jueves, 29 de agosto de 2019

De caprichos y otras cosas


Tengo una entrega de contenidos. Imprimo los textos en la oficina y echo un esfero verde en mi mochila, el primero que encuentro, pues, por puro capricho, no me gusta escribir con esferos que no sean de tinta negra. Cuando salgo, siento urgencia por comprar un esfero negro de gel, otro capricho. 

Tiempo después, cuando llego al restaurante donde tengo la cita, saco el esfero del estuche que lo contiene y lo pongo encima de la mesa. Luego saco las hojas que imprimí y me pongo a leer lo que escribí, y a editarlo solo en mì cabeza, pues no quiero hacerle cambios sin que el cliente este presente, un capricho más a la cuenta. 

Al rato, llega la mesera y me entrega la carta. Le digo que estoy esperando a otra persona y se retira. Se supone que la carta tapa ahora al esfero, pero la levanto y ya no está. Me pongo a buscarlo por todo lado, miro en mi mochila, en lo bolsillos de la chaqueta, incluso me agacho y aopto una posición ridícula para buscarlo debajo de la silla, encendiendo la linterna del celular, pero el esfero, al parecer, se esfumó. 

Enveneno mi estado de ánimo por un instante, pues pienso que la mesera lo vio en la mesa y lo tomó; incluso cuando vuelve a acercarse le pregunto si de pronto no lo recogió por error cuando me dejó la carta. Me muestra los que lleva en el delantal, un Vic de tinta normal y otro similar que, definitivamente, no son de gel. 

Intento dejar ser todo el asunto. En ese momento llega la persona con la que voy a revisar los textos, y volcó toda mi atención hacia eso. Hablamos de habilidades blandas y educación. Me dice que no le gusta el primer termino, pues que de blandas no le ve nada. Tomo nota de todo lo que creo necesario me va a servir para editar los textos después. 

A una mesa de distancia, a mi derecha, dos hombres encorbatados hablan sobre finanzas e inversiones de un banco, con tal propiedad que parecen los dueños del mundo. Cuando la mesera se acerca a tomarles el pedido, ordenan dos aromáticas. 

Termino de la revisión del contenido y vuelvo a pensar en el esfero de gel que compré, miro a la mesera, y pienso: “Ojalá le sirva” 

Cuando nos ponemos de pie, la cliente me dice: “¿Ese esfero es tuyo?” Miro la silla y ahí está el esfero que compré. En algún momento lo puse sobre la silla y terminé sentado sobre el. 

Me disculpo mentalmente con la mesera.

martes, 27 de agosto de 2019

Creer


Gran parte de la vida se nos va en creer en algo, lo que sea; en dios, la Pachamama, los extraterrestres, en la lectura o escritura, el trabajo, en el chupacabras, el sexo, el alcohol, la biosanación, en fin, las opciones parecen ser infinitas, pues cuando se trata de creencias y/o gustos, por no decir filias, parece que no tenemos límites. 

Me llega un mail sobre lo último, la biosanación, que me informa sobre un taller: el primer nivel de biomagnetismo médico, nombre que me gusta por su sonoridad, además que no estaría mal poder decir: “Voy a asistir el fin de semana a curso de biomagnetismo médico”, aunque no tengamos ni idea de qué trate todo el asunto. 

Quienquiera que sea la persona que me envió el mail, parece estar al tanto de mi ignorancia, pues adjuntó un documento en pdf y el link de un video que, seguro, me darán algo de luz sobre el tema. 

No pierdo tiempo y voy a ellos. El documento dice que el biomagnetismo es una terapia que busca corregir las distorsiones del ph (potencial de hidrógeno), estado al que se llega por diversas disfunciones que llevan al organismo hacia la acidez o alcalinidad.  Para corregir eso,  se utilizan unos imanes que logran equilibrar el cuerpo o, en otras palabras, dejar la acidez de lado que, parece, es lo que, en últimas, nos termina jodiendo. 

