lunes, 30 de abril de 2018

La mamera, ¿qué hacer con ella?

“¿Pero acaso qué es lo que tiene qué hacer?” Me pregunta. 

Ese otro que nos habita a usted y a mí, estimado lector, repite la pregunta “Si, ¿qué tiene qué hacer?”. La evalúo un par de segundos, y recuerdo que mi interlocutor espera una respuesta, pero antes de que yo pueda decir algo, lo que sea, concluye, como acordándose que debía completar su pregunta: “¿Le da mamera?” Todo, como suele suceder en la vida, se complica en un instante, y ahora, aparte de intentar descifrar si tengo algo por hacer, también debo evaluar si me da mamera. 

Todo hace parte de un mensaje que recibo. Un amigo, que se disfraza como como tercero en la situación, me invita a la celebración de cumpleaños de un primero, otro amigo que hace de homenajeado. El evento se va a celebrar el siguiente fin de semana. 

“No sé, yo le aviso”; esa fue la frase que despertó su inquietud sobre mis planes a futuro, eso que debo o no hacer y que aún intento descifrar. Lo que de verdad pienso, es que falta mucho tiempo para que llegué el sábado como para ponerse a planear las actividades de ese día. Por ejemplo, si alguno de los tres: el primero y el tercero, mis amigos, o el segundo, que creo ser yo, muere de aquí al sábado, ¿qué ganas de celebrar quedarían? Por eso, supongo, mi respuesta tiende a ser evasiva, porque prefiero dejar al futuro, mientras pueda, lo más quieto posible, tener que ver con él en lo más mínimo, por eso se me dificulta responder qué es lo que voy a hacer. 

Ahora la mamera. Me parece increíble que la palabra no exista para los de la RAE, en fin. Andrés Ospina, en su Bogotálogo, la define como: “Estado de extenuación, indisposición, aburrimiento o hartazgo en lo concerniente a una actividad." 

Mientras conversaba e intentaba descifrar lo que tenía o tengo que hacer, que angustia eso, imaginé a la ciudad, en el día futuro del agasajo de mi amigo, envuelta en un aguacero torrencial y, me perdonarán ustedes, pues que pereza salir con ese clima. De pronto ahí está la mamera que, vale la pena aclarar, no tiene que ver nada con el evento, ni con ninguno de mis amigos. 

Independiente de cuál sea el tipo o la causa de esa presunta mamera que quizá tenga y no logro identificar, al igual que eso que debo hacer; Ospina también habla sobre el derecho a ‘mamarse’, y dice que es sagrado e inalienable.

viernes, 27 de abril de 2018

Escritos ajenos


Sería bueno escribir sin ningún rasgo de personalidad propio, desapegarnos por completo de nuestra esencia como personas, y crear obras con personajes completamente opuestos a nosotros, sin rasgos de nuestra identidad, o lo que eso signifique. 

Quizá eso sea imposible e incluso los más grandes novelistas le imprimen pequeños pedacitos del yo a sus personajes, sino que son tan buenos en su oficio que resulta difícil darnos cuenta. 

Pedro Camacho, el personaje que es escritor de Radionovelas en la Tía Julia y el Escribidor, se disfrazaba cuando se sentaba a escribir los guiones de sus radionovelas precisamente para lograr eso: ponerse en la piel de sus personajes, con el fin de que fueran ellos quienes los escribían o, más bien, contaran sus vidas.

En otra novela que leo ahora, uno de los personajes adopta la manía de comprar cartas antiguas en un mercado callejero, que nunca encontraron su destinatario. Las cartas que adquiere son muy emotivas, lo atrapan por completo y cada día se relaciona e involucra más con las historias que lee. Un día comienza a responderlas y, dependiendo de la persona, que probablemente ya está muerta, a quién le esté escribiendo, se viste, afeita a ras, perfuma y peina distinto. 

Ambos ejemplos, sin importar si son de ficción, prueban que escribir muchas veces se trata de escritos ajenos, de ser uno, al tiempo que se trata de ser otro y, a veces, lo segundo es lo que prima y marca la diferencia en un texto.

jueves, 26 de abril de 2018

Ser una canción

Hoy el dios de la aleatoriedad me concedió está canción y llegué a la conclusión de que me gustaría ser ella. ¿Como es eso posible?, no tengo ni la menor idea, pero fue algo que, digamos, sentí en el momento en el que la escuché. 

De pronto todos tenemos enterrado en el cerebro, en nuestras células, en los recuerdos, vaya uno a saber dónde, rasgos de sinestesia, esa maravillosa capacidad de sentir diferente, es decir: oír colores, ver sonidos, o saborear texturas, como un revuelto de las respuestas de nuestro cerebro ante cualquier tipo de estímulo. 

Me pregunto si algún escritor presenta o habrá presentado esa condición. Imagino que sería una ventaja increíble al momento de escribir, pues muchas veces se trata de eso, de percibir el mundo y lo que ocurre de forma diferente, ver conexiones donde no las hay y, con algo de suerte, lograr traducirlo en palabras. 

Hace un tiempo vi un programa en el que entrevistaban a una mujer, Melissa McCracken, que veía colores en la música y pintaba cuadros de canciones que, a simple vista, parecían manchones de diferentes colores. 

McCracken, a quien le parecía de lo más normal su condición, fue consciente de lo que le ocurría, al ver la confusión de un amigo un día en el que estaba escogiendo el tono del celular, y le dijo  que iba a escoger una canción naranja para que hiciera juego con su teléfono azul,

Le gusta pintar funk porque es música colorida y no pinta música country porque es de colores apagados. 

Ojalá que algún día me pinte.

miércoles, 25 de abril de 2018

Frases sueltas


No recuerdo cuando comencé con esa manía de marcar las frases, aparentemente sueltas, que me llaman la atención, si no estoy mal fue desde aquella vez que leí las Cartas a J.R.R. Tolkien, un libro que solo me costó $10.000, pues lo habían etiquetado mal. 

Cada vez que leía una frase que resaltaba entre las demás, le ponía un punto al lado y anotaba el número de la página. Luego, cuando terminé el libro, las transcribí todas en un documento y me pregunté: “¿por qué no hacer esto con cada uno de los libros que leo?” 

A veces las frases que punteo son figuras narrativas bellísimas, otras veces son pequeños fragmentos de diálogo o una descripción precisa, pero en la mayoría de ocasiones tienen algo que ver conmigo, o eso creo; cuentan algo que hace referencia a mi vida de forma implícita o explícita: lo que vivo, he vivido y, por qué no, lo que voy a vivir. 

