a veces, esquivo mundo de las ideas.

martes, 17 de octubre de 2017

Café sin servir

Menos de un segundo es el tiempo que tenemos de vida, lo complicado es que no queremos darnos cuenta. 

Hace poco vi una foto de una mujer a la que su nieta le estaba celebrando el cumpleaños número 91. Si convertimos los 91 años de esa abuela a segundos, la cifra que resulta es exagerada, pero a la vez es un mero engaño, una ilusión, pues resulta insignificante, es decir, no es que quiera denigrar del cumpleaños de esa mujer, y menos del milagro que es lograr vivir tal cantidad de años; lo que ocurre es que la vida se nos escapa en menos de un segundo. 

Carlos fue mi profesor en un taller de guion que tomé con una amiga. Era un cineasta al que le encantaba escribir y contar historias. Nunca tuvimos una amistad íntima, pero conversábamos de vez en cuando.

Una de nuestras últimas charlas fue por skype; él estaba en Italia, trabajando en proyectos de guiones para cine, mientras su esposa hacia un master. Esa vez quedamos en trabajar en un proyecto conjunto apenas él regresara al país.

El mes pasado me lo encontré a la salida de un supermercado. Yo estaba esperando a que mi hermana saliera del almacén, cuando un hombre con una chaqueta impermeable larga y gafas oscuras me saludo desde lejos. Yo le devolví en saludo sin tener idea quien era, y cuando él llegó a donde yo estaba, estiro la mano y sonriendo me dijo “Hola, ¿Qué más, cómo va?”. “Bien gracias”, le respondí. Él se dio cuenta que lo estaba saludando por puro código social y tuvo el gran detalle de recordarme quién era . “Soy Carlos del curso de guion”. Me contó que hacía poco había llegado al país y como ambos estábamos de afán, nos contamos rápido en que andaba cada uno. Al final quedamos en vernos, en tomarnos un café la semana siguiente. 

Hoy me enteré que Carlos murió hace poco a causa de un cáncer de pulmón que, sin previo aviso, se lo llevo en menos de 10 días. 

“Sólo en los nacimientos y en las muertes se sale uno del tiempo;
la Tierra detiene su rotación y las trivialidades en las que
malgastamos las horas caen sobre el suelo como polvo de purpurina.”
- La ridícula idea de no volver a verte -

sábado, 14 de octubre de 2017

Ripio

“A mí me gusta mucho la Arepa-Burger” me dijo.

Era la primera vez que escuchaba esa combinación de palabras. El nombre no deja mucho a la imaginación y visualicé el producto de inmediato: una hamburguesa con tapas de arepa en vez de tapas de pan. Ella seguía hablando, y describía con entusiasmo esa preparación desconocida para mi, pero obvia por sí sola.

“Se le echan salsitas, las que tú quieras, esto, lo otro, ripio de papa y mmm queda más bueno”, terminó la frase como saboreándose los labios.

“¿Qué?” le pregunté. 
“Qué, qué?”
“Ripio qué?, ¿qué es eso?”
“¿No sabes que es ripio?”, me preguntó.
“No, ¿debería?, ¿qué es?”
“Por ejemplo cuando comes papas de paquete son como las migajas que quedan al final”

No había escuchado la palabra nunca, o tal vez sí, pero la había olvidado. En vez de pasar a otro tema y con ánimos de sonar chistoso, solté un comentario burlándome de la palabra, dije que no le encontraba sentido, que de dónde venía o había salido.

Mi apunte surtió un efecto contrario y ella se puso seria. Lo noté, pero seguimos hablando como si nada. En medio de la conversación, mi instinto ñoño se activo y busqué en la RAE aquella palabreja:

“Ripio: Residuo que queda de algo.”

Me sentí estúpido, ignorante, cómo si mi conocimiento del español fuera el ripio del lenguaje, como ese ripio de los paquetes de papas que ingerimos con ansiedad.