También dice que funciona con enfermedades muy graves, siempre y cuando los tejidos no hayan sobrepasado un proceso degenerativo irreversible. Luego de la hojeada al documento salto al video, una exposición que dura 2 horas y que, imagino, cuenta lo mismo, así que no lo miro. Ahí está la biosanación por si necesitamos creer en algo diferente.

lunes, 26 de agosto de 2019

De inicios y sabores

Trincho un trozo de pescado junto con otro de una tajada de plátano maduro, me gusta experimentar la sensación de sabores dulces y salados al mismo tiempo. Luego de llevarlos a la boca y masticarlos, se me ocurre cómo comenzar un cuento que llevo, desde hace varios días, en el confuso tintero de la mente. 

Mientras mastico el bocado le doy varias vueltas a ese posible comienzo, pienso en las palabras que voy a utilizar, su narrador, el punto de vista, al tiempo que recuerdo “Acostarse Temprano”, una columna de Manuel Vilas que leí hace poco. En ella el escritor español cuenta, palabras más, palabras menos, que está en todo su derecho de zambullirse o evitar de lleno la lectura de una novela con tan solo leer sus primeras líneas, pues con eso le basta para saber qué tanto tiempo le dedicó el escritor a ese primer puñetazo, digamos, de palabras, que tiene la importante obligación de llamarnos a la guerra y nos obliga a tener múltiples rounds de lectura  hasta acabar el libro. 

Vilas pone como ejemplo la frase: “Mucho tiempo he estado acostándome temprano” de en busca del tiempo perdido de Proust, y dice que nadie ha superado ese inicio. 

En su columna el “El hijo del joyero”, Millás también toca el tema y habla de la primera frase de la novela La Regenta de Leopoldo Alas: “La heroica ciudad dormía la siesta”, y también del inicio de un cuento de Raymond Chandler: “Era uno de esos hermosos días de finales de abril, si a uno le importan esas cosas”, y dice que lo importante de esas frases, de esos inicios es el magnetismo que cargan, y que “en su interior sucede un drama semántico”. 

Dar con ese drama, imagino yo, es como meterse en la boca la correcta cantidad de dulce y sal, para que el bocado sepa bien.

jueves, 22 de agosto de 2019

Bug de realidad

Un bug, es un término informático que hace referencia a una inconsistencia de un programa, que provoca un resultado indeseado. ¿Qué tal si esto que llamamos realidad simplemente es un programa que alguien puso a correr? 

El fin de semana pasado me antojé de perro caliente, y a eso de las 9 de la noche llamé a un local para hacer un pedido a domicilio. Me contestó un hombre que comenzó a preguntarme que quería ordenar, y a ratos la señal se perdía. “Alo, alo, no lo escucho”, decía el trabajador del lugar. Parece que a veces la señal de celular en mi cuarto falla, así que me puse pie y con los pasos que daba por todo el cuarto, también repetía: “Alo”, la única palabra que pobló nuestro diálogo. 

Por fin logre ubicarme en un lugar, más o menos en la mitad, y el hombre respondió  a mi último alo: “Ahora sí lo escucho, ¿qué quiere ordenar?” Hice el pedido, pregunté el precio y cuánto tiempo se iba a demorar. El hombre respondió que de 30 a 40 minutos. 

Pasaron 30, 40 minutos, y la hora decidí llamar para averiguar que había pasado. La comunicación fue igual de pésima que en la primera llamada, y después de mucho insistir por fin pude decirle al hombre que contesto, para qué había llamado. Me preguntó la dirección, se la di y luego preguntó que si  había hecho el pedido por aplicación. Le dije que no, que había llamado directamente al local. 

Quien sabe qué fue lo que entendió, pues dejo de hablarme para preguntar por los pedidos que tenían registrados por aplicación. 

Cuando logramos hablar de nuevo, después de otra tanda de “¿Alo?, ¿Alo? no le escucho”, le dije, otra vez, que el pedido lo había hecho llamando directamente. El hombre volvió a consultarle a alguien, hasta que volvió al teléfono: “No, lo siento, su pedido no quedo registrado” 

Pensé en volverlo a hacer, pero desistí, y me preparé una arepa con salchicha. 

