lunes, 31 de diciembre de 2018

El columpio

A pocas horas para que acabe el año. veo a una niña rubia y pequeña, no debe tener más de 4 años, que lleva puesto un saco azul abierto, una camiseta rosada, blue jeans, y zapatos también rosados; meciéndose en un columpio. Sus manos se agarran de las cadenas como si su vida dependiera de ello; no parar de reír y le exige a su mamá que cada vez la empuje  más fuerte. 

Si uno se fija bien, un columpio es de lo más ridículo: ir de atrás hacia adelante, mecerse porque sí, porque no hay nada más que hacer; simplemente estar ahí, presentes, yendo y vieniendo. Pero ¡joder! (Y pido permiso a los españoles para usar su expresión, pero es que la siento muy apropiada para la frase) es que precisamente de eso se trata, ¿no? Aparte de no ser niño, se me debe hacer zonzo el columpio, pues estar, solo estar, sin esperar nada a cambio o que algo ocurra, es algo que, me atrevo a decir, nos cuesta. 

El columpio, La niña, o ambas cosas, me hacen pensar en el fin del año, y lo sobrevalorado que está. La verdad es una fecha que encuentro aburridora, y a la que, creo, se le da mucha importancia, sin realmente merecer tanto bombo, tanta preparación, tanta nostalgia, tanto alboroto, pues dentro de pocos días vamos a volver a lo mismo, a nuestras rutinas. 

Siempre fantaseo con que, de repente, todo cambie del año viejo al año nuevo, poder disfrutar de otra vida a las 00:01, y no necesariamente una repleta de lujos y riquezas, sino en verdad hacerle honor a la frase: “año nuevo, vida nueva”. 

De pronto me complico demasiado la existencia, al renegar de la rutina y desear cosas imposibles. Quizás, solo quizás, la vida está diseñada a manera de columpio, un ir y venir, en apariencia, sin sentido; días que se repiten uno detrás de otro, con cambios tan pequeños que resultan imperceptibles. 

El truco, entonces, debe estar en aprender a sacarle el jugo a ese vaivén “eterno” que es nuestra existencia, como cuando los niños se montan en un columpio. 

domingo, 30 de diciembre de 2018

La loca de la casa

El cuerpo la casa; la loca, la cabeza.

La Loca de la casa es un libro de Rosa Montero, una escritora española que conocí gracias a Millás. Supe acerca de Millás por su libro de Articuentos completos, que compré a la ciega en una feria del libro, luego de leer un pasaje que me hizo reír mucho. En un principio, no sé por qué, pensé que solo escribía columnas, pero luego me enteré de que también escribía novelas. Desde ahí comencé a devorar toda su obra, junto con sus columnas de el diario El País.

Un día decidí ver quiénes eran los otros columnistas de ese diario y entre ellos me encontré a Rosa Montero y Javier Marías. Leí algunas columnas de Montero y me encantaron, busqué sus novelas y la primera que leí fue El peso del corazón, la segunda de la saga de la detective Bruna Husky. Me encantó. Luego leí la Ridícula idea de no volver a verte, La vida desnuda, un compendio de sus artículos, y también me parecieron increíbles. Me gusta mucho como escribe Rosa Montero, la forma en que narra y ve la vida; le deseo larga vida.

Hoy terminé un libro, y mañana, como vengo haciendo desde hace un par de años, pienso cerrar este dedicando unas horas del día a leer. El libro que había escogido para mi ritual de fin de año había sido la Loca de la Casa, que no es una novela, sino un texto en el que la escritora española habla acerca de su profesión, de qué significa escribir para ella, la fantasía, en fin, el arte de crear.

Ayer lo comencé a leer en la madrugada y, como lo esperaba, me gusto, pero hoy decidí, con ayuda de la cabeza que esta loca, cambiar esa lectura por otra, pues quiero sumergirme en una historia, leer novela pura y dura. 

No pienso cambiar de autora, y si mi cabeza no tiene otro capricho de último momento, creo que voy a leer Historia del Rey Transparente, de la que un lector, hace poco, le dio las gracias a la escritora por Twitter, diciéndole que esa novela había marcado un antes y un después en su vida.

viernes, 28 de diciembre de 2018

La señora del ascensor

Ayer compré un six pack de cerveza. Lo llevaba en la mano y al momento de subir al ascensor, me encontré con una señora a quien, según parece, muchos residentes del edificio odian. 

A mí no me cae de maravilla, pero ni me va ni me viene. Me han dicho que jode mucho, que es de las que le pone pero a todo, pero a mi no me consta. Si algo me incomoda es que siempre está sonriendo, pero es una sonrisa extraña, forzada, una que esconde quien sabe que tipo de pensamientos y juicios. Me recuerda a una caricatura de Walt Disney en la que un caballo sonreía de manera hipócrita. 

Cuando me subo a un ascensor, a menos de que conozca a alguien, no me gusta hablar adentro de esos aparatos; así que  de acuerdo con lo lleno que esté, y de cómo haya quedado ubicado, guardo silencio mirando un punto fijo, el que sea. Una buena opción para evitar hablar es quedar de ascensorista, y como uno está ocupado oprimiendo el botón de cerrar o abrir la puerta, parece que la gente no intenta entablar conversación con uno. 

Ayer solo íbamos la señora y yo. Luego del saludo, marcamos los pisos en el tablero y justo después la señora dijo en voz alta:“¡Huy!, ¿dónde es la fiesta?”. Haciendo referencia al six pack. ¿Por qué me habló?, ¿qué necesidad tenía de hacerlo? Sonreí incomodo, le respondí cualquier bobada y guarde silencio hasta que me baje. 

Hoy, una amiga me regalo una botella de vino, y otra. la dueña de casa, me pregunto que si quería una bolsa para llevarlo. Le dije que sí, y me dio una de Juan Valdez. 