Luego de eso hablamos otro par de semanas y, en un momento, una discusión lo estropeó todo. Hoy, de nuestra amistad, sólo queda su ripio.

viernes, 13 de octubre de 2017

Algo

Quiero escribir algo, no sé qué. 

Todos los días nos pasa algo, algo sobre lo que podríamos escribir historias, novelas, sagas, tratados, cartas, disertaciones, poemas, versos, canciones, en fin, lo que imaginemos. 

Algo suena a poco pero más bien es mucho. Por más simple que parezcan nuestros días, nos vemos envueltos en cientos de situaciones o eventos que podemos narrar y/o compartir.

Qué se yo, ahora, por ejemplo, mientras tecleo estás palabras, este algo, me llega el sonido, algarabía es también la palabra que me llega a la mente, de una celebración de un cumpleaños con un grupo vallenato. Predomina el sonido de la caja que un hombre macizo y de bigote aporrea con fuerza, sentado y sosteniéndola entre sus dos rodillas, mientras unas gruesas gotas de sudor le escurren por la frente. No le molestan, está feliz, disfruta la manera cómo se gana la vida de fiesta en fiesta, de trago en trago, de golpe en golpe. No se lo ha dicho a nadie, pero para cada celebración que lo contratan, se siente como el homenajeado. 

¿Qué cómo sé que es un hombre, en qué posición está, cómo es su apariencia y que suda? Y, más aún, ¿qué es lo que piensa? Lo supongo, o, más bien, lo imagino, pues nuestra imaginación ocupa un papel importante en todos los algos que nos ocurren a diario. 

Algo que me gusta mucho de los algos, perdonen la redundancia, es que carecen en principio, de carga moral o ética, no están bien o mal, ni son buenos o malos, son sólo algo y ya está; luego de cobrar fuerza o cierta permanencia, es que comenzamos a evaluarlos y así es como se transforman en líos y rollos mentales que nos complican la existencia, pero en su estado primitivo de algos son perfectos. 

Al sonido de la fiesta de cumpleaños, ahora se le suma el de unos juegos pirotécnicos. Supongo que ambos eventos están aislados, que uno no tiene nada que ver con el otro, que son algos independientes, pero recuerdo el cumpleaños del esposo de una amiga, en el que hubo juegos pirotécnicos. A diferencia del de hoy, no había un grupo de vallenato, sino uno de rock.  En esa ocasión la luz se fue por varias horas y los músicos, aburridos, sostenían sus instrumentos sin saber qué hacer. 

Después de un breve descanso para recargar energías, el grupo vallenato comienza a tocar Cachucha Bacana: 

“Jaime si Jaime si, Jaime si Alejo no…”

Gracias por leer este algo.

jueves, 12 de octubre de 2017

Fondue de queso

El año pasado escribí una historia, en primera persona a manera de confesión, sobre un tipo que se quedaba sin trabajo. En el primer segmento el personaje narraba todas las desgracias que lo habían conducido a su actual estado de desempleado.


En cierto momento al hombre se le acaba casi todo el dinero y ya no tiene como comprar comida, así que decide vivir de las muestras gratis de comida que dan en los supermercados.  



Me acordé de esa historia porque hoy en el supermercado, un hombre con un gorro de chef y un delantal con cuadros de colores, me ofreció fondue de queso. No suelo aceptar esas muestras, pero hoy tenía algo de hambre y el queso derretido se veía delicioso.


En la sartén que lo había calentado ya quedaba muy poco producto, así que lo recogió con una espátula y se lo zampó a una rebanada de pan francés que luego desaparecí en dos mordiscos. El hombre, el chef, el señor que ponen a hacer eso, vio que disfruté la muestra y me ofreció otra. En honor al personaje de mi historia se la acepté y ahí fue cuando atacó sin piedad alguna:
“Está rico, ¿cierto?”
“Si”
“¿No le gustaría llevarlo?, hoy este producto está a la mitad del precio normal, además es importado”
Me quedé callado uno segundos. Quería llevarlo, pero me molestaba que no hubiera estado en la lista de cosas que iba a comprar
“Bueno está bien, le dije”, al tiempo que tomaba una caja.