¿Con quién hable la primera vez que llame al local? ¿Le habrá llegado a alguien mi pedido? Me inclino a pensar que todo el episodio fue un fallo de la realidad.

miércoles, 21 de agosto de 2019

Martínez y el amor

Dos amigos hablan. Uno le cuenta al otro sobre el blog de una mujer, una desconocida, una tal Claudia. Le dice que leyó una de las entradas recientes que estaba dedicaba a un hombre, el amor de su vida. 

El que tiene la palabra le dice a su interlocutor que a pesar de que leyó de afán, le quedó la sensación de que la mujer estaba dispuesta a dar la vida por su pareja. El hombre también recalca que era un escrito con la correcta dosis de cariño, para nada empalagoso; una bonita manera de darle las gracias a su pareja por el simple hecho de existir, “como si existir fuera tan fácil, ¿no cree?”, pregunta. 

El que escucha lo hace con detenimiento, y parece que trata de imaginar a la mujer mientras lo hace. Cuando la conversación cae en un silencio, concluye: “Pues vea, yo he tenido parejas, pero creo que nunca he estado enamorado.

El que habló queda consternado ante la confesión de su amigo, y la califica como una desgracia. El primero no lo siente así, de hecho no lo siente de ninguna manera, simplemente cree que no se ha enamorado y ya, y que eso no es un delito o un pecado, y le pantea una serie de preguntas a su amigo: ¿en que consiste enamorarse?, ¿sentirse atraído por alguien y compartir la vida con esa persona?, ¿acaso solo se enamoran aquellos que, al parecer, han encontrado su media naranja?, ¿Solo se puede estar enamorado de verdad de esa otra persona, que vaya a saber uno dónde está, y qué se supone tenemos destinada?, ¿Qué tal que uno solo pueda decir que está enamorado cuando haya encontrado a su alma gemela y que millones de parejas hoy en día juntas, solo lo aparentan? 

Los hombres se sostienen la mirada por un par de segundos, hasta que el primero sonríe y le dice: “Deje la maricada Martínez”, y se ponen a hablar sobre fútbol, un tema que si tiene las reglas claras.

martes, 20 de agosto de 2019

Volver, dormir, leer y/o escribir

Vuelve y juega, otra vez me ausenté de este espacio por más de dos días. Vuelvo e insisto, vuelvo a lo mismo; vuelvo a escribir acá y me repito, uno no deja de ser solo eso, una serie de repeticiones, en fin. 

Vuelvo y les digo, cuando uno deja de escribir, el mundo, por lo menos el mío, el interno, se desbarajusta de manera microscópica; son cambios imperceptibles, pero con consecuencias catastróficas. Eso es algo que no puedo probar, pero en lo que me gusta creer. 

No escribí porque, claro está, dediqué mi tiempo a otras cosas: ver series, salir, dormir y leer, sobretodo las dos últimas. Tengo un amigo que dice que nunca le gusta tomar una siesta en la tarde. Un día en el que yo tenía mucho sueño, en un viaje que hicimos a Cartagena, le pregunté que por qué no le gustaba dormir con lo rico que es, y él respondió: “Para dormir la eternidad”. Y sí, puede que tenga razón, y que su respuesta evidencia lo efímera que es la vida, pero es que pocas cosas sobrepasan el tumbarse sobre la cama un Domingo a eso de las 5 de la tarde, sobretodo cuando está haciendo frío, ¿acaso no? 

Les decía que lo otro que hice fue leer, una actividad que a veces resulta una paradoja, porque es difícil seleccionar qué hacer entre leer y escribir. ¿De las dos cuál será la más importante?, a veces me inclino a pensar que la segunda es la base de todo, que no puede haber escritura, buena digamos, sin lectura, y que la lectura es más primitiva, casi una necesidad tan básica como comer o el sexo. 

En su libro La Loca de la Casa, Rosa Montero habla sobre el ensayo Letra Herida, de la escritora Nuria Amat quien plantea una pregunta catastrófica: ¿si, por alguna circunstancia que no viene al caso, tuvieras que elegir entre no volver a escribir o no volver a leer nunca jamás, ¿qué escogerías? 

Montero concluye que en los últimos años se ha planteado esa pregunta y que, a modo de juego, se la ha hecho a todos los autores con los que se ha cruzado, y que la inmensa mayoría, por lo menos el noventa por ciento, entre los que ella se incluye,  e incluso más, escogen seguir leyendo.

jueves, 15 de agosto de 2019

El jarro

El jarro es blanco, y está hecho de una porcelana maciza, gruesa, como indestructible. Lleva  impreso el escudo del Real Madrid, pero no soy hincha de ese equipo. Me lo regalo Federico, un español que es socio de ese club, que conocí porque mi hermana trabajo con su esposa en un proyecto, hace ya muchos años. 

“¡Pero que gilipollez tener un jarro de un equipo de fútbol del que no se es hincha!” podrán pensar algunos, sobretodo sin son españoles, y esto me hace pensar en esa fea costumbre que tenemos de tomar bando, de seguir algo o a alguien solo porque sí, porque todo es uno o cero, o blanco y negro, y es necesario pertenecer. Debería entonces seguir al Madrid o al Barcelona que, como dice Manuel Vilas, son las instituciones sobre las que España gravita, pero yo no sigo a a ningún equipo de fútbol internacional, y por eso tengo ese jarro ahí, como un satélite perdido en el espacio  con el que no tengo ningún tipo de vínculo emocional; cumple su función de objeto a cabalidad. 

Veo que un pito negro, con un cordel amarillo, le cuelga por un lado como una lengua cansada. La cuerda es de color amarillo intenso. Estoy seguro que nunca lo he utilizado. Pienso que me puede funcionar si llega a haber un terremoto y quedo sepultado debajo de varios escombros. Una escena aterradora. 

Estiro la mano para mirar qué otros objetos contiene el jarro. Guarda 4 sharpies: dos rojos, uno morado y otro verde, que rara vez utilizo. Parecen igual de nuevos que el pito. También hay una pluma de colore verde militar que no tiene tinta. Recuerdo que cuando era pequeño me sentía muy afortunado de poder utilizar una pluma plateada que tenía mi mamá, para repasar las líneas de los dibujos que hacía a lápiz. En ese entonces la tinta, me parecía algo extravagante y de buen gusto.  

También hay un lápiz tajado hasta la mitad, es 2B y su marca es Staddler, que vaya uno a saber si es fina o extravagante. Otro más largo, de la misma marca, y que parece el padre del primero reposa a su lado. Un portaminas transparente y anaranjado está, como victorioso, cerca de ellos; nunca me gustaron, pues me la pasaba partiendo las minas. 

También hay una especie de almohadilla que me regalo mi hermana, y que sirve para limpiar la pantalla de los celulares. Quizá por ella fue que me fijé en el jarro, porque la pantalla de mi celular está completamente cochina y hoy me pregunte dónde la había dejado.

miércoles, 14 de agosto de 2019

Escritos viejos

Ayer me ausenté de este espacio. No me gusta que eso ocurra cuando había pensado escribir. Hoy me propuse hacerlo y tenía muchas ganas, pero no dediqué ningún espacio del día a pensar algún tema.

Cuando llegué a la casa y me senté en el escritorio, me quedé un buen rato mirando la pantalla, sin que ocurriera ninguna sinapsis en mi cerebro. Me acordé de lo que una vez me dijo un amigo para esos casos de sequía creativa. “Hermano, cuando eso me pasa, me zampo unas líneas de Alberto Salcedo Ramos. Ese man escribe muy chévere y después de leerlo, la escritura me fluye”.

Justo en este momento estoy leyendo La Eterna Parranda, su compendio de crónicas, pero no quise acudir al libro porque quiero leerlo antes de acostarme, y pensé que si lo hacía, tendría que leer otro libro al momento de acostarme, manías pendejas que se inventa uno.

Decidí entonces escarbar unos archivos del 2017 y di con una pequeñísima historia de menos de 500 palabras, la leí, me enganché con el tema de nuevo y me puse a editarla. Le mejoré la estructura describiendo al personaje en el primer párrafo y mejorando la acción en los siguientes, y también le cambié el título.

Me gusta volver a esos escritos viejos y editarlos otra vez, a veces eso  es lo mejor que le puede pasar a un escrito. Me refiero a dejarlos reposar un buen tiempo, como si fueran una botella de vino, para luego bebe-leerlos de nuevo, con esa sensación de que en el nuevo encuentro saben mejor. 

No sabe uno, entonces, cuál es el momento indicado de los escritos, y si estos nunca dejan de evolucionar o transformarse, no solo cuando se editan, sino también cuando son leídos por su autor o un tercero.

lunes, 12 de agosto de 2019

Tres canciones

La aplicación dice que el carro está a 3 minutos. Acabo de un sorbo una cerveza, y salgo a esperarlo a la calle. Al poco tiempo vuelvo a revisar el celular para darme cuenta de que el conductor canceló el viaje.

Es casi medianoche y decido aminar un poco antes de volver a pedir otro servicio. No sé en qué baso mi decisión para echar a andar sin rumbo alguno, pero así lo hago hasta que llego a un edificio en el que celebran una fiesta. Por el ventanal amplio de un apartamento en el segundo piso sale mucha luz, la música está a todo volumen y un grupo de personas canta a todo pulmón. Sus risas y voces inspiran alegría, así que decido pedir el otro carro en ese lugar.

Me confirma uno que está a 11 minutos, 11 berracos minutos, aunque las calles están desoladas. Me siento en un murito de ladrillo a esperar, a veces la vida consiste solo en eso, en dejar pasar los minutos sin molestarse. Cada cierto tiempo pasa un carro a toda velocidad y pienso que uno de ellos lo va manejando un borracho que va a perder el control y se va a estampar contra el muro en el que estoy sentado.  Menos mal que las ficciones que monto en mi cabeza no ocurren.

Pienso en cancelar el servicio, para ver si puedo conseguir otro carro que esté más cerca, pero al final lo dejo ser, decido, como les dije, esperar. 

La primera canción que suena durante mi espera es El Cóndor herido: Mejor me voy, mejor me voy como hace el cóndor herido, “¡ja! Como hace el cóndor herido”, dice un hombre en voz alta y luego ríe”. La fiesta disfruta de una tanda de vallenatos, y la otra canción comienza en medio de una algarabía del grupo de fiesta: “Para que me quieres culpar si tú eras para mí, como agua pa'l sediento”.

Reviso de nuevo el celular, y el carro que pedí ya está a un minuto. La última canción que escucho de la fiesta es un merengue, mientras imagino a las parejas de baile dando vueltas en una pista de baile improvisada, la sala del apartamento para ser más precisos.

Desde que me dejaste la ventanita del amor se me cerro…

domingo, 11 de agosto de 2019

Cordones

Me despierto pasadas las cinco de la mañana. Apenas lo hago intento descifrar la causa, pero no identifico ninguna. Decido echarle la culpa a unos perros que ladran en un parqueadero cercano. 

Cierro los ojos e intento dormirme de nuevo, pero no lo consigo, así que prendo el televisor y me pongo a ver el capítulo de una serie. A las siete el sueño vuelve a mí, doy media vuelta y caigo en un sueño profundo al instante. 

Me sumerjo en un sueño extraño, uno de esos en los que uno parece caminar por el filo que divide al sueño de la vigilia, y nunca se está del todo en ninguno de los dos territorios.

Sueño algo, nada conciso; como siempre son imágenes desconectadas, una película sin editar. En la primera escena salgo amarrándome los zapatos, pero tengo problemas para hacer el nudo, pues los cordones son muy largos; me da mal genio eso. No entiendo por qué los zapatos tienen unos cordones tan largos, si son los que siempre utilizo. 

Estoy sentado en una cana, en lo que parece el cuarto de un hostal ubicado en Teusaquillo. Estoy en una habitación con muchas camas destendidas, como si las personas que durmieron ahí hubieran tenido que evacuar el lugar debido a una emergencia. 

Me despierto, eso creo, y miro el reloj, son las ocho y media. Tengo una cita a las 10:00 así que configuro otra alarma y vuelvo a cerrar los ojos. Al parecer había dejado el sueño en pausa y apenas me vuelvo a dormir este continúa. 

Ahora estoy con María, una amiga, en otro lugar del centro de la ciudad. Caminamos apurados, vamos tarde para una cita. Por fin llegamos a una especie de auditorio donde, supongo, tenemos una reunión. Una mesa, con sillas negras de espaldar alto, ocupa el centro de la sala, pero parece que somos los primeros en llegar porque no hay nadie más en ese lugar, aparte de otra persona que nos acompaña, pero que tiene carácter de bulto opaco en mi sueño. En ese momento caigo en cuenta que estoy descalzo. 

Le digo a María que así no puedo estar en la reunión, que voy a tomar  un taxi para devolverme al hostal y buscar mis zapatos. 

María me responde algo, pero es un murmullo que no logro descifrar. 

 Me despierto de un sobresalto, miro el reloj y son las 9:40. Se me hizo tarde para mi cita.

jueves, 8 de agosto de 2019

Trufas

En una de mis primeras salidas con A, historia patria, después de salir de la oficina le compré unas trufas de chocolate. No sé por qué se me ocurrió comprarle eso, creo que vi un local en el que las vendían y decidí comprarlas para no tener que dar más más vueltas, pues la verdad nunca me han parecido gran cosa.

Luego me fui a Prólogo, la librería, cuando su sede quedaba en la calle 97. Me compré un capuchino y una torta de manzana, y me senté en la terraza a esperar a que me llamara. Me gustaba mucho el ambiente de esa librería en ese sitio; de las tres sedes que ha tenido esa, a mi modo de ver, ha sido la mejor. En un revistero siempre tenían un suplemento literario con buenos artículos; recuerdo que ese día tomé uno y leí un artículo que me gustó mucho, aunque ya no recuerdo sobre qué autor y novela trataba. 

Algún día debería escribir un gran ensayo sobre la torta de manzana que vendían en ese lugar, era simplemente deliciosa y su maridaje con sorbos de capuchino resultaba perfecto. 

Los demás clientes de la librería debían pensar lo mismo, pues la torta casi siempre estaba agotada y era casi un milagro conseguir una porción. Uno de nuestros planes preferidos con L. al salir de la oficina, era ir a tomar café con torta de manzana, y ponernos a hojear libros. 

¿Cuántas horas de mi vida las he pasado hojeando libros? Muchas me imagino; una actividad que dista mucho de perder el tiempo, como esperar el ascensor, por ejemplo, actividad en la que seguro hemos desperdiciado valiosísimo tiempo que bien podríamos haber empleado en el fino arte de hojear libros. 

Pero les decía que estaba esperando la llamada de A. ¿cierto?, en esa época en la que whatsapp era una fantasía futurista, por fin timbró mi teléfono bruto, porque de inteligente no tenía nada, contesté. Recuerdo que en esa ocasión duré bastante tiempo en la librería y antes de que el celular sonara,  llegué a pensar que A. me iba a dejar plantado. 

Después de eso nunca supe si le habían gustado las trufas.

martes, 6 de agosto de 2019

Dejadez

Si las palabras tuvieran sabor, dejadez, imagino, sería sabrosa, gracias a ese latigazo que deja su última letra en la punta de la lengua apenas se termina de pronunciar. La zeta viene a ser entonces como el aguijón de una abeja obrera que apenas pica muere, porque en el acto desgarra su vientre. La z es ese pinchazo que marca la muerte de la palabra, si suponemos que las palabras mueren luego de que salen de nuestra boca y dejan de sonar, pero bien sabemos que hay palabras que perduran, inmortales digamos, y nos van machacando poco a poco. 

A la zeta entonces no le importa nada, pero ¿cómo le va a importar marcar el fin de una mísera palabra, que todo acabe en ella y con ella, si también es la última en el abecedario? Es la reina de los finales. 

Mejor volvamos con dejadez. Esa última letra, si nos fijamos bien, contiene todo el significado de la palabra: “Pereza, negligencia, abandono de sí mismo o de las cosas propias.” 

¿Cuánto tenemos que aprender de ella? mucho, seguro. Al parecer no le importa nada, ni ser la última, el fin, ni matar palabras. La zeta, fría y sin adornos, es la muerte misma. 

Me gustaría contarles más cosas sobre la z, pero en medio de su dejadez esconde sus verdaderos propósitos, como esas personas que no entendemos bien por qué actúan de determinada manera, pero que sentimos tienen todo bajo control, mientras nosotros, los simples mortales, vivimos llenos de angustia, a medida que disolvemos nuestras pocas horas de vida en trivialidades. 

Así va por la vida la zeta, sin que le importen mucho sus acciones, su dejadez, su chabacanería.

lunes, 5 de agosto de 2019

Cuando el aliento se convierte en aire


G. murió el sábado pasado, pero ya llevaba bastante tiempo recorriendo la recta final de la vida. La vejez llegó, como suele ocurrir, con sus pasos de elefante enfurecido, a causar estragos en su salud. La condenada primero se camufló en el Alzheimer, pero esa condición solo fue el detonante, y pasó de olvidar cosas a que su cuerpo olvidara cómo vivir. 

B, una de sus mejores amigas, la visito en varias ocasiones durante su convalecencia. Al final G. solo pesaba 34 kilos y tenía el cuerpo cubierto de llagas. 



B. cuenta que ella le decía que tenía miedo, mucho miedo, y que en una ocasión le pregunto que a qué, y su respuesta fue escalofriante: “Es que no sé que hay más allá”. 

¿Cómo quitarnos el miedo que produce la muerte? ¿de qué manera podemos atisbar un poco en qué consiste, tener un indicio, una mísera pista de qué es lo que ocurre cuando nuestro último aliento se convierte en aire? 

Imagino que parte de ese miedo, cuando el final es inminente, se debe a que nos creemos inmortales, y muy pocas veces contemplamos nuestro fin, a pesar de que todos los días llevamos impresa una probabilidad de fallecimiento. 

Da rabia que la única certeza de nuestra existencia sea la muerte, y que la vida, como dice la novela “El día en que Nietzche lloró”, se reduzca a un fogonazo de luz entre dos grandes vacios: la ocuridad antes de nacer y la que llega con la muerte. 

No queda más remedio que intentar combatirla con la literatura, que siempre ha tratado de conferirle algo de significado.


One day we were born, one day we shall die, the same day, the same second... 
birth astride of a grave, the light gleams an instant, then it's night 

once more.” 

—Samuel Beckett—

jueves, 1 de agosto de 2019

Ambiente familiar

Afuera, una mujer bajita, que parece una niña, pero que tiene rasgos faciales y un tono de voz de mujer mayor, carga una canasta con fresas. “¿Se le ofrece amor?”, me pregunta. Me desconciertan sus palabras cariñosas, por la facilidad con la que las pronuncia y porque no puedo dejar de pensar que es una niña. 

Apenas entro un hombre cucharea con ganas una taza de ajiaco. Un plato con una pequeña montaña de arroz, una porción de aguacate y una mazorca muy amarilla, casi blanca, reposa a su lado. Luce intacto, parece ser una de esas personas que comen en orden, es decir, que se dedican a comer un único alimento de su plato, y deben acabarlo por completo antes de comenzar con otro. Nunca los he entendido, mezclar diferentes sabores en la boca puede considerarse, creo, un pequeño placer. 

Dos meseras se mueven de afán preguntándole a los comensales qué quieren almorzar, pasando platos humeantes por encima de sus cabezas. 

Al lado una mujer mayor que almuerza con una anciana; hace trizas, con un tenedor y un cuchillo, las lechugas de una ensalada, y luego reparte el plato entre ella y la mujer canosa, al parecer su madre. 

En una de las paredes del lugar esta empotrado un televisor que proyecta imágenes de playas paradisíacas. Las imágenes se repiten, y la que parece la última viene acompañada de la leyenda: “Muchas gracias”, en letra cursiva amarilla. 

Por encima del ruido de cubiertos que se estrellan contra los platos y el barullo de las conversaciones de cada mesa, se alza una música instrumental que, supongo, debe ser melodía estéreo. 

Unas flautas interpretan las estrofas finales de Pedro Navaja: "La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida, ay dios”. 

El lugar contradice la estrofa, parece predecible seguro y libre de sorpresas, un pequeño santuario de comida en medio del caos de la ciudad.