No sé qué carajos espera el destino, la vida o el universo de mi, pues hoy, apenas llegué al edificio, de nuevo me encontré a la señora, con la cartera al hombro y las llaves del carro en una de sus manos, tomando el ascensor. Nuestro encuentro fue casi una copia del de ayer, saludo, sonrisa extraña, etc. 

Hoy clave la mirada en un punto fijo del suelo. Va a hablar, fijo va a hablar, y tómalo, ocurrió. La mujer se fijó en la bolsa de Juan Valdez y, a modo de chiste, dijo: “Ahhh ya veo un día es licor y al otro café; para balancear,  ¿cierto?”. Sonreí de nuevo, sí, todo un hipócrita, pero como les decía la mujer ni me va ni me viene, y pues tampoco se trata de hacerle mala cara o decirle “no sea sapa”; de nuevo respondí cualquier cosa, intentando que el fin de mi respuesta coincidiera con el momento en el que debía abandonar el ascensor. 

Si me la vuelvo a encontrar en los próximos días, pienso subir por las escaleras.

jueves, 27 de diciembre de 2018

Héctor

En la mañana, cuando voy a salir del edificio, la puerta la abre un celador nuevo y joven. Le pregunto su nombre y me da también su apellido; solo se me graba el primero, Virgilio, que considero sonoro. 

También le pregunto que si lleva mucho trabajando en el edificio; me dice que no, que solo está haciendo un remplazo. 

“¿De quién, Christian?”, le pregunto. Me dice que no, mientras intenta recordar el nombre del celador al que está remplazando. No lo logra y busca un papel que tiene a la mano. “Héctor”, responde. “Y eso, ¿está de vacaciones?”, pregunto. 

De inmediato visualizo la cara de Héctor. ¿Qué sé acerca de él?, la verdad muy poco, por no decir nada, pero es un hombre de sonrisa eterna, una de esas personas que dan buena espina. 

Es hincha del deportivo Tolima, y de las pocas conversaciones que sostuve con él, la mayoría  trataban sobre su equipo, en preguntarle cómo iba, qué tal le había parecido el partido del fin de semana. Sus respuestas siempre llevaban sonrisas y risas atravesadas; es un un tipo muy alegre, de esos que le ve el lado bueno a todas las cosas . 

“No—responde Virgilio cortando mi chorro imaginativo—, tuvo un accidente en la moto. Esta en la UCI”. Le pregunto qué le pasó. 

El lunes pasado, al finalizar la tarde, mientras varios, supongo, nos alistábamos para la celebración de la navidad con nuestras familias, Héctor se reunió en la portería del edificio, con el resto de los celadores y trabajadores, para la repartición de los regalos. 

Tiempo después se subió a su moto, y cuando bajaba por una calle dos carros lo cerraron. Héctor intentó maniobrar para no chocarlos, con tan mala suerte que logro esquivarlos, pero un furgón lo atropello. 

Ojalá se recupere pronto. Quiero saber un poco más de su vida, averiguar por qué siempre está de buenas pulgas, y preguntarle de nuevo sobre el Tolima, su equipo del alma.

miércoles, 26 de diciembre de 2018

Cervezas amargas

Hace un tiempo me encontré con un amigo, al que llevaba un largo tiempo sin ver, en un evento. Después de que finalizó caminamos un rato, hasta que encontramos una tienda de barrio, compramos unas cervezas y nos fuimos a su apartamento. 

Esa noche hablamos de muchas cosas, ya no recuerdo qué, pero la conversación fluía de manera “normal”, o lo que sea que eso signifique, hasta que yo, supongo, hablé de libros,  o de un libro, la verdad ya no recuerdo. 

En ese entonces estaba leyendo Fugas de James Rhodes, y creí que una frase del libro. que había leído ese día, aplicaba totalmente para uno de los temas de nuestra conversación. Como llevaba el libro conmigo, le pedí a mí amigo que me diera un momento para encontrarla y leérsela, pues consideré necesario que la escuchara para que me contara qué le parecía. 

Mientras se la leía, la frase produjo en mí ese sentimiento que producen las buenas citas; esa sensación de verdad, de orden. Cuando terminé, levante la cabeza para ver qué me iba a decir, pero lo note aburrido; era claro que la frase no le produjo ningún efecto, no lo movió para nada, es probable que ni siquiera me hubiera prestado atención. 

 No lo culpo, de pronto me excedí con todo el cuento de sacar el libro para leer un fragmento. Supongo que a algunas personas les molesta eso, es decir, que yo hable tanto sobre libros, sobre mi gusto por la lectura, en fin. 

Intentamos que la conversación retomara el cauce previo, pero parece que algunas palabras: mías, de él, se habían desbordado, alterándola. No tenía el mismo ritmo, nos costaba encontrarla; igual seguimos hablando como si nada hubiera ocurrido. 

De un momento a otro mi amigo me dijo algo como: “¿Sabe?, lo que pasa es que usted se escuda mucho en los libros”. “Nahh ¿usted cree? La verdad no creo”, respondí. 

Di esa respuesta porque sentí como si eso estuviera mal, como si la lectura y mi gusto por los libros fuera algo de lo que me debiera avergonzar. Como en muchas ocasiones en las que alguien dice algo que me molesta, no dije nada, actué como si nada hubiera ocurrido, pero sus palabras desbordaron la conversación por completo, en resumidas cuentas, me emputé. 

Pensé en irme, pero no lo hice porque todavía quedaban un par de cervezas, en las que había invertido algo de dinero. Destape una y hablé cualquier pendejada por un rato, dando sorbos largos, quería acabarla rápido para largarme del lugar lo antes posible. 

Después del episodio, nunca le dije que su comentario(s) (Luego del de los libros hizo otro que me la volo por completo), me habían molestado; craso error, lo sé, pero también me gusta evitar el drama. 