“No se va a arrepentir. Le aconsejo que cuando lo haga le heche un poquito de crema de leche para que suelte mejor y también le puede echar pollo desmenuzado o pasta”

Nunca se me había pasado por la cabeza lo de la pasta y, por mi expresión, el chef de supermercado concluyó: “pruébelo y verá”.

Al rato, en la caja registradora, el último producto que paso es la caja de fondue; apenas la cajera lo marca le pregunto el precio y no presenta ningún descuento. 


“Este no lo voy a llevar” le digo. Nunca le voy a echar pasta a un fondue de queso.

miércoles, 11 de octubre de 2017

Respirar como terapia

Llevo varios días con una gripa, tratada a punta de agua de panela con limón, que no parece mejorar. Voy al médico y me receta unas terapias respiratorias. La sala de espera del lugar está llena de personas con caras largas y tristes envueltos en bufandas y con tapabocas.

Le pregunto a la mujer en la recepción que cuantos turnos hay para terapia respiratoria, “dos o tres” me responde. “¿Será que alcanzo a comprarme un café ahí?” Doy media vuelta y le señalo ahí: un carrito sobre el andén que ofrece todo tipo de bebidas calientes. “Sí claro, con este frío” y luego ríe fuerte. Le sonrío, me gusta su actitud.

De vuelta al centro médico y con el capuchino en la mano, me dirijo hacia la vending machine y me decido por un paquete de “bocaditos”, unos pasteles gloria del tamaño de una falange. 

Mientras tanto alguien grita, como si lo estuvieran torturando, en uno de los consultorios. Imagino que es un paciente infectado con un virus tipo Zombie que esta en la etapa de trasformación y que pronto va a atravesar las puertas para comenzar a infectarnos a todos a punta de mordiscos, miro a mi alrededor y no cuento con ningún arma para estallarle la cabeza al muerto viviente, si tal situación llega a ocurrir, mi mejor opción es la sombrilla, pero me veo más bien engrosando la filas de  los zombis, “Que peleen los otros pacientes” pienso.

Saco el Kindle y decido leer un capítulo de Guerra y Paz; en él Tolstói habla acerca de una línea intagible que separa dos ejércitos y que se asemeja a la línea que separa los vivos de los muertos en la que se encuentra incertidumbre, muerte y sufrimiento. También dice que tememos y añoramos cruzar esa línea y sabemos que tarde o temprano la debemos cruzar para saber qué es lo que se encuentra ahí o allá. De igual forma vamos a aprender, de forma inevitable, que nos espera en el lado de la muerte.

Pienso cuantos de los que nos encontramos en la sala estamos caminando sobre esa línea, no solo por cuestiones de salud, sino porque así lo quieren el destino, el universo o nuestras vidas. En ese instante alguien pronuncia mi nombre, tomo el vaso de capuchino al que todavía le queda un poco más de la mitad, la sombrilla, mi maleta y me dirijo hacia la sala de terapia respiratoria.

Ya en el lugar, la enfermera me pregunta: ¿Cómo hacemos? Haciendo referencia a la bebida que llevo en la mano. Hago el ademan de poner el vaso sobre una mesa y me dice “igual no lo voy a sentar acá”. Las sillas están ocupadas por dos mujeres que me miran por encima de unas mascarillas de pilotos de avión de combate. Termino en fondo blanco la bebida, y la enfermera me dice: “sígame por acá. Me voy detrás de ella a un lugar repleto de habitaciones separadas por cortinas azules. 

Me siento en una silla, la mujer me conecta la mascarilla y dice “Respire únicamente por la nariz”. Como no tengo nada más que hacer, me concentro en mi respiración y noto que está muy pausada. Cada vez que boto el aire sale mucho vapor de la mascarilla y recuerdo como, cuando era pequeño y el clima estaba muy frío, exhalaba aire duro para simular que fumaba.