Me imagino que esas frases sueltas que captan mi atención camuflan la respuesta de interrogantes que se ha planteado la raza humana desde sus inicios. Muchas veces creo saber a que hacen referencia y otras veces no lo tengo claro, pero algo me dice que son importantes y por eso, quizás a pesar de estar a años luz de entenderlas en su totalidad, las marco. 

Muchas veces cuando me encuentro con una muy buena, la leo y releo antes de continuar con la lectura, pues parece que en ellas se encuentra el sentido mismo de la vida o una de esas verdades indisolubles, que no se muy bien que signifique eso, pero me gusta esa palabra y apareció en mi mente justo en este momento. 

Es bueno vivir rodeado de frases sueltas.

martes, 24 de abril de 2018

Como tal

Espero a alguien en un café. Hace uno de esos días soleados pero fríos. La silla sobre la que estoy sentado es de metal y está helada. Al mí lado tres ejecutivas, una de ellas con pelo rubio abundante y mucho maquillaje, ríen. Al rato llega otra y la saludan levantando los vasos de café como si fueran botellas de cerveza. 

Llegué antes de la hora de encuentro así que aprovecho para leer el capítulo de una novela, que se titula: “De aquí a Roma”, me refiero al capítulo. Me gusta eso, es decir, que los escritores se tomen la molestia de titular los capítulos, en vez de ponerles simples números. 

A pocas mesas también se encuentran dos mujeres. Una de ellas teclea con velocidad en su portátil, mientras la otra la mira distraída. No hacen tanta bulla como el otro grupo, tal vez porque no son ejecutivas, sino estudiantes, o un híbrido entre ambas cosas, pues están arregladas como para ir a trabajar. En un momento, la que escribe le dice a su compañera: “La propuesta de valor es el valor agregado”, y la otra responde: “Osea… como tal”. 

Ante la respuesta de su compañera, la primera lee un párrafo en inglés que explica en que consiste la propuesta de valor. Calla unos segundos y finalmente dice. “Nuestra propuesta de valor es generar una experiencia diferente frente a la sensación de los espacios físicos personales, ya sabes, pain releavers y pain checkers

“Ahh osea, como tal” concluye su amiga, “ya estoy entendiendo”, afirma luego. 

La persona que estoy esperando llega y me dice que nos hagamos adentro, porque está haciendo mucho frio, justo cuando ya había calentado mi silla, así de desagradecida es la vida. Apenas entramos a buscar mesa, escucho a alguien preguntar en inglés: “What are our proposals?”, sin saber que afuera hay una mujer experta en propuestas de valor y cosas como tal.

lunes, 23 de abril de 2018

Caja de huevos

En las mañanas Lisbeth trabaja como asistente administrativa y en las tardes lo hace como conductora de Uber. No le pongo más de 35 años. A mitad de camino busco la forma de iniciar una conversación. Para hacerlo, me aferro a un lugar común que logra romper el hielo. Al instante noto que tiene acento de otra región que, supongo, es del caribe. 

Le pregunto que de dónde es. “Soy de Venezuela”, responde. Me cuenta que lleva dos años acá y que tuvo facilidad para venir a Colombia, pues su mamá es colombiana y le sacó la cédula cuando era pequeña. 

Me dice que la situación allá está terrible, que ella se formó como policía y que, en un momento, cuando vio las cosas muy mal, decidió abandonar su país, pues prefería dejar aquel lugar, antes de abusar de sus compatriotas solo por portar el uniforme de una fuerza militar. También me cuenta que ya logró traer a su mamá y que ahora solo falta su padre, y espera que el también, dentro de poco, pueda venir a hacerles compañía. 

“¿Y cómo fue la llegada?”, le pregunto. Me dice que ahorró 3 meses de su sueldo como policía, una cifra que en Bolívares equivalía a varios millones, pero que en pesos colombianos eran, más o menos, $300.000. 

“Fue duro, pero tenía que hacerlo, es que la situación está muy jodida allá—dice para romper el silencio en el que habíamos caído—, solo por ponerle un ejemplo, una caja de huevos está costando allá más de 1 millón de bolívares”. Le pregunto que a cuánto equivale esa cantidad en pesos y me dice que a unos $6000. 

El resto de viaje pienso en los millones de bolívares que puedo gastar en un solo día, y cuántas cajas de huevos podría comprar.

domingo, 22 de abril de 2018

Mar de libros

El primer pabellón al que entro es uno de los más grandes. “¿Por dónde comienzo?” me pregunto. Inquietud que dispara otra serie de preguntas: ¿Estaré desperdiciando mi tiempo en este?, ¿Y si compro libros ahora, pero más tarde, ya sin dinero, encuentro otros mejores, qué? 

Evado las preguntas y me lanzo a hojear libros en ese mar compuesto por ellos. Camino y camino y nada me llama la atención, “¿Estaré muy exigente?”, me pregunto ahora, mientras veo pasar hileras de niños de colegio agarrados de las manos, envueltos en una gritería y con caras que solo expresan felicidad y gozo. 

La escena me hace pensar que quizás estoy exagerando, que me debo relajar y gozarme la feria, y que mejor dejarse llevar por el impulso al momento de comprar algo. 

Llego a un stand que tiene expuestos unos libros bajo el título literatura universal. Una de las mujeres que lo atiende me sonríe. Le pago con el mismo gesto, mientras sigo examinando, una a una, las hileras de libros. “¿Te gusta la literatura universal?”, es la pregunta que me saca de mis pensamientos, “¿Qué es la literatura universal?”, me pregunto, supongo que se refiere a los clásicos de la literatura, que son los que predominan en el estante que tengo enfrente de mí. 

“Si”, respondo tímidamente, y la mujer se queda mirándome como esperando otras palabras…” ¿Cuál me recomienda?”, le pregunto. “Eso mismo le iba a decir”, responde. “Este”, dice, y señala El retrato de Dorian Gray, uno de los tantos libros que, a veces, pienso ya debería haber leído. Mientras diserto sobre eso, la mujer comienza a dar un resumen del libro. No me gusta eso, que me cuenten algo, lo que sea, de un libro, si pretendo leerlo en un futuro, bien sea cercano o lejano. Cuando la mujer, emocionada, termina su sinopsis, le doy las gracias y abandono el lugar. 