Si mi amigo quería tener la razón, debí haberle respondido que sí, que sí me escudo en los libros, y que no le veo nada de malo, pues cada quién mira como sobrellevar mejor la vida, cada quién mira qué veneno o droga se aplica: estudio, alcohol, sexo, infidelidad, religión; el que sea, pues la verdad sobran. En mí caso son los libros, la lectura y la escritura, y no los voy a dejar nunca porque me ayudan a ponerle un poco de orden al caos, al mío y al del mundo.

"La verdad es que la fantasía es una droga:
Freud creía que era un mecanismo de defensa; 
Klein, una proyección; y Jung..., joder, menos mal que está Jung.
A él le parecía algo sano, un modo de acceder a la creatividad"
- James Rhodes, Fugas -

lunes, 24 de diciembre de 2018

Feliz navidad

Hoy no iba a escribir nada. Ayer escribí algo en lo que explicaba mi supuesta no-escritura de hoy, pero deje el texto a medias, supuestamente pare editarlo y publicarlo hoy. Nunca me gusto, no sé, me parece que fue un escrito, digamos, hipócrita. 

Me desperté hace una media hora y no tengo idea a que hora me dormí; fue en la madrugada después de leer un par de capítulos de un libro, y luego de tener el control remoto del televisor en mis manos y dudar de si prenderlo o no; al final lo puse en mí mesa de noche, que de mesa no tiene nada pues es un mueble modular. y decidí dormirme. Parece que hay veces que uno quiere prolongar el día quedándose despierto a la fuerza.

Mi higiene del sueño en los últimos días está muy sucia, entonces quién sabe qué es o cómo debería llamarla. Cuando me trasnocho siempre me prometo dormir las supuestas 8 horas reglamentarias, sin necesidad de poner alarma, pero pocas veces lo logro, pues algo me despierta, un síntoma interno o externo. De pronto tiene algo que ver con mi desorden en las comidas en estos días de fin de año: desayuno tarde, lo que corre la hora del almuerzo, lo que me obliga  a picar  cualquier pendejada en la noche.

Hace un rato, recostado en la cama, y mientras pensaba sobre ese texto que escribí ayer para publicar hoy, se me ocurrió una idea para un cuento. Va a tratar acerca de una persona que emigra. En ese otro lugar “nuevo”, la persona tiene el chance de ser alguien más, de supuestamente cambiar de vida, ser otro(a), aunque creo que uno nunca deja de ser, del todo, quien fue. 

La idea no tiene nada de novedosa, en el sentido en que se han escrito miles de textos similares, es decir, de personajes que experimentan un viaje físico y otro interno al mismo tiempo, pero fue lo que se me ocurrió y todo depende del tratamiento que le dé; lo que más me gusta, es que creo que a diferencia de esa idea para un cuento pretenciosa, de las que les hablé hace un par de ideas, esta me suena sincera.

Pero volvamos a la cama, es decir, visualíceme, querido lector, de nuevo recostado en ella. Estaba ahí, rumiando pensamientos, cuando llegó la idea del cuento y decidí anotarla en el celular, al que le quedaba 15 % de batería. Para un celular normal, o no viejo, esa cantidad de energía habría sido suficiente, pero no para el mío que poco a poco va sacando la mano. No quiero pensar en el día en que de nuevo me toque invertir en uno, son aparatos muy caros, ojalá no dependiéramos tanto de él, de las redes sociales, en fin.

Volvamos ahora al tema de la batería, cuando mi celular tiene esa cantidad de carga, significa que en cualquier momento se puede apagar, y eso fue lo que ocurrió, apenas anoté dos frases que pretendían contener la idea del cuento. 

Luego de eso me distraje con otro par de pensamientos, hasta que decidí reptar, es un decir o, mejor, un escribir, hasta el escritorio y aquí estoy escribiendo estas líneas de navidad, que no tengo idea cómo concluir. Hagámoslo fácil: 

¡Feliz Navidad!

sábado, 22 de diciembre de 2018

El libro de tapa verde

Hace unos años, parece que en otra vida, trabajé cerca del centro comercial Avenida Chile. 

Muchas veces, después del almuerzo, uno de mis planes favoritos era visitarlo, para ir a hojear libros en las librerías, que en ese entonces eran dos: Tornamesa, que aún existe y continúa en el mismo local, y otra pequeña ubicada hacia las escaleras del costado occidental, que no recuerdo cómo se llamaba. 

Esta última me gustaba mucho, y a pesar de lo pequeño que era el local, tenían un amplio surtido de libros. 

Un día, en una de esas hojeadas, tomé un libro de tapa color verde y le di la vuelta para leer la contraportada. El texto con el que me encontré me encantó. Ya no recuerdo sobre qué hablaba, pero prometí comprar el libro en una próxima ocasión en la que tuviera dinero; ese es uno de los grandes problemas de hojear libros compulsivamente, que muchas veces no se cuenta con el dinero suficiente para comprarlos. 

A fin de mes, cuando me pagaron, visité de nuevo la librería, esta vez no para hojear libros, sino para comprar el de tapa verde, pero esa vez no lo encontré por ningún lado. 

Hoy volví a visitar ese centro comercial, no había mucha gente y un Papá Noel con un vestido de color azul, un impostor claro está, se paseaba por el lugar, junto a una mujer que parecía estar disfrazada de duende. 

La librería del local pequeño ya no existe. Guardaba cierta esperanza de que el libro de tapa verde, después de todos estos años, me estuviera esperando; me quedé sin saber que tenía por enseñarme.

viernes, 21 de diciembre de 2018

Ataque de rabia

Hace un par de horas me senté a escribir algo, pero me sentía cansado, quizá debido al ataque de rabia que experimenté hoy. 