Hago un gran esfuerzo para no quedarme dormido; mi respiración está muy relajada y siento que podría quedarme por el resto de mi vida en ese pequeño cubículo, con una camilla a mi izquierda, una estructura metálica con ruedas y dos canecas, una roja y la otra verde, que están muy limpias. Al frente una cortina azul tapa otro cubículo, me pregunto que se encontrará detrás de ella, “¿El Zombie?” Hace rato que dejo de gritar, quizás escapó o alguien le estampo un objeto en su cabeza, la única forma, creo yo, de acabar con uno. 

En cierto momento dejo de pensar cosas y sólo me acompaña mi respiración.

lunes, 9 de octubre de 2017

Ser un vaso de capuchino

Marco Brand vive de afán, su rutina comienza muy temprano en la mañana, y sus días siempre le deparan reuniones, encuentros, llamadas, tareas y cosas por hacer, la mayoría de ellas relacionadas con su trabajo y profesión. ¿Hace cuánto que no toma vacaciones?, ¿Cuándo fue la última vez que leyó un libro por puro placer?, no lo recuerda, pero prefiere desechar esos pensamientos para no amargarse.

Hoy en medio de su correcorre, y mientras espera a un cliente en un café, aprovecha para tomarse un capuchino, una de esas actividades que considera un pequeño placer y que lo ayudan a tranquilizarse; un ritual que le permite bajar las revoluciones de su agotador estilo de vida. 

Brand pide la bebida en un vaso plástico, pues cree que cuando se la sirven en un pocillo, esta se enfría demasiado rápido. “Tomar capuchino frío, guardando las debidas proporciones, es igual de incomodo que lavarse los dientes sin crema dental” piensa. 

Últimamente a Brand le inquieta pensar cómo no hay un segundo del día en el que una marca no esté intentando entrar en contacto y/o colarse por cualquiera de nuestros sentidos, para luego clavarse y hacer de las suyas en el subconsciente, ese terreno extraño que nos pertenece, pero sobre el que no tenemos voz ni mando y que nos lleva a actuar de manera inesperada. 

Justo ahora todo a su alrededor son marcas, como el individual que, con una sonrisa amplia, como pidiendo disculpas, había puesto la mesera en su puesto. Brand lo observa y ve que lleva el logo del establecimiento y un slogan: “nuestras manos construyen un millón de historias”, que suena bien pero que no deja de ser sonso, un cliché. 

Cuando levanta la vista se percata de varias calcomanías pegadas en las paredes, avisos, carteles; incluso, de las palabras que logra descifrar de las conversaciones a su alrededor, nota como las personas quieren dejarle claro a su interlocutor que, antes que nada, son alguien en esta vida, una marca, un punto com, una arroba, que se dedica a hacer esto y lo otro, y de quienes dependemos para sobrevivir. 

Al rato la mesera llega con su bebida: un vaso plástico en su totalidad blanco. Brand lo toma y le da vueltas por todo lado buscándole alguna letra, símbolo, dibujo, hasta que la temperatura le obliga a dejar el vaso sobre la mesa. 

Le gustaría ser como ese vaso de capuchino, no aparentar, no ser nada ni nadie, pero paradójicamente ser algo que, solo con su presencia, reconforta a los que entran en contacto con él, con su mera esencia, que no tiene necesidad alguna de blandir una marca o eslogan a diestra y siniestra para reclamar su lugar en el mundo.

viernes, 6 de octubre de 2017

Sin Habla

Un día, de repente, Olga Flórez dejo de hablar. Lo hacía, como la mayoría de nosotros, desde pequeña, pero un día se quedó sin palabras, sin lenguaje, sin habla.

Primero, el caso fue evaluado por fonoaudiólogos expertos en trastornos de la comunicación humana y luego por reconocidos logopedas que no encontraron ni dieron con la causa de su extraña condición.