Trato de serle fiel a mí conducta de feria del libro, que consiste en dejarme llevar por el momento, en escoger libros a punta de feeling, pero algo ocurre en esta ocasión y ningún libro de los que examino logra captar mi atención. Acudo entonces a una lista que imprimí justo antes de salir de la casa, con títulos que he ido anotando a lo largo del tiempo que me encontré en artículos y que, por algún motivo, me llamaron la atención. 

La tengo en mis manos, pero me enredo con un mapa de la feria, doy menos de tres pasos para mirar otra mesa de libros, y ahora la lista ya no está. Reviso todos los bolsillos: los del pantalón, la chaqueta, la maleta, pero no hay rastros ni de ella ni del berraco mapa, al que le hecho la culpa de mi pequeña desgracia. Me devuelvo por los pasillos del stand a ver si la encuentro, pero no está por ningún lado, se la trago un maldito agujero negro. “Ni modo, me toco confiar en el dios de la incertidumbre”, pienso. Justo cuando voy a abandonar el lugar, veo el papel en el piso, una pequeña victoria.

Ya en otro pabellón, le suelto la lista a una de las personas que atiende. “Mmm déjeme ver” dice el hombre, “Este seguro lo tenemos”, menciona señalando el título con el dedo índice. “Me lo puede mostrar por favor”. “Es que no sé dónde está. Si quiere páseme la lista y miro en el sistema”, responde. 

Mientras el hombre se va a buscarlos, tomo unas hojas grapadas con todos los nombres de los libros que tienen, que el hombre saco de una gaveta. Paso las hojas, pero no me encuentro con nada, y la vuelvo a dejar donde la encontré. Otra vendedora, la toma, me mira con cara de “¿y usted que hacía con esa lista?” y la vuelve a guardar”. Mi tiempo de espera sirve para tomar tres libros. Leo y releo sus contraportadas para decidir cuáles me voy a llevar, pues, según mis cálculos, son dos los que puedo comprar en ese lugar. 

El hombre llega con la novela, Vibrato, y le suma otra variable a mi problema de decisión. Finalmente me llevo el que encontró y uno de Saramago. Otra vez tengo muchos papeles en la mano, aunque ahora estoy completamente seguro de que la lista de libros la tengo en el bolsillo derecho de atrás. 

Al frente veo un stand con muchas mesas y descargo mi morral en una silla para organizar mis compras y papeles. Una señora se me acerca y me pregunta que si sé hablar inglés, que tienen una promoción para mi y que puedo referenciar a otra persona. Por un instante y para quitármela de encima, me dan ganas de ser un cabrón y responderle algo como “Ya lo hablo, muy bien, y todos mis amigos y familiares también”, pero desisto de la conducta y solo le digo: “No, muchas gracias”. Le mujer me sonríe y se aleja sin insistir. 

Llego al pabellón de Argentina, el país invitado, lugar en el que siempre compro una novela de un autor que no conozco. Comienzo a mirar libros y veo unos de Claudia Piñeiro, una escritora que oí mencionar hace unos días. Después de una evaluación somera de sus novelas, tomo la que más me llama la atención y sigo caminando por el lugar. 

Le pregunto a una mujer que  si está atendiendo y me dice que sí. “Estoy buscando una novela, ¿qué me recomienda?”. “Ehhh, mmmm venga por acá”. La sigo y me lleva donde otra mujer. Es pequeña y lleva unas gafas con lentes muy grandes, le explico que es lo que busco. Le doy a entender que quiero leer novela, que hace rato no leo una que me atrape de cabo a rabo. 

“Bueno, empecemos” dice, parece que sabe mucho. La primera que me muestra es una que se llama “Las tetas de Perón”, me explica de qué se trata, pero no me llama la atención. Nota mi desinterés y sigue caminando. Luego me muestra un libro  de una joven promesa de la literatura argentina; una novela, según ella, sobre la vida nocturna, fiestas, drogas etc. La portada es precisa y hace alusión a todos los temas que menciona. La tomo en mis manos, pero es muy delgada y cuesta más de $40.000. Le expongo mi teoría respecto a el precio de los libros, su grosor y/o cantidad de páginas; pienso que una de ese precio debería tener por lo mínimo 300. Me da una respuesta relacionada con las editoriales independientes, y que una de ellas fue la que la públicó, y que esa es la razón del precio a pesar de lo corta. 

Le muestro la de Piñeiro que tengo en mis manos. Me dice que es una buena autora, pero noto, por su tono de voz, que no está convencida. "Mira esta otra, El secreto de sus ojos, me gustó mucho más", dice. Me cuenta que hicieron una película a partir del libro, y me suelta unos datos curiosos acerca de la novela y la película. Me decido por esa. A punto de despedirnos le pregunto, “¿Por qué sabes tanto?”. “Ahh, porque estudié literatura”, responde y luego se aleja mientras le doy las gracias. 

Luego decido ir al pabellón de descuentos. En otras ocasiones he conseguido buenos libros a precios muy bajos en ese lugar, pero me parece que este año está muy malo, lleno de puros libros viejos de páginas amarillentas, que quién sabe cuánto tiempo llevaban pudriéndose en una bodega. 

Apenas entro veo un libro pequeño que se llama “Viajeros”. Lo examino y son relatos de viaje de varios escritores. Lo cargo todo el tiempo que duro en el pabellón, y al final. justo cuando estoy pagando otro libro, decido dejarlo. Uno de los relatos es de Kerouac, autor de “En el camino”, uno de esos supuestos clásicos que uno no puede dejar de leer, pero que no me gustó; de nuevo pienso que, tal vez, mi encuentro con ese libro no se dio  en el momento adecuado.

jueves, 19 de abril de 2018

Hielo

Pertenezco al grupo de los que, apenas se va a dormir, hacen cálculos de cuantas horas de sueño pueden disfrutar. Las supuestas 8 reglamentarias me parecen exageradas, 7 son un lujo, las 6 caminan sobre el borde del cansancio del siguiente día y menos es un atentado contra la paz mental y porque no mundial, pues quién sabe qué cantidad de gente vive emputada porque tiene sueño y se desquita con los demás. 

Lo único malo de dormir es tener que despertarse no de forma natural, sino con una alarma. Es que solo el nombre ya evidencia lo negativo. Los eruditos de la RAE, que me los imagino viejos y desgastados, definen la palabreja como: “Mecanismo que tiene por función avisar de algo”, pero también significa: “Aviso o señal de cualquier tipo que advierte la proximidad de un peligro”. 