Pensé hacerlo en tercera persona, ficcionar de alguna manera el episodio, pero a veces es mejor narrarse en primera. Empecé a escribir un post titulado “Envidia”, pero después de tres párrafos lo encontré zonzo por todo lado, así que decidí borrarlo. Luego, todavía con la sangre hirviendo, me eché en la cama a ver una serie, y exactamente a las 11:40 me entraron ganas de escribir algo, de sacar del sistema los vestigios de esa rabia que oscureció mi día; entonces aplique la técnica de siempre cuando el día se va a acabar y quiero escribir: Creé un post fantasma al que le di el título de punto (.), para editarlo una vez terminara de escribir. 

Ahora, con la ayuda, claro está, de los dos capítulos  que me empaqué de la serie  y lo que he escrito, me parece que fue una simple pataleta, unas ganas desmedidas de coger el mundo a patadas y puños, cosa que no hice porque habría sido muy doloroso. Además, ahora que repaso todo, no entiendo muy bien que fue lo que lo originó. 

Traté lo mejor que pude de liberar toda esa energía, me refiero a la de la rabia, a través de madrazos liderados por la palabra hijupueta, pero eso no dio mucho resultado, pues el insulto, el que sea, siempre nos deja incompletos, como con ganas de algo más; de ahí, supongo, que las personas enloquezcan y hagan cosas de las que no se creían capaces.

De todos modos no le podemos echar toda la culpa a la rabia, y menos en esta época, de la que me molesta que, supuestamente, todo debe ser paz, amor, felicidad y pues no, estimado lector, la balanza de cualquier cosa, nunca se puede inclinar toda hacia un lado, pues siempre debe existir un equilibrio. 

Aunque quizá no tenga que ver con el tema, cuando experimento rabia de cerca, la mía o la de algún familiar o amigo, siempre me acuerdo del título de la canción de los Beatles Happiness is a warm gun (La felicidad es un arma caliente), y también de Freedom: “Your anger is a gift” (Tu ira es un regalo). 

Uno tiene derecho a emputarse, y la felicidad puede ser un arma de doble filo.

jueves, 20 de diciembre de 2018

Ser uno mismo

Salgo de la casa. Prendo el MP3 y me llevo los audífonos a las orejas. Hace Sol, y me siento como en la escena de una película en la que el personaje principal, yo por supuesto, se siente agradecido con la vida. Suena Strange kind of woman, canción que había dejado por la mitad ayer, del Made In Japan, mi álbum favorito. 

No suelo hacer eso, es decir, la manía que tengo es que cuando enciendo el aparato reproductor, debo escuchar una nueva canción desde el principio y no la que quedó a medias el día anterior, pero cuando la canción me gusta mucho hago excepciones; además esta quedó en ese punto en el que Ian Gillan hace el duelo de voz contra la guitarra de Ritchie Blackmore, del que me sé la melodía de memoria.

Luego de esa canción el dios de la aletoreidad me regala She Was, también de Deep Purple pero de una época más reciente, con Steve Morse en la guitarra. Esta canción no me gusta tanto como la otra, pero igual dejo que suene. La primera estrofa de la canción dice lo siguiente:

“She was, she was
She was all that she said she was
She was all that she said she was”
Que bueno sería eso, ¿no?, me refiero a ser todo lo que uno afirma ser, ser sinceros hasta el tuétano, ser los mismos en todos los escenarios de nuestras vidas. 

La canción me hace caminar con una cadencia lenta y su final coincide con la llegada a mí casa. apenas saco las llaves para abrir la puerta comienza a sonar, alineada con mis pensamientos, Come as you are: “Come as you are, as you were, as I want you to be. As a friend, as a friend as a Known enemy”…

Que bueno sería ser uno mismo, dar, llegar o ir tal como se es, entregarse igual en todo lado, tanto en la caracterización virtual que nos damos en  redes sociales,como en persona.

martes, 18 de diciembre de 2018

Amanda

Hoy, al escuchar Hot in here,  canción de moda en el verano del 2002, y que no dejaba de sonar en Freaky Tiki y Baja, dos discotecas de moda en ese entonces, me acordé de Amanda. Yo y mis amigos trabajabamos en un parque de diversiones en Myrtle Beach, y ella ara la supervisora de algunos de ellos. 

A veces la veía en el parque cuando me encontraba con Angela y Carolina, dos amigas. Era una mujer rubia, menuda y de ojos azules. Era bonita, pero nunca me sentí atraído hacia ella. 

Un día nos invitaron a una fiesta que organizaron unos colombianos en un hotel. Todos los hombres teníamos expectativa de conocer a una mujer de Bulgaria que iba a estar allá y que, según los rumores, era hermosa. Yo, la verdad, tenía más ganas de encontrarme con Vanessa una mujer de Lyon, Francia, con pelo negro que le llegaba debajo de los hombros y un acento que me encantaba. 

Cuando llegamos a la fiesta nos encontramos lo de siempre, mucho trago y música a todo volumen: vallenato pues ya sabemos quiénes eran los anfitriones. Me puse a tomar cerveza, bailé algunas canciones, hasta que llegó Amanda junto a mis amigas. 

Ángela me saludo, y me presentó a Amanda. Mucho gusto, como estás, qué haces, qué estudias, en fin, la típica conversación de dos personas que apenas se conoces o, mejor, que ya se conocen pero que nunca habían intercambiado más que un simple saludo. 

Nos pusimos a hablar hasta que mi yo galante salió a la superficie, y le pregunté que si quería una cerveza; me dijo que sí, así que fui a conseguirla, y en mi travesía hacia la cocina del lugar, alguien me presentó a la mujer de Bulgaria. 

Sonó un vallenato y la búlgara me dio a entender que quería bailar. Era muy bonita, cierto, pero lo poco que hablamos, que quién sabe qué temas tocamos en medio del baile, ella siempre terminaba sus frases con una risita sonsa y hacía lo mismo cuando yo terminaba de hablar. Como no encontré mucho terreno en común con la “reina” de la fiesta, hice todo lo posible para volver con Amanda, con quien la conversación fluía mejor o, si acaso, era más natural. 