Como ningún de esos especialistas logró encontrar nada en particular, prestigiosos médicos psiquiatras entraron en acción, pues cuando las razones del síntoma no se identifican a "simple" vista, lo más probable es que su origen se deba a una falla en nuestro disco duro; pero estos tampoco encontraron nada, pues su labor se dificultó a niveles impensables pues no podían dialogar con la paciente, uno de los requisitos básicos de su práctica.

La ciencia médica antes había tratado casos al revés es decir, de niños que al haber sido maltratados de forma física y psicológica de pequeños, o que habían sufrido un fuerte trauma en sus primeros años de vida, se les dificultaba encontrar el habla, por decirlo de alguna manera. En estos casos, los especialistas sabían cómo guiarlos por el camino adecuado para que dieran con ella, pero con Olga todo el conocimiento adquirido no servía para nada.

¿Qué pensará? Se preguntaban todos los días, pero solo ella, que tenía frecuentes monólogos mentales para no enloquecer, lo sabía.

Ya cansada de tener malentendidos con familiares, amigos y conocidos, un día  decidió no hablarle a nadie durante un lapso de tres meses, luego de deducir que las palabras, muchas veces, son malinterpretadas y son el principal detonante de los conflictos entre las personas.

En un calendario pegado en la pared de su cuarto iba tachando los días de su reto, llamémoslo no verbal, y cuando por fin lo cumplió, cuando abrió su boca para hablar no logró hacerlo; las palabras se le estrellaban en su mente, pero no encontraban manera alguna de ser expulsadas.

Hoy en día Olga Flórez continua sin hablar y trata de llevar, en la medida de lo posible, una vida normal, si es que existe tal cosa; eso sí, una vida con menos malentendidos.

jueves, 5 de octubre de 2017

Pronunciación

Fanshawe es el nombre del protagonista de La Habitación Cerrada, el tercer libro de la trilogía de Nueva York de Paul Auster. Me intriga la pronunciación ¿Fans-Haw, Fanshaw? A poco de acabar el libro, no me decido por ninguna, y lo leo de cualquier forma, incluso a veces ni me preocupo en pronunciarlo para no darle más vueltas al tema en mí cabeza. Si se llamara John, o Mark no tendría pierde alguno.

Sé que no es un asunto de vida o muerte y que voy a poder vivir sin necesidad de saber cómo se pronuncia correctamente, pero el nombre de un personaje y como lo leamos, cambia la imagen mental que nos hacemos de este.

Hace mucho tiempo, estoy hablando del año 2007, cuando leí Millenium, de Stieg larsson, comenté algo de la novela con una amiga que también la estaba leyendo. No recuerdo a que hacía referencia el comentario, pero tenía que ver con Dragan Armansky, director de la Milton Security, la firma de seguridad para la que trabajaba Lisbeth Salander. Apenas mencioné al personaje, mi amiga me preguntó “¿quién?”, se lo volví a repetir y dijo: “Ahhh Dragan Armansky”, y lo pronunció de una manera completamente diferente a la mía, marcándole el acento en sílabas diferentes.

De pronto le he dado a Fanshawe rasgos de Fans-Haw y Fanshaw, y es un híbrido entre los dos, y es posible que el personaje haya tomado más fuerza y carácter por eso, por un mero asunto de pronunciación. 

miércoles, 4 de octubre de 2017

Medias

La media que lleva en el pie derecho es de color negro y la del otro blanca. El resto de su ropa es negra o, con el tiempo, ha adquirido ese color. Él camina por la 53 un poco más arriba de la caracas. Su piel es oscura y tiene el pelo enmarañado. Está Muy sucio y Seguro que lleva días sin bañarse, pero a él ese hecho parece importarle poco.

Falta poco para el medio día, pero ¿cuánto le importa a él la hora, el tiempo? Ninguna de sus muñecas lleva el aparatico con el que intentamos controlar nuestra ocupada y ajetreada rutina, siempre llena de reuniones, citas importantes, o de nada pero casi siempre tenemos, queremos o creemos tener algo que hacer.