Por eso despertarse resulta alarmante, es, guardando las proporciones, como estar en un sauna y de un momento a otro sumergirse en una piscina con muchos cubos de hielo. 

Puede ser que la vigilia, tan cargada de realidad, sea ese peligro que nos advierte la alarma, por eso, a veces, lo mejor es andar dormidos, y es que ninguna chicharra (que buena palabra esta) de despertador, celular, etc. es cordial con el sueño. 

Desde hace unos días decidí volver a conectar un reloj despertador para cambiar el sonsonete de la alarma del celular, que ya me tenía aburrido, por el de una emisora de radio; “Por lo menos me despierto escuchando música” pensé y, hasta el momento, me ha parecido una mejor opción para despertarme. 

Hoy, por ejemplo, la canción que me despertó fue “La Nevera” y me hizo reír. Cuenta las desgracias de un hombre que tiene la nevera pelada, pero recapacita y cae en cuenta de que por lo menos tiene nevera  y que puede hacer hielo.

miércoles, 18 de abril de 2018

Música clásica

Es medio día y la orquesta, alrededor de 30 músicos con instrumentos de viento, percusión y cuerdas, está ubicada sobre una tarima con una carpa blanca. El día es gris y parece va a llover, pero poco a poco el público comienza a aparecer y las personas se sientan en unas sillas Rimax blancas y desgastadas, ubicadas en varias hileras enfrente del escenario. 

El director, un hombre canoso, calvo y con pelo a los costados de la cabeza se ubica en frente de un atril y mueve la batuta para iniciar la primera pieza que es de música clásica y dura poco. Luego anuncia el nombre del compositor europeo de la segunda, y llama al frente a una solista de clarinete. La pieza comienza y la mujer desliza sus dedos por el instrumento con mucha agilidad y realiza unas escalas velocísimas. 

Una de las mujeres de la orquesta que toca el fagot, ocupa una de las primeras filas, su pelo es verde de la mitad para abajo; me la imagino tocando bajo en una agrupación de metal, me pregunto si existirá alguna relación entre ambos instrumentos. 

Cada vez más gente llega a la plazoleta; destinan parte de su hora de almuerzo a presenciar el espectáculo. Parece que es muy difícil negarnos a esos espacios que quiebran nuestra rutina, y estamos dispuestos a vivir lo que sea con tal de que nuestro día no sea una repetición del anterior. Hay de todo: oficinistas con vasos de café en sus manos que aminoran su paso hasta que se acoplan a la audiencia del concierto, personas que hacen vueltas por el sector, parejas de viejos, niños, etc. 

La mujer del clarinete termina su presentación y se devuelve a su puesto. La nueva pieza que comienza es un arreglo de son cubano. Es agradable y después de varios minutos es el turno de unos músicos para hacer solos con su instrumento. El primero que pasa al frente es un hombre con una flauta traversa, de inmediato viene a mi mente Jethro Tull, y supongo que el músico es un gran admirador de ese grupo; luego pasa un hombre con un saxofón, al rato otro con una flauta pequeñísima, que no se como se llama, pero que es perfecta para lograr tonos muy agudos y el que cierra es un trompetista que entra como con pasos de elefante, por la potencia de su instrumento. Al final encarrilan la pieza hacia un merengue que termina en un beat muy acelerado. 

Se supone que ese era el fin de la presentación, pero el público se pone de pie y comienza a aplaudir; algunas personas gritan: ¡Otra!, hasta que los músicos vuelven a tomar asiento y el presentador dice que van a tocar “Prende la vela” de Lucho Bermúdez.

martes, 17 de abril de 2018

Sombra

Catalina publica videos; son grabaciones cortas en las que narra episodios de su día a día. Tiene pelo negro largo y una cara con buena simetría, es decir, es bonita, pues dicen que lo que realmente nos atrae de otra persona son las distancias entre los órganos que componen la cara y su distribución en la misma, como quien dice que uno no vaya a ser un cuadro de Picasso. 

Dice que es domingo, pero es imposible saber si dice la verdad, supongamos que sí. Cuenta que son las 5 de la tarde, esa hora en que la tarde se perfila hacia ese momento en que dan ganas de pegarse un tiro; también, hace unos años, en una conferencia sobre búsqueda de trabajo, el expositor dijo que los Domingos en la tarde es cuando se presenta el índice más alto de suicidios, pero mejor sigamos hablando de Catalina.

Ella, en sus videos, es de esas personas que nunca parece estar triste. Siempre habla con una voz animada, como si su audiencia fuera tarada o niños menores de cinco años. Abre los ojos y dice que un fulano la llamo, “Me llamo hoy domingo a las 5 para invitarme a salir, ¿lo pueden creer?” Me hago la pregunta y sí lo creo. Luego de eso Catalina dice ¿y ahora que hago con estas ojeras? Y se las señala, yo no las veo, pero se supone que ahí están y que son toda una desgracia.

Ahora saca un tubito y lo acerca y aleja de la pantalla varias veces. Luego dice: “No hay problema, pues tengo esta Sombra marca ”ihuyfguygus” que lo va a solucionar todo. Luego se la aplica y ¡Charán! Sus ojeras desaparecen, como por arte de magia; se edita eso de su apariencia que odia o, que cree, los otros odian. Yo sigo sin verlas, y no sé si es porque desaparecieron gracias a la sombra o no existían desde un principio. 

lunes, 16 de abril de 2018

Limpiar las gafas

El año pasado compré gafas, pues llevaba un montón de tiempo con las viejas y la fórmula ya necesitaba un reajuste. Cuando me las entregaron en la óptica, la mujer que me atendió me las hizo poner para ver que tal las sentía. Luego se las pasé y me mostró cómo las debía limpiar. “¿Pero qué ciencia tiene acaso limpiar los lentes de unas gafas?” me pregunte, mientras la mujer les pasaba un trapo y me decía: “solo debe mover el trapo en una sola dirección, sin hacer círculos, para no rayar el lente” 

Las primeras semanas las limpié como me indicó la mujer, despacio, con un movimiento en una única dirección y con mucho cuidado, pero después de un tiempo me aburrí de tanta parsimonia y las comencé a limpiar en círculos, incluso, cuando estoy acostado leyendo, no con el paño sedoso del estuche, con mi camisa. 