No recuerdo si finalmente le entregué o no la cerveza—seguro la perdí luego de mi fugaz encuentro con la búlgara—, pero seguimos charlando como si nada. Otra canción sonó, y Amanda me dijo que ella quería aprender a bailar vallenato,  le dije que bueno. Me pare enfrente de ella, le puse una mano en la cintura y otra en la espalda, esperando que ella hiciera lo mismo; en cambio ella lanzo sus brazos detrás de mi cuello. Y bailamos, sí, solo eso, no pasó nada más. 

Como ya dije, no sé bien por qué, pues era una mujer bonita y su lenguaje corporal en esa ocasión tal vez significaba algo más, pero nunca me atrajo, y mucho menos pensé que yo le podía gustar a ella. 

Tiempo después le conté el episodio del vallenato a Andrea, una amiga que trabajó con Amanda, me contó que ella siempre le preguntaba mucho sobre mi vida. 

Me pregunto si con esa información me habría forzado a creer que me gustaba.

lunes, 17 de diciembre de 2018

Idea para un cuento

Estoy de vacaciones. Cuando me voy de la ciudad por unos días pienso en lo mucho o poco que voy a dejar de escribir y siempre, para remediar esa no-escritura, me prometo pensar, en los días de descanso que vienen, en muchos temas sobre los cuales podría escribir, pero nunca lo hago. 


Desayuno mirando hacia el mar. Una vista, de seguro, inspiradora. A ratos contemplo su inmensidad y me arrullo con el sonido de las olas. El mar, tanta agua junta, su ir y venir, no preciso qué, tranquiliza, anestesia las angustias, algo le hace a nuestro cerebro. 

Leo En estado de viaje de Clarice Lispector. El libro es un compendio de cartas y crónicas de esa autora, y mi primer encuentro con ella. Me he dado cuenta de que me llaman mucho la atención este tipo de libros, pues me parece que están desprovistos de la “seriedad” de las novelas, y dan a conocer una faceta diferente de los escritores; los expone más humanos o cercanos, por decirlo de alguna manera. Me gusta ver como escriben acerca de su día a día, desde desayunar, ir a comprar un vestido, unas flores o un perfume, hasta sus apreciaciones sobre la escritura, la literatura y sus novelas. Igual me ocurre con los diarios. 

Intercalo la lectura con vistazos al mar, en los que miles de pensamientos cruzan mi cabeza; en uno de esos avistamientos, en el que enfoco una lancha blanca, con una bandera amarilla, que se mece en las olas, se me ocurre una idea para un cuento. 

Al principio me parece buena y la anoto en mi libreta o, más bien, la garabateo. Escribo la idea principal y la encierro en un círculo, del que luego nacen varias flechitas erráticas, que terminan indicando otras ideas que, considero, soportan la gran idea o espina dorsal del cuento. 

Cuando creo que termino de anotar lo que se me ocurre, producto de esa presunta epifanía, vuelvo a leerlo todo, tacho algunas frases para no tenerlas en cuenta nunca y otras las paso a limpio con, lo que creo, una letra más estilizada. 

Me quedo pensando en la idea del cuento hasta que me sabe a feo. El cuento, la idea, lo que sea que se me ocurrió, es pretencioso, en el sentido que quiero sonar listo, pero la verdad no me veo escribiendo sobre el tema, es decir, creo que me aburriría, y que no me voy a divertir en lo más mínimo. 

Quizás a otra persona le quede mejor la idea—Puede que eso ocurra con las ideas, que tengan diferentes tallas y hormas y por más buenas o inteligentes que sean o parezcan serlo, simplemente no nos quedan bien—para utilizarla como mejor le parezca, pero no a mí. 


Dejo la libreta a un lado lado y me dedico de lleno a la lectura y a mirar el mar. 

“Tal vez querer escribir sea por orgullo, ¿no sientes a veces eso? 
Deberíamos contentarnos con ver, a veces. Felizmente muchas 
otras veces no es orgullo, es deseo humilde.” 
— Clarice Lispector —

lunes, 10 de diciembre de 2018

Impresiones navideñas

Es diciembre y parece que nos movemos a una velocidad diferente que la que llevamos el resto del año, no sé, se nos ve más alegres, más dispuestos, sin tanta ansiedad. Para notar esto, solo hace basta ir a un centro comercial y fijarnos como nos entregamos a consumir como si el mundo se fuera a acabar, pero con una sonrisa en nuestras caras.

Veo una mujer rubia, no natural, eso creo, a punto de tomar unas escaleras eléctricas que bajan. Me parece bonita, y también me gusta la pinta que lleva puesta: Un pantalón ancho a cuadros, un saco de lana gris y largo, y una cartera cruzada. Imagino que es una pinta de película, en el sentido que estaría perfecta para una escena navideña, en una cabaña, al frente de una chimenea. 

Afuera de ese lugar, el de mi fantasía, hay una tormenta de nieve, y la mujer está sentada en un sofá envuelta en una cobija. Yo estoy en una cocina muy iluminada, que tiene muebles de madera, y preparo las bebidas calientes que nos vamos a tomar. Al rato aparezco en escena con dos pocillos en la mano, el de ella es de color rojo y contiene chocolate caliente y el mío, de color blanco, te, pues la otra bebida me produce dolor de cabeza. No tengo idea quién es, si mi pareja, mi amiga, mi amante, o una extraña que acabo de conocer. Me siento a conversar con ella, pues quiero que me cuente qué la aflige, pues todos, indiscutiblemente y aunque no parezca, tenemos rayes en la cabeza que pesan demasiado, y es duro cargarlos solos. Al final de la escena nos besamos, pero tampoco sé en qué segmento de la historia nos encontramos, y mucho menos que género interpretamos, ¿será una comedia o un drama?