De milagro lleva ropa puesta, quizá su único patrimonio en esta vida; eso y una empanada amarilla que, junto con la media blanca, son dos parches coloridos que resaltan de esa mancha ambulante que es todo él y que se mueve por las calles de la ciudad.

Da gusto verlo comer, los mordiscos que le da a la empanada son  decididos, pausados y tranquilos. A diferencia de otros personajes en la misma situación su cara no refleja odio ni resentimiento. Lleva un semblante tranquilo, como el de alguien que espera un mejor mañana.

Su media blanca, tal vez un amuleto, resiste intacta los embistes del pavimento. Sigue pulcra ante la indiferencia de la ciudad.

martes, 3 de octubre de 2017

Pagar el gas

Llego al banco y cuando termino de subir las escaleras, el celador del lugar, un hombre con un traje azul, corbata roja y una reata de la que cuelga un bolillo negro y amenazante, me saluda.
“ ¿Acá se puede pagar el gas?” le pregunto
“Si claro” responde como si nada.

Me dirijo a la fila y delante mío hay 13 personas. Sé que la espera va a ser larga así que trato de distraerme con cualquier pensamiento no relacionado con la transacción bancaria. 

Al rato llega otra mujer a hacer fila. Después de unos minutos pronuncia en voz alta, a modo de disparo al aire: “No, esto sí que está demorado hoy”. No quiero caer en su conversación, pero en un arranque de cordialidad, volteo para responderle: “Si, y solo hay dos cajeros”. Afortunadamente mi respuesta es lo suficientemente floja para que la conversación muera justo ahí.

Después de un rato la señora, con cara de misericordia me pide que le cuide el puesto, que va a averiguar si puede pagar en el Éxito. Apenas le dijo que sí, sale disparada.

La fila no se ha movido para nada. Una nueva mujer, con aspecto de señora de los tintos, asumo por el delantal que lleva puesto, ocupa el lugar de mi antigua acompañante.

La fila por fin se mueve. Cuando quedo acomodado en mi nuevo puesto, la señora de los tintos, sin haber establecido contacto visual, sino tras un análisis de la factura que tengo en la mano, dice: “Acá no se puede pagar el gas, ayer yo vine a pagarlo y me toco ir al éxito porque me dijeron que acá no lo recibían.”

Hago cara de asombro, pero no respondo nada. Confío en lo que me dijo el vigilante, así que continuó haciendo la fila más lenta del mundo.

Mientras tanto, el celador se pasea cerca de la fila, para cerciorarse de que nadie esté usando el celular. Aburrido y todavía con 10 personas por delante, me aventuro a sacarlo para distraerme un rato, y ubico mi cuerpo detrás de una persona para que el celador no me fastidie.

De repente el hombre de la corbata roja pega un grito con acento costeño: “!Allá el señor, por favor guarde el celular!” ¿Cómo carajos me vio? No sé, pero le hago caso al instante, pues no quiero ser molido a palos, mucho menos por el celador de un banco que parece un personaje de Jumanji.

La mujer que decidió abandonar el barco, que rima con banco, para ir a pagar al Éxito no ha vuelto, seguro que ya logro pagar su recibo y, por hoy, está libre de transacciones bancarias.

Decido imitarla, le pido a la mujer que está detrás mío que me cuide el puesto y salgo hacía el Éxito. Ya en ese lugar, en la fila de pagos sólo hay una persona delante de mí. Sonrío al haberme librado de la experiencia “fila de banco”. 

Justo cuando es mi turno para pagar la cajera detrás de la maquinita que contiene los papeles del baloto, me mira con pena mientras me dice: “Lo siento se acaba de caer el sistema. Le pregunto que donde más puedo hacer el pago, y me dice que en un Farmatodo.