¿Cuánto tiempo de mi vida me quita la actividad de limpiar las gafas?, seguro muy poco, entonces ¿Por qué no lo hago de la manera que se supone es la más adecuada? Porque yo, como muchos otros,  soy feliz tratando de ahorrar tiempo, de simplificar las cosas. Por eso desconectamos la USB sin expulsarla, ¿qué si se daña?, que importa, compramos otra y ya está. También, por ese afán incomprensible de vivir a toda velocidad, cruzamos las calles cuando el semáforo esta en verde, pues alegamos no tener tiempo, como si fuera algo que pudiéramos meter en una maleta.  Quién sabe que otra cantidad de actividades las hacemos como si la vida se nos fuera a acabar.

¿Y qué tal si un día de estos la vida se nos va, por apresurarnos al momento de limpiar las gafas?

domingo, 15 de abril de 2018

Abuelita

Escucho a los carros pasar con ese particular sonido que hacen las llantas sobre el pavimento mojado, mientras una niña, a la que no le pongo más de cinco años grita: “¡Abuelitaaa!, ¿Por qué abuelita?”. 

¿Qué le ocurre?, ¿Qué le está haciendo su abuelita?, ¿qué le paso a su abuelita? ¿será que se desmayó a causa de un paro cardíaco y su nieta llora desconsolada a su lado al no saber qué hacer? “Qué le importa?” podrá preguntar usted, estimado lector, y tiene toda la razón para hacerlo. No es que me importe, sino que por naturaleza somos curiosos, pues es una condición necesaria para sobrevivir; siempre andamos tras la búsqueda del significado de los eventos que ocurren a nuestro alrededor, por más simples que parezcan. 

Los gritos me hacen acordar de mi abuela materna, que era a la que veía con mayor frecuencia, pues la paterna vivía muy lejos y murió cuando yo era pequeño. Nunca tuve une relación cercana con mi abuela materna, a diferencia de unos primos que vivieron con ella y para quienes fue una persona muy importante en su vida. De ella recuerdo como movía con el pie a “Ita” una perra Cooker Spanish que se echaba en el piso al lado de ella a descansar, y cuando mi abuela se iba a parar, casi siempre le bloqueaba el paso, por lo que metía uno de sus pies debajo de ella y la movía, delicadamente, como arrastrándola por el piso, mientras decía “eche pa allá”. 

También recuerdo esas veces que entraba a la cocina y salía con las manos debajo de los sobacos. “Mamá, qué lleva ahí?”, le preguntaba alguna de sus hijas. “Nada mija”, respondía ella mientras se alejaba rápidamente. Lo más probable era que llevara un pan en una mano y en la otra un bocadillo. Ella era diabética y tenía una dieta muy estricta y de vez en cuando hacia esas trampas. Cuando ya estaba bien viejita, sufrió unas complicaciones respiratorias y cardiovasculares y quedo postrada en una cama por cuatro años, hasta que su cuerpo no aguantó más. En lo que duró en ese estado, recuerdo como cuando alguien hablaba en la habitación, ella seguía el sonido de la voz con sus ojos, dos pepitas negras que se movían a toda velocidad, y que hacían pensar que ella estuviera al tanto de la conversación. 

Carolina, Una amiga que fue muy apegada a su abuela, porque también había vivido mucho tiempo con ella, hace un tiempo me contó que su abuela falleció y que ella y su hermano sufrieron mucho con su muerte, pues duro una temporada larga en el hospital con muchos altibajos de salud, y en una ocasión su hermano tuvo que ver cómo, un equipo de médicos y enfermeros, la revivieron. 

La niña ya dejó de gritar. Nunca vamos a saber que fue lo que le hizo su abuelita,  y/o lo que ocurrió a ambas.

viernes, 13 de abril de 2018

Fiesta

Supongo que muchos de mis contemporáneos, al igual que yo, tuvimos una época en la que no queríamos quedarnos en casa un viernes por la noche, y considerábamos obligatorio salir de fiesta. Después de unos años de ese frenesí de rumba, las ganas caen en picada. 

No me imagino, por ejemplo, salir de fiesta hoy con el clima tan horroroso que está haciendo, usted ya sabe estimado lector, uno de esos días de lluvia eterna, que cae no copiosamente, porque la palabra se queda corta, sino, más bien, con rabia. 

“Fiesta” es también el título de una novela de Hemingway que leí hace mucho tiempo porque una mujer me la recomendó, precisamente en una fiesta. Ella, si no estoy mal, había terminado en el bar por el primo de la hermana del amigo del novio de la amiga del colegio, que conocía al homenajeado de esa noche de rumba. 

En medio de los tragos y la algarabía nos pusimos a hablar y resultó que también le gustaba leer. Creo que me sentí ligeramente atraído hacia ella (en esa época era algo blandengue sentimentalmente hablando, y el simple hecho de que una mujer compartiera mi gusto preferido, me hacía pensar que me gustaba). 

Pero no dejemos que el post se descarrile y volvamos a la “Fiesta” de Hemingway. Luego de su recomendación, apenas acabé la novela que estaba leyendo, me la compré, pues pensé que iba a ser uno de esos textos reveladores y/o que cambian la vida, debido al entusiasmo con el que la mujer me había hablado acerca de la novela. Luego de terminarla, no me pareció nada del otro mundo; tal vez eso se debió por el momento en el que llegó a mi vida, pues bien sabemos que el significado e impacto que los libros tienen  en uno cambia, al tiempo que lo hacemos nosotros, con el pasar de los años.

En un artículo de prensa de 1981, titulado “mi Hemingway Personal”, García Márquez a sus 28 años, relató una ocasión en la que, “con una novela publicada y un premio literario en Colombia, pero varado y sin rumbo en Paris”, según sus propias palabras, vio al legendario escritor norteamericano, que acababa de cumplir 59 años, caminando junto a su esposa por la acera opuesta. En medio del éxtasis que le produjo el avistamiento, solo atinó a gritarle “Maeeestro”, a lo que Hemingway le respondió con un saludo con la mano, y las palabras: Adióoooos Amigo”. 

En el artículo Márquez también habla de que Hemingway era un monstruo para escribir relatos cortos, pero que algo fallaba en su técnica en los relatos de largo aliento; que uno podía diseccionar sus cuentos y asombrarse con la manera en que todas sus partes habían sido escritas para acoplarse de manera perfecta, como el engranaje de un reloj, al contrario de sus novelas que, al momento de someterlas a ese mismo estudio riguroso, resultaban ser “cuentos desmedidos a los que le sobran demasiadas cosas”. 