De vuelta a la realidad caigo en cuenta que la pinta de la mujer no coincide con su cara, dado que está muy maquillada, y como sabemos, estimado lector, su vestimenta, en cambio, es despreocupada, como de descanso o vacación; le doy vueltas a la mujer en mí cabeza hasta que la pierdo de vista.

Acoplado a la conducta de consumo general, me dirijo hacia una librería. Quiero comprarme un libro de Clarice Lispector, aunque todavía tengo otros por leer. La escritora se me ha aparecido frecuentemente en los últimos días, hoy, por ejemplo, como el Doodle de Google. Consulto con una amiga y me recomienda dos de sus libros: El libro de los placeres y La hora de la estrella. El título del primero me llama mucho la atención, pero antes había averiguado otro que se titula En estado de viaje, que también me suena mucho; mi amiga me dice que no lo conoce.

En la librería, que digamos alberga ¿cuántos, unos 5000 libros?, no tienen ninguno de esa escritora. Me da mal genio y más cuando mi hermano me dice que no empute. Pienso en visitar otra librería más tarde.

Mi hermano quiere comprar un parlante portátil y visitamos una tienda de aparatos electrónicos. Intento ingresar a una fantasía de una sala de control de operaciones, por la cantidad de pantallas encendidas al mismo tiempo, pero algo ocurre y no me la creo del todo. Mientras mi hermano averigua el parlante me pongo a mirar unas neveras. Juego con sus puertas, las abro e inspecciono; son gigantes, sobre todo en cuanto a su ancho; algunas parecen más bien cuevas pequeñas, como si estuvieran destinadas a guardar todo eso que vamos a comprar en esta época. 

Doy media vuelta y mi hermano se despareció. Intento ubicarlo con la mirada, pero el almacén es muy grande, así que decido caminar por sus pasillos a ver si me lo encuentro. En la sección de televisores, tres empleados miran con atención una película. Una actriz, tan maquillada como la mujer de la escalera eléctrica, camina por unas calles de una ciudad europea en plena segunda guerra mundial. De repente se arma una balacera y la mujer busca refugio. La escena cambia a otra toma en la que una viejita intenta dispararle a un oficial, que ingresa en su tienda, con una ametralladora, pero el arma es tan pesada y la velocidad de retroceso tan fuerte que la mujer termina por dispararle al techo y se cae hacia atrás. El oficial saca una pistola, le dispara, se agacha a recoger la metralleta y sale a la calle, a darle bala a quien, parece, se le cruce en su camino. El sonido de la escena es ensordecedor y todo ocurre muy rápido. Algo me dice que ya vi esa película, pero soy pésimo para recordar las caras de los actores, y a veces mezclo los hilos narrativos de una y otra. 

Abandonamos el lugar y llamo a una librería para averiguar si tienen libros de Lispector. La persona que me atiende menciona varios, entre ellos El libro de los placeres. Pregunto el precio y le doy las gracias; tiempo después me subo a un bus rumbo a ese lugar.

En el trayecto paso por otra librería que queda cerca de mí casa y antes de cruzarla converso conmigo:

“Mejor bajémonos acá para no ir tan lejos”
“pero, ¿qué tal que no tengan el libro?”
“Puede ser, pero seguro tienen otros de esa autora”
“¿Usted cree?”
“Si”
“Bueno, yo no sé”.

Ya en la librería, le pregunto a un librero por los libros de Lispector. Al principio no los encuentra, y le pregunta a otra persona “¿Dónde me pusieron los libros de Lispector”? “Si ve, yo le dije” me dice mi otro yo, pero finalmente el librero los encuentra y me pasa 7 títulos. Los hojeo y de acuerdo con mi teoría de cantidad de páginas vs precio, algunos están muy caros, hasta que me encuentro con Estado de viaje que, aunque está envuelto en ese ridículo papel transparente, considero que coincide con mi teoría. 

sábado, 8 de diciembre de 2018

Puntos suspensivos

“Que tiene la virtud o fuerza de suspender” dicen los eruditos de la RAE que significa suspensivo. Saltemos entonces al significado de suspender: “Colgar o detener algo alto o en el aire”; veamos ahora que significa aire…mejor dejémoslo ahí. 

Uno de los personajes de una novela de Ricardo Silva dice que los puntos suspensivos son el signo de puntuación más deprimente y mediocre que podemos imaginarnos. 

Los viejitos, me refiero a los de la RAE, pues imagino que todos los que trabajan allá son personas de edad avanzada, que no dan su brazo a torcer en querellas lingüísticas, han definido 8 usos para los puntos suspensivos. Uno de ellos es: 

“Cuando, por cualquier otro motivo, se desea dejar el enunciado incompleto y en suspenso: Fue todo muy violento, estuvo muy desagradable... No quiero seguir hablando de ello. 

¿Qué fue eso tan violento y muy desagradable? Parece que la respuesta está contenida, encriptada, en los puntos suspensivos de la frase. 

¿Qué significa ese signo de puntuación? Aventurémonos a decir que son los encargados de dejar una narración en vilo, en el aire, en suspenso, y permiten que uno sienta que una historia, la que sea que se consume, pueda tomar un camino inesperado, pero ¿qué son?, ¿cuándo y cómo se deben utilizar? 

Titulo la entrada así, porque siendo las 11:31 p.m. me entraron ganas de escribir algo y es posible que me demore más tiempo del que queda para que se acabe el día, y pues quiero que la entrada quede con fecha de hoy y no de mañana, caprichos pendejos, en fin (¿puedo finalizar este párrafo con puntos suspensivos?) 

Como no sabía que iba a escribir lo primero que se me vino a la mente fueron los puntos suspensivos, porque creo que también cargan algo de imprecisión, de ambigüedad, de incertidumbre. De pronto esa hora maldita de los domingos, cuando cae la tarde, está llena de ellos; por eso nos sentimos, como leí alguna vez, como si alguien muy cercano se hubiera muerto. 