Camino hasta el lugar y la mujer que atiende me dice que en ese lugar el sistema también está caído. Un señor pregunta que dónde más se puede pagar. Le digo que en un Olímpica cercano también hay un punto de Baloto. “¿Olímpica?,  ¿en serio?” responde y pregunta en un tono incrédulo. Otro hombre, como para que dejemos de darle vueltas al asunto de la olímpica, se dirige hacia la cajera y le dice: “pero cuando se cae el sistema, se cae en toda la zona, ¿cierto?” La cajera confirma la suposición del hombre con un ligero movimiento de cabeza.

Miro al hombre que acaba de hablar, quien al instante siente mi desazón y me dice: “pero aquí no más, en el Sudameris, puede pagarlo.”

Camino hacia ese lugar, imaginándome otra fila eterna. Cuando entro al banco paso por una capsula de seguridad e imagino que va a fallar y que me voy a quedar encerrado en ella el resto de la tarde. En el banco no hay fila, supongo que tiene que ver con la capsula, pero no puedo precisar por qué. Me acerco hacia el mostrador y le pregunto a la cajera que si reciben el gas. Me responde que sí, sonrío y le cuento que he intentado pagarlo en tres lugares diferentes. Ella me mira con ese típico gesto cordial de “¿y a mí qué me importa?”, recibe la plata, le pone un sello al recibo y me lo entrega.

lunes, 2 de octubre de 2017

Ahora

Esta es la historia que acompaña a Recuerdos

“¿Aló, aló?” inquirió Ramón cuando alzó la bocina. Solo hubo mutismo. “¡Chiflado!”, bufó a continuación. 

“No hagas caso mi amor, autoriza al loco a continuar con su vida irracional”, dijo Omu.

“No lo soporto más, hoy nos llama y mañana nos busca para acabar con nosotros, sólo nos proporciona zozobra”.

“jaja”, rió Omu y su boca adquirió una amplia sonrisa. A continuación dijo a su novio: “Como inflas las cosas”. Lo miro callada por un corto lapso y al rato concluyó “no hay ningún humano más tranquilo. Loco y todo y, aun así, tranquilo. “¿y si hablo yo, mi vida?” indagó Omu algo tímida.

“olvídalo, no hay oportunidad alguna. Si Julio murió para mí, lo mismo, y mucho más, para ti.”

Originado su noviazgo, nada había cambiado, la situación continuaba igual. Julio buscaba a Omu, como un niño glotón busca a su mamá para solicitar comida. 

Acostada, con la alfombra amarilla como cama, contigua al sofá, y como una aparición—así lo intuyó Ramón—, Omu lo solicitó con intranquilidad; lo ansiaba a su lado. Su novio, todavía con la bocina a la mano, asintió y corrió para acompañarla. 

Por mucho rato hubo, caricias y gritos ahogados. Un oasis pasional inundado con calma, justo para aplacar la vacilación causada por las llamadas. 

A los cinco minutos ya habían olvidado todo, la borrasca rutinaria amainó. Los timbrazos por fin acabaron. 

Cuando Ramón iba a asaltarla con pasión, prístinos timbrazos nublaron su panorama. 

Ramón saltó incómodo y Omu lo abrazo. Lo miró y dijo: “Tranquilo, voy a hablar” Omu tomó la bocina y calló. procuró no producir ningún ruido. Ahora sólo transpiraba odio. 

“¿Omu?” indagó la voz al otro lado 

“Si”

“¿Cuándo vas a tornar a mí lado?” 

Ramón no aguanto más. Caminó hacía Omu y asió la bocina con furia. La máquina cayó al piso y lo azotó con furia.

Por fin una oportunidad para la calma. Ninguno sintió agobio al no malograrla. 

Todo fluía dilatado y sin afán. 

Ramón optó por tomar la bocina “Rimus, acá no hay nada suyo”, dijo. 

“Lo liquido”, oyó. 

Ya cansado, Ramón colgó.

Buscó a Omu, la Abrazó y acarició por largo rato. 

Un grito próximo: “Omuuu” y a continuación un disparo, acabaron con su nudo humano.