No creo que mi yo lector de ese entonces hubiera precisado lo mismo que el Nobel colombiano, sino que simplemente no me gusto y ya. A ella, la mujer que conocí en la fiesta, el libro la había tocado profundamente por alguna razón: un recuerdo, una experiencia, la relación con un personaje, vaya uno a saber qué cosa en particular. 

Recuerdo también como La Metamorfosis de Kafka se me apareció el año pasado de diferentes maneras y la volví a leer. Quizá haga lo mismo, este año, con la novela de Hemingway.

miércoles, 11 de abril de 2018

Libros sin dueño

Alguna vez leí, no recuerdo si en una novela o un artículo, sobre un libro usado que pasaba de persona en persona, y quien lo recibía tenía como condición no romper la tradición,   y entregárselo a otro lector al terminarlo, no sin antes dejar constancia, en una de las páginas del libro destinada a eso, en qué lugar geográfico (país, ciudad, provincia, etc.) había sido leído; así la nueva persona que lo recibía, adicional a la lectura, se sentía a la vez parte de un viaje, promotor de una aventura, y se creaba, de alguna manera, un lazo fraternal entre los lectores del libro. 

El año pasado, el 24 de diciembre, compré el libro de las Notas de prensa de Gabriel García Márquez en un mercado callejero, y las páginas del libro, que alguna vez fueron blancas, ya comienzan a tomar un color amarillento, y parece que dentro de poco se va a descuadernar.

¿Quién lo leyó?, ¿quién lo vendió o donó?, ¿por cuántas manos pasó antes de llegar a las mías?, me pregunto. Reviso el libro con la esperanza de encontrar una nota de alguno de sus anteriores dueños, pero no hay nada, solo tiene una anotación a lápiz en la primera página, y es el precio que, supongo, anotó el librero callejero. 

¿Por qué no pasar los libros a alguien, una vez los terminamos de leer? Como a todos los que les gusta leer, comparto ese placer casi enfermizo de atesorar libros, pero no lo entiendo;  supongo que está ligado a esa compulsión enfermiza por comprarlos, aun cuando tenemos varios en cola pendientes por leer.

Sería una especie de trueque eterno, de uno de los objetos más fascinantes que ha creado la raza humana.

martes, 10 de abril de 2018

Cueva

Hay días en los que no abre las persianas y su cuarto se sume en una penumbra acogedora. Suelen ser días fríos en los que el sol no existe y un cielo encapotado despliega toda una gama de grises; son días, también, en los que el frío parece penetrar hasta los huesos. 

Le gustan esos días, pues suelen venir acompañados de una tranquilidad abrumadora, como si la banda sonora fuera Three Little birds de Bob Marley. 

Su mente trabaja a toda marcha, pero no patina en ninguno de los pensamientos que llegan: imágenes, recuerdos, anhelos, que se presentan en ráfagas desordenadas, imágenes inconexas que se evaporan igual de rápido como aparecen. Siente que es como estar y no estar presente, como acción, pero sin ninguna reacción.

A veces piensa que, en uno de esos días, en medio de ese estado de presencia y tranquilidad absoluta, va a dar con un párrafo o línea inicial, como el de Ana Karenina o La Metamorfosis, el comienzo de una gran novela que lleva oculta y que está esperando el momento preciso para salir a la superficie la consciencia, pero, como ya sabemos, no le hecha tiza a ese asunto tampoco; es como si la pregunta que me lo acompañara en esos días fuera “¿Qué tal si?”, esa sencilla indagación que abre un resquicio en cualquier barrera de escepticismo, por el que se cuelaun rayo de esperanza.

En esos días también le gusta imaginar que está solo, que no hay ni una sola persona en varios kilómetros a la redonda, pero no es una soledad melancólica, sino, digamos, necesaria. Una de las pocas cosas que le hacen compañía es la luz de su lampara preferida, que crea sombras con los objetos que se encuentran encima del escritorio: Un pocillo con restos de café, iguales de frio que el día, y un montículo de libros y papeles en desorden, que quien sabe hace cuanto no revisa. 

Recuerda que alguien le contó que Rushdie, en sus inicios como escritor, escribía en un ático, y que cuando retiraba la escalera de mano y cerraba la trampilla, se quedaba solo en una cueva triangular de madera.

lunes, 9 de abril de 2018

Cuento al vacío

“Muchas gracias por su participación, recibimos más de 100 
Cuentos. Preseleccionamos cinco, que fueron 
enviados al jurado calificador” 

Ese es el mensaje de agradecimiento que me llegó por haber participado en una convocatoria de cuento. En esa palmadita virtual en la espalda, venían los nombres de los cinco primeros puestos y un link con el cuento del ganador. 

“¿De qué quedó mi cuento?, ¿Hace parte de un montón que no merece ser ranqueado?”, me pregunto, pero eso, a la larga, no debería importarme. 

Doy clic en el link y leo el cuento ganador, pretendiendo identificar que fue lo que le falto al mío. Al principio no me parece nada del otro mundo, pero llego a la conclusión de que es pura envidia. Lo vuelvo a leer y el cuento es bueno, está muy bien escrito. Trata de una amistad entre dos hombres, y uno de ellos está en su lecho de muerte. ¿Habrá sido ese factor emocional lo que le hizo falta al mío?, ¿El conflicto que planteé fue muy soso, falto de, digamos, sabor, o acaso el punto de vista que seleccione, esa tercera persona que se las sabe todas, fue el inadecuado? 

Puede que sí o puede que no, tal vez me faltó tiempo de planeación, pues lo envié justo faltando 10 minutos para que el día se acabara y no trabajé en él más de una hora, pero de pronto eso son puras excusas que me invento y simplemente el texto que produje ese día no fue bueno. 

Creo que a veces eso ocurre con la escritura. Hay días en los que los textos fluyen más fácil, como si fueran bellos antes de ser escritos o tecleados, es decir, como si ya existieran en algún lugar al que, en ocasiones y con algo de fortuna, logramos acceder, pero hay otros días, como me dijo un joven novelista una vez, que uno solo escribe popó. Tampoco creo que una situación sea la buena y la otra la mala, pues todo intento de escritura, por más simple o desatinado que parezca, siempre será válido. 

Imagino al ganador trabajando en su texto poco a poco, quitando y añadiendo palabras todos los días, puntuándolo de mil maneras para dar con el ritmo adecuado, esculpiéndolo  poco para lograr su forma final. 

También debemos tener en cuenta que existen aquellos a los que esto de escribir se les da de forma natural, que incluso cuando redactan una lista de mercado, parece que fuera un poema.

domingo, 8 de abril de 2018

Existencialismo

Hace unas semanas me dio una crisis de existencialismo, de pronto es exagerado llamarlo de esa manera y fue mera pendejada mía, pero uno tiende a agrandar lo que le pasa. 

En esos días comencé a cuestionarlo todo; a cualquier tema que aparecía en mi cabeza, lo puntuaba con una coma a la que le seguía la pregunta: ¿para qué? 

El viernes pasado, tomando cerveza con unos amigos, les pregunté, en medio de una discusión de temas, digamos, poco profundos, pero que suelen ser los más importantes, que si, a veces, no se ponían en extremo existenciales. 

“¿Cómo así?”, me pegunto uno. “Pues sí, a veces no les parece que nada tiene sentido y sienten ganas de cuestionarlo todo” respondí. Todos casi al unísono respondieron: “ahh si, claro”, como si fuera lo más normal del mundo. 

“Esa es una de las razones por las que Lucia y yo no queremos tener hijos”, No nos parece bien tenerlos y sentirnos así”, concluyó el primero que había hablado. 

Dimos otras opiniones sobre el tema y me preguntaron que qué había hecho para salir de ese estado. Les dije que traté de no echarle mucha cabeza al asunto, sino más bien apostarle al importa culismo; que seguí el consejo de otra amiga que está buscándose en un viaje, que no sabe si tiene fin, en otro país. Ella me dijo que enredarse la cabeza con esas preguntas, sólo lleva a que surjan infinidad más, relacionadas con: éxito, libertad, expectativas, etc. que solo nos llevan a lugares muy oscuros y empantanados de nuestra mente.

Ahí se acabó nuestra discusión, y continuamos con otra relacionada con el top 5 de los mejores discos de rock, libros, películas y canciones de toda la historia.

jueves, 5 de abril de 2018

Enemigo

Al entrar al lugar, las personas, 2 hombres y una mujer, ya hablan animadamente. No los conozco, pero los saludo y ellos también lo hacen entre sonrisas y gestos cordiales, tal vez invitándome a entrar en la discusión, pero mi yo huraño se antepone y me obliga a sentarme apartado y a sumergirme en la pantalla de mi celular. 

Después de un par de minutos venzo mi actitud de “no me jodan” y me acerco al grupo, que de nuevo me recibe con gestos amables. Saltan de un tema a otro rápidamente, sin llegar a ninguna conclusión, solo botan ideas o puntos de vista, pero sin intentar imponerlos ante los demás. Trato de acoplarme a la dinámica de conversación lo mejor posible. 

En cierto momento hablan de un personaje público y la mujer dice que lo detesta, que es un ridículo y expone sus razones para tildarlo de esa manera. Meto una cucharada de palabras en la conversación, y le digo lo que pienso: que la persona de la que habla no debería actuar de la manera en que lo hace, pero que está en su libre derecho de hacerlo. 

La mujer calla por unos segundos, mientras parece masticar mi opinión frente al tema, y arranca de nuevo a despotricar: “pero es que ese hijue…”, Uno de los hombres interviene. Tiene voz grave y habla con una forma pausada que hace parecer que lo que está a punto de decir es importante y que es mejor ponerle toda la atención posible. 

“Pero mira”, comienza a hablar, “¿Para qué te estresas de esa manera, uno va por ahí clasificando enemigos y estos, en toda su vida, nunca se enteran cómo nos sentimos hacia ellos”, hace una pausa y luego concluye, “¿no te parece?, yo siempre he dicho algo, a quien consideres tu enemigo ignóralo o atácalo, pero no lo sufras”.

miércoles, 4 de abril de 2018

Tropezón mortal

10:30 p.m. marcan el reloj del computador y el del celular. No sé para que miro uno después del otro; creo que para ver si la diferencia horaria que espero encontrar sea una especie de fuente mágica de las palabras que van a conformar este post, porque volvemos a lo mismo: no sé sobre qué escribir, y a ese estado lo acompaña un ligero dolor de cabeza y  también algo de sueño; quizá lo primero se deba a la falta de lo segundo, y la escritura les hizo pistola a ambas cosas. 

No quiero caer en el ritual de búsqueda de escritos reciclados, además no recuerdo ninguno en este momento con el que pueda hacer “trampa”, es decir, editarlo y publicarlo como si nada, igual, ¿qué más da?, es imposible que usted, estimado lector, se entere de eso y, segundo, que le de alguna importancia. 

Hace un par de horas, mientras caminaba de vuelta a la casa, envuelto en un aire frio y pensando como utilizar el paraguas que llevaba como un arma de defensa, en caso de que me abordaran unos asaltantes, traté de dar con un tema sobre el cual escribir. 

Al cruzar una calle me tropecé con un andén, y mientras trastabillaba, me encanta esa palabra, pensé que me iba a estrellar con el suelo. En esta ocasión logre mantenerme de pie y seguí caminando, después de insultar al andén, mi pie, al universo, a aquella deidad encargada de repartir los tropezones entre los humanos. 

¿Qué tal que ese hubiera sido el último momento de mi vida? Sé lo que puede estar pensando: “Que tipo tan trágico, solo fue un tropezón”, pero ¿y si no me hubiera logrado reincorporar, he ahí otra palabra que me gusta, y mi cabeza en la caída, hubiera impactado un muro de ladrillo pequeño que estaba cerca del andén?

Parece que andamos muy tranquilos por la vida con ínfulas de inmortales y, muchas veces, vemos la muerte como un evento lejano, algo que no es con nosotros, quizá por eso es que nos da tan duro cuando la experimentamos de cerca de alguna manera; pero ahí esta, paseándose en frente de nuestras narices. Me pregunto, ¿cuántas veces la habremos esquivado sin darnos cuenta? 

martes, 3 de abril de 2018

El japonés

Mi padre estudió el colegio en un internado. Cuenta que, en sus últimos años de estudio en ese lugar, hubo una fiebre por el ajedrez entre los alumnos. El aprendió a jugarlo, y cada vez que iba de visita a la casa le preguntaba a mi abuelo que si quería jugar. 

La primera vez, el abuelo le dijo que si y, al considerarlo un rival inferior, le cedió las dos torres. A pesar de la supuesta ventaja, mi padre perdió la partida. 

Mi papá no perdió el interés por el ajedrez, y se hizo amigo de otro estudiante que era muy bueno. Juntos conformaron una dupla de juego y se batían ante los mejores jugadores del colegio, incluidos profesores. Su amigo era el encargado de llevar la partida, y mi padre lo aconsejaba, según él, cuando iba a cometer una bestialidad. 

Después de esa alianza, las veces que mi padre le pidió al abuelo que jugaran, este nunca le volvió a dar ningún tipo de ventaja. 

Tiempo después, en su colegio, apareció el japonés. Lo llamaban así porque tenía los ojos achinados. Al japonés también le gustaba jugar ajedrez y andaba de arriba a abajo por el colegio con un set del juego debajo del brazo, desafiando a todo aquel que se le cruzara en el camino. 

Un día mi padre se lo encontró subiendo unas escaleras mientras él bajaba. El japonés lo abordo: 

“Mono, ¿usted sabe jugar ajedrez?” 
Pues sé mover las fichas” 
“Venga le doy su mate”, le dijo el japonés. 

Se sentaron en las mismas escaleras y el japonés abrió un estuché que contenía las fichas y que, a la vez, se convertía en tablero. 

Con los primeros movimientos que hizo el japonés, mi padre se dio cuenta que su rival hablaba más de lo que en verdad jugaba, y fue llevando la partida tranquilo, hasta que le hizo un jaque doble con un caballo. 

Por la disposición de las fichas sobre el tablero, el jaque era muy obvio, pero el japonés actuó como si nada y cuando iba a mover un alfil, mi padre le dijo. “Un momento maestro, su anciano está en Jaque”. 

“¡Pero usted no dijo la palabra jaque! Exclamó el japonés y, muerto de la ira, le lanzó un puño a mi padre, que él, con la habilidad de un jugador experimentado de ajedrez, esquivo y aterrizó en su clavícula.

lunes, 2 de abril de 2018

Carolina

Caí en esto de los blogs por allá en el 2006, época en la que todavía se utilizaba la línea del teléfono, con su particular sonido de ultratumba, no se me ocurre otro término, para conectarse a Internet. 

Uno de los primeros blogs que leí fue el de Carolina y su post de mis 100 más, una entrada común en ese entonces, donde las personas listaban 100 cosas de su vida: gustos, aficiones, caprichos, en fin, lo que fuera. Me pareció una buena manera de poder saber de alguien sin haberlo visto ni una sola vez en la vida. 

Carolina tenía una foto en su blog y me parecía muy bonita. Lo que más me gustaba de su cara era su nariz, respingada y de curvas perfectas. En su blog tenía la misma cajita para poner mensajes que hoy tiene el mío, que ahora solo está llena de spam. Si no estoy mal, la saludé por primera vez, con un mensaje que dejé en su caja, luego intercambiamos correos y mi pretexto para conocerla fue precisamente la cajita de mensajes. Yo, que era un primerizo en el mundo de los blogs, no tenía ni idea como insertarla, así que le pedí ayuda. 

Después de unas semanas de intercambio de correos, Carolina me invitó a su casa para que configuráramos la cajita de mi blog. Ella vivía con su mamá y un hermano, en una casa muy grande. El día que fui, apenas entré me pareció que tenía miles de habitaciones a las que se debía llegar por una escalera de madera que estaba recién brillada. 

Ella salió a recibirme y cruzó unas palabras con su mamá, que estaba en una especie de sala de estar, antes de que subiéramos a su cuarto. Apenas entramos a su habitación, ella me hizo sentar enfrente de su computador para que abriera mi blog, no si antes, configurar un setlist de música en el que predominaba Orishas, uno de sus grupos preferidos. 

El truco de la cajita consistía, únicamente, en copiar unas líneas de código de una página e insertarlas en la sección de ajustes del blog, y la cajita aparecía como por arte de magia. El poco tiempo que duro el proceso nos la pasamos charlando y cuándo terminamos le dije que si quería tomarse una(s) cervezas. 

Carolina acepto y fuimos a un barsito que quedaba cerca a su casa. Ya en el lugar, con la luz de una vela iluminando la mesa, nos entendimos bien, muy bien. De vuelta a su casa, cual escena de película romántica, caminamos tomados de la mano por un sendero de ladrillos, con árboles a ambos costados. 

Después de ese primer encuentro, nos volvimos a ver solo dos veces, cada una muy espaciada de la otra. 

Hoy, de un momento a otro, apareció en mi cabeza. Intenté buscar su cuenta de twitter, pero se me borró por completo de la cabeza. ¿qué será de la vida de Carolina?

domingo, 1 de abril de 2018

ERROR 404 NOT FOUND

A veces, cuando mis niveles de amargura son elevados, me indigno con lo que algunas personas postean en sus redes sociales. Es una actitud casi instantánea: despotrico de él porque se chequea en algún lugar, de ella porque le toma fotos a platos de comida, de ese(a) que no tengo idea quién es pues, considero, publica puras pendejadas. Otras veces, la actitud no solo se presenta en el mundo virtual.

No me gusta caer en ese estado. Se me ocurre que el acto de juzgar abre una rendija en nosotros, por la que se comienzan a colar sentimientos desagradables: odio, tristeza, rabia, etc. que nos joden la cabeza y la habilidad para entender, de forma sincera, lo que ocurre a nuestro alrededor

Una vez estaba almorzando con una buena amiga y comenzó a hablar mal de alguien o de algo y yo le dije que no juzgara. Me mando a comer mierda y me dijo que todo el mundo lo hace, que es nuestra programación por defecto y que para qué iba a ponerse a gastar energías suprimiendo esa actitud. No recuerdo cual fue el argumento de su respuesta, pero preferí callar y al rato cambiamos de tema. 

¿Será verdad eso? ¿Tenemos la batalla contra el juzgamiento perdida?  ¿Será que cuando nuestra mente no acepta como nos sentimos, algo que vemos y/o escuchamos; eso que atenta contra nuestra “verdad”,  la cabeza simplemente actúa como un navegador de Internet que no encuentra una página y caemos en un error de “not found”? 

Imagino que juzgamos porque nos sentimos perdidos al no entender por qué las personas actúan de determinada manera. Desubicados y todo seguimos juzgando, para nunca poder encontrarnos.