Si uno se fija bien, los puntos suspensivos son deprimentes, como las tardes de domingo, y mediocres porque parece que los utilizamos cuando estamos cortos de palabras, como si los tres punticos significaran: “tengo mucho más por decir, pero no lo voy a hacer, pues tengo pereza de narrar”.

jueves, 6 de diciembre de 2018

Renunciar

Si yo fuera un ensayista prodigioso, seguro escribiría un ensayo acerca del noble acto, y de todo lo que conlleva el arte de renunciar, es decir, de deliberadamente dejar algo, alejarse, de decir: “yo aquí ya no voy más”. ¿De qué podemos renunciar?, de un trabajo, una persona, un proyecto, una relación, una conducta, de lo que sea, incluso a veces de nosotros mismos. 

Como no soy ese ensayista del que les hablé, voy a desparramar una que otra idea al respecto en las palabras que vienen a continuación. 

Una amiga, que anda metida de cabeza en el cuento del yoga, renunció a su trabajo acá en Colombia y se fue a Europa a dedicarse de lleno a eso, pero sin tener claro de qué manera, uno de esos bellos saltos al vacío, que tanto miedo nos dan. 

Como parte de su experiencia, hasta el momento, presto voluntariado en un Ashram, y en un viejo mail, que me escribió hace mucho, vuelvo a leer acerca de algunos altibajos emocionales que ha tenido, debido, en parte, a las diferentes renuncias que ha tomado en el camino. 

Ella, Magdalena, renunció a muchas cosas, desde lo más básico, su trabajo, su estabilidad, a su rol como ser funcional de la sociedad, hasta otras más tontas como el Whatsapp, porque un día nos anunció que se iba a salir del grupo, pues la la dinámica de los chats y mensajes no le estaba aportando mucho en su vida o,  mejor, no la necesitaba. 

Ninguno de los integrantes del grupo refutamos su posición, y la dejamos renunciar; creo que eso también es importante, es decir, que las personas involucradas en nuestra renuncia, independiente el tipo que sea, no monten un drama al respecto, sino que nos la dejen hacer como si nada, sin tanto bombo ni alharaca.

¿En qué momento de nuestra existencia el acto de renunciar adquirió una connotación negativa? Que cada quien renuncie y diga chao, hasta luego, suerte-muerte, me voy, auf wiedersehen, ¡TALUEGO!, como le dé la gana, ¿no cree usted, estimado lector?

miércoles, 5 de diciembre de 2018

Ubicuidad narrativa

Ubicuidad, me gusta esa palabra, es sonora, ¿no? Me gusta porque no se utiliza en las conversaciones habituales que tenemos. Cuando la incluimos en nuestro discurso, casi siempre hace referencia a la capacidad que tiene Dios de estar aquí y allá en un mismo instante. 

Imaginemos entonces a Dios, sin ánimo de ofender a nadie, mucho menos al mismísimo Dios, que puede estar aquí, ahora mismo, examinando estas palabras, como ese punto de vista en tercera persona, que tiene una visión periférica del mundo que en el que se desenvuelve la historia, y que narra de manera omnisciente, reportando las acciones y eventos que observa. 

A veces he escuchado decir, a personas que están muy ocupadas o que tienen varias cosas por hacer, frases tipo: “necesito poseer el don de la ubicuidad” para, ya sabemos, estar en dos lugares al mismo tiempo. Qué necesidad tan enfermiza de ser eficientes, de andar a mil, de abarcarlo todo, de no perdernos nada. De todas maneras, uno intenta apostarle a ese don de diferentes maneras. 

Justo en este momento, tengo dos ventanas de Word abiertas. Estaba, digamos, presente en otro documento, en otro texto y me aburrí de escribirlo, así que abrí un documento nuevo para escribir esto. Mientras lo hago, intento darle vueltas en mí cabeza al otro texto para ver como lo voy a abordar, de qué manera lo voy a desarrollar, pero apenas comienzo a teclear en este, esas ideas sueltas que apenas se estaban formando en mí cabeza, se desvanecen como el humo de una fogata. 

Esto me hace pensar que no puedo estar presente en dos textos al mismo tiempo, y que no poseo ubicuidad narrativa, es decir, tengo que prestarle toda la atención a lo que estoy escribiendo, porque como lo dijo Pedro Mairal, escribir significa bienestar, estar bien, estar presentes, que también significa dejar el afán.

martes, 4 de diciembre de 2018

Minutos para morir

No sé cuánto tiempo me queda para escribir esta entrada. ¿5,10, 15 minutos?, ¿por qué pienso de cinco en cinco y no digo 13,4, por ejemplo? Lo hago, me refiero a escribir, mientras espero a un amigo para irnos juntos a una reunión. A veces fantaseo con el tema, es decir, en pensar que lo que estoy escribiendo es lo último que voy a escribir en toda mi vida, porque la muerte está a punto de visitarme. 

Hace mucho pensaba con frecuencia, sin llegar a obsesionarme, en el tema. En una temporada que me aficioné a jugar buscaminas, apenas comenzaba el juego imaginaba que me encontraba secuestrado con mi familia y que uno de los secuestradores me ponía una pistola en la cabeza y me obligaba a jugar ese juego. Tenía que ser el mejor juego de toda mi vida, pues equivocarme y explotar una mina, significaba la muerte de mi familia. La verdad fueron más las veces en que mi familia murió que las que la pude salvar, en fin. 

Ponerse tiempo para escribir funciona, algo hace, como que obliga a que uno haga conexiones forzadas, y a apostarle a la intuición y al instinto, creo yo. 

Hace un tiempo, una amiga escribió un cuento que título 4 horas, solo porque ese era el tiempo que tenía para escribir. Al final lo que surgió de esa restricción, fue un cuento muy chévere de un hombre que sabía que le quedaban cuatro horas para morir, porque había visitado a un brujo para que le leyera el futuro y este predijo el momento exacto de su muerte. 

El cuento, en el que el protagonista escribía una carta si no estoy mal, acaba en medio de una frase sin terminar pues al hombre se desplomaba encima del escritorio. Puede que la idea de morir escribiendo suene algo romántica si a uno le gusta escribir, pero yo la verdad prefiero que la parca no me visite cuando lo esté haciendo, bueno, de hecho no quiero que me visite nunca, eso creo, pero dudo ser inmortal.

lunes, 3 de diciembre de 2018

Amarres

Un escritor cuenta que una vez, cuando aún vivía con sus padres, encontró un amarre enterrado en una matera de su apartamento. Dice que no tiene ni idea quién lo puso ahí o quién quería hacerles daño. Su esposa dice que siempre que él cuenta la historia, varias personas se sienten identificadas y cuentas las de ellos, acerca de cosas u objetos extraños que encontraron en sus viviendas. 

Creo no creer, valga la redundancia, en esos temas, pero siempre queda abierta una rendija en mi cerebro por la que se cuelan preguntas tipo: “¿Qué tal si…?”. Podría decir que es un tema que me interesa, pero como de lejitos, que me intriga y da algo de miedo al mismo tiempo.

Con la historia del escritor fresca en mi cabeza, decido leer sobre el tema y hago una búsqueda rápida en Internet. Espero encontrarme con una crónica, un suceso narrado en primera persona, un acercamiento literario, digamos, al tema, pero solo encuentro artículos flojitos. Decido leer uno que se titula: “Qué debes hacer si encuentras un amarre en tu casa”. 

El artículo describe brevemente en qué consisten los amarres y luego da una serie de pasos de cómo se debe actuar ante uno. Algo que se repite mucho en el texto, es que por nada del mundo debe uno tocarlos o recogerlos para botarlos a la basura; que se debe tener mucho cuidado al interactuar con ellos. Habla de utilizar la mano izquierda y depositarlos en bolsas negras. 

También menciona mucho el uso del agua bendita, que se debe rociar por todo lado: en la vivienda, en el lugar en el que se encontró el amarre, sobre el artefacto de brujería, en fin, no estaría de más bañarse en agua bendita, pero la pregunta es, ¿dónde consigue uno ese tipo de agua? Sí, me imagino que están pensando en una iglesia, pero como se accede al líquido divino, es decir, ¿visita uno a al sacerdote con una botella o garrafón plástico en la mano y simplemente le cuenta lo que ocurre, para que por favor los llene? 

Recuerdo que en una iglesia que solía visitar cuando era pequeño, las columnas tenían incrustadas unas vasijas de mármol que, se supone, tenían agua bendita o, por lo menos, así lo aseguraba un cartelito que colgaba encima de ellas. 

Muchas veces imité el gesto de los adultos que pasaban por su lado metían un dedo y se santificaban en la frente; solo porque sí, pues no está de más protegerse un poco con esa agua, ¿acaso no? Al poco tiempo dejé de hacerlo, no porque no quisiera, sino porque nunca más volvieron a echar agua en las vasijas, quién sabe qué ocurrió con la santificación del agua por parte de los sacerdotes de la iglesia, en fin. 

Volviendo al artículo, este también decía que es un gran error quemar o botar lo que sea que se encuentre, pues eso no asegura que se deshaga el hechizo o maleficio, sino que lo que se debe hacer es llevar lo que sea que se encuentre a un experto en el tema, para que analice que tipo de conjuro es y estudie cuál es la mejor forma de revertirlo. 

Qué engorroso esto de los amarres, todo: hacerlos, padecerlos, deshacerlos, etc.

sábado, 1 de diciembre de 2018

Inversiones

“¿Qué quieres?”, pregunta un hombre que camina de forma despectiva con los pulgares dentro del pantalón, y con las puntas de sus botas marcando las 10 y 10. 

Su acompañante, una mujer rubia con los labios pintados de un rojo intenso, y que lleva un pantalón oscuro muy forrado al cuerpo, que termina en unos tacones de más de 10 cm, que resuenan contra las baldosas con cada paso que da, le pregunta al tendero: “¿Tienes late?”. 

Una mesa con cinco mujeres y un hombre voltean a mirarlos por unos segundos, pero pierden rápido su interés por la pareja que acaba de llegar al lugar y vuelven a su cuchicheo. 

“Tenemos perico, café, milo, chocola…”, responde el tendero, y antes de que termine la frase la mujer lo interrumpe y dice con entusiasmo: “¡eso! ¡eso! dame un milo.” 

La mujer escoge en qué mesa se van a sentar, y el hombre, que aún no ha decidido que va a pedir y ya con las manos fuera del cinturón, pregunta hablando muy fuerte: 

“¿Y estas aguas de qué son?”. 
“Aloe Vera”, responde el tendero. 
“¿A cómo son?”. 
“a $1600 y $1300” 
“Dame una de $1600 dice el hombre fuerte, como para que todas las personas se enteren de sus saludables hábitos alimenticios.” 

Apenas se sientan comienzan a hablar de inversiones en finca raíz. “Si la vendo en 230 millones, me estoy ganando 40 millones”, dice el hombre, y en medio de las inversiones que relata cuenta una anécdota tras otra, y ríe fuerte de sus propios comentarios. 

La mujer, la amante del Late pero que tuvo que decantarse por un  milo, ríe, pero es una risa nerviosa, una risa tipo: Noséquémierdashagoacá

El hombre termina una historia y se queda callado. La mujer comienza a hablar y le da consejos de qué es lo que debe hacer y de qué forma debe manejar sus importantes inversiones.

El hombre le da las gracias y le acaricia una mejilla con la mano derecha.