martes, 31 de diciembre de 2019

Balance de fin de año

Leo en el único establecimiento que encontré abierto hoy. Ese es mi ritual del último día del año: dedicar un tiempo del día a leer. 

No me gusta eso de los balances, porque siento que está cargado de reproches de lo que no se hizo y entonces se tiende a la nostalgia, por eso le apuesto más a mi ritual, al que le atribuyo el poder de darme un nuevo año lleno año de buenas lecturas. 

No nos digamos mentiras, la lectura, por lo menos en mi caso, está primero, y es un acto tan primitivo y necesario como comer. Leo luego existo. Lo primero no fue ni el huevo ni la gallina, fue la lectura. 

A tres mesas de distancia una pareja, es decir, un hombre y una mujer, porque no sabemos si sostienen algún tipo de relación sentimental, están inmersos en una conversación. 

Parece que hacen un balance de fin de año. No estoy seguro de ello, porque la distancia a la que estoy solo me permite escuchar, de forma clara, algunas de sus frases, sobre todo las de ella gracias a su tono agudo de voz que corta como una cuchilla otros ruidos, a diferencia de las de él y su tono grave que camufla sus palabras. 

Por la manera en que se miran y hacen pausas para hablar, se nota que no es una conversación repleta de lugares comunes, sino que están dejando todo en ella. Recuerdo entonces un aparte del libro La invitación: 


It Doesn’t interest me what you can do for a living. 
I want to know what you ache for, and if you dare to dream of meeting your heart’s longing. 

It doesn’t interest me how old you are. I want to know if you will risk looking like a fool for love, for your dream, for the adventure of being alive. 

Ahora la mujer habla sobre propósitos para el nuevo año. Le dice al hombre que lo que debe hacer es visualizarlos y escribirlos en un papel y no sé qué más cosas; hay personas que le apuestan a ese tipo de rituales. 

De repente ella le dice: “Por ejemplo, yo el próximo 2020 lo espero terminar…” Su voz se diluye en el ruido del ambiente y no logro escuchar cómo lo quiere terminar. No importa, a veces los vacíos son necesarios en los relatos, porque como leí alguna vez: “Donde todo se sabe, ninguna narrativa es posible”. 

Ahora llegan tres hombres y se incrustan en la escena. Hablan fuerte y opacan la conversación de la pareja. Se nota que su conversación está llena de lugares comunes, que cada uno está cargado de prevenciones y precisiones para, supuestamente, decir lo correcto y quedar bien con sus interlocutores. 

La pareja se va justo cuando leo el siguiente párrafo: 

“¿Se puede escribir cualquier cosa? ¿Qué clase de pregunta es esa? ¿Por qué tendría que ser más interesante la novela de un coronel en particular que la de un soldado raso cualquiera?” 
- La vida a ratos - 

Brindo por un 2020 con más conversaciones sinceras.

lunes, 30 de diciembre de 2019

Sirenas y ladridos

Estoy cansado y pasa lo de muchas veces: no sé qué escribir. Acudo entonces a lo que ocurre en este momento: un perro ladra como loco en el edificio de parqueaderos que está al lado y, al parecer, nadie le presta atención porque lo sigue haciendo. Está desesperado. 

Hace un momento una ambulancia pasó por la calle e iba con la sirena prendida, por un par de segundos los ladridos del perro fueron opacados por ese sonido, para volver a aparecer cuando ese ruido quedó fuera de mi rango auditivo. 

¿Quién iba en esa ambulancia?, ¿Llevaban a un paciente en estado crítico o apenas iban a recogerlo? La situación, cargada de drama, da para escribir un cuento, incluso una novela. Cualquier situación da para contar grandes historias, solo que no les prestamos suficiente atención. 

Imagine usted, querido lector, a La ambulancia andando a mil por las calles desoladas de la ciudad, esquivando los pocos carros que se encuentra. Es una escena cargada de drama que estaría bien para ser el clímax, y a partir de ahí mirar cómo se podría a contar la historia hasta llegar a ese momento cumbre. 

Imaginemos por un segundo al conductor. Concentrémonos en la gota de sudor que resbala por su frente que, aunque molesta, él no seca porque tiene agarrado el volante con las dos manos, el pie presionando el acelerador a fondo y la mirada fija en la calle. Sabe que cualquier movimiento en falso, cualquier descuido podría acabar en un accidente. El, como todos los conductores de ambulancia, ha oído hablar de Gutiérrez, ese conductor que murió junto a sus compañeros de turno y un paciente luego de estamparse contra un bus. 

Espero que el conductor que paso hace un rato llegue sano y salvo a su destino. Es un giro que puede tener la historia. Ya miraremos donde le podemos inyectar drama y conflicto sin matar a nadie.

domingo, 29 de diciembre de 2019

Café y mentiras

Compro un capuchino descafeinado. Todo un despropósito, dirán algunos, una especie de blasfemia, dirán otros. 

Así lo hago desde esa vez en la que tuve un episodio de gastritis y el médico que me atendió me recomendó que era aconsejable tomarlo de esa manera. Cualquier cosa para no sentir ese dolor, que parece un vacío, en el estómago. 

En la mesa de atrás una mujer se dirige de mala gana a la mesera. Volteo a mirar y no solo le habla, sino que también le hace caras. “La primera vez que me los trajeron estaban crudos”, dice refiriéndose a unos huevos que examina con el tenedor, sin dejar de hacer mala cara, hasta que finalmente los acepta. 

No son para ella sino para una niña, su hija supongo, que flota alrededor de la mesa ensimismada en alguna fantasía. La mujer la llama y la pequeña se sienta. Más que su hija parece un elemento decorativo necesario en su vida. 

Al rato la mesera me trae la bebida. Antes de darle el primer sorbo la contemplo: la espuma, el trébol que le dibujaron, la tensión del líquido en la superficie. La felicidad en nueve onzas. 

Me pregunto: ¿Quién me asegura que el capuchino esta hecho con café descafeinado? nadie, resulta imposible saberlo. Lo pruebo y me sabe a café, pero puede ser cualquier cosa: café instantáneo, café mezclado con té, no sé, lo que quieran imaginarse. 

Estoy sediento del primer café de la mañana, así que dejo de pensar en el tema y me lo tomo como me gusta hacerlo: a sorbos pequeños y espaciados, mientras perfecciono el arte de ver pasar gente

Qué fácil es mentir. Nos pueden decir cualquier cosa, que nos aman, pero el sentimiento que nos cargan es odio, por ejemplo. Que complicado resulta El no-costo de las mentiras. 

Termino el café. Descafeinado o no, te o chocolate, aserrín, lo que fuera, estaba bueno.

sábado, 28 de diciembre de 2019

Viaje sin retorno

Carlos Montero se pasea en un Mercedes con vidrios polarizados que va lento. No lo conozco, pero me aventuro a pensar que su pasatiempo favorito era saber todo acerca de los carros de lujo: Cilindraje, modelos, tipos de motor, etc. A pesar de que siempre soñó con tener uno, nunca le alcanzo el dinero para comprarlo.

¿Quién es Montero? No lo sabemos. La única certeza que tenemos de su existencia es que murió hace poco, pues va en un coche fúnebre camino, imagino, al cementerio. Supongo que ese es su destino final, sería feo terminar ese último viaje elegante convertido en cenizas, por eso creo que lo van a enterrar, o a sembrar en la muerte, en fin.

La vida es así de rara, se desea algo, con mucho fervor, a lo largo de la existencia, y a la condenada le da por obsequiarnos lo que queremos cuando ya no nos sirve para nada.

La caravana de carros es lánguida, y la velocidad a la que va hace pensar que Montero aún se resiste en aceptar lo que le ocurrió, pero ya no tiene ni voz ni voto y es más bien como un bulto que trasladan de un lugar a otro como si nada.

El coche fúnebre lleva una corona gigante de rosas blancas pegada al vidrio trasero. El conductor del carro en el que voy hace una cabrilla para adelantar por la izquierda la fila de vehículos y la dejamos atrás rápido.

Al rato entretengo mi mente con cualquier pensamiento. La muerte es un tema lodoso en el que uno se puede quedar incrustado fácilmente.

martes, 24 de diciembre de 2019

Preguntas e historias

Imagino que vivir con preguntas a todo momento es algo que nos impulsa a vivir, y que por eso nos intriga tanto la muerte, la gran pregunta que envuelve todo esto. 

 Parece que para preguntar somos expertos y se nos ocurre cualquier cosa, mejor dicho, queremos saberlo todo, desde qué clima va a hacer, hasta como fabricar una bomba atómica. 

Desde hace un tiempo me llegan al correo unos mails de Quora que, imagino le llegan a muchas personas. No recuerdo haberme inscrito nunca en eso, pero bueno llegan y son respuestas a cualquier tipo de pregunta. Muchas tienen que ver con las búsquedas que uno hace en internet. 

En una época que estaba escribiendo el cuento del francotirador, me puse a buscar muchos videos para ver cómo conversan las duplas, es decir, el soldado que ubica los blancos y el que dispara. A los pocos días me comenzaron a llegar e-mails que respondían a preguntas sobre calibres de diferentes balas y su capacidad destructiva. 

Hace poco leí otro correo de esos en el que alguien preguntaba: ¿Qué pasa si dejas un céntimo en una cuenta bancaria durante cien años? 

No se me ocurre por qué le interesaría saber a alguien eso, pero cada uno pregunta lo que le de la gana. En medio de lo sonsa que puede parecer, generó una buena respuesta de otro usuario: 

“Pues yo dejé $65 dólares americanos en una cuenta y no los toqué durante casi un año, un día estaba dentro del banco con mi esposa y mientras esperaba decidí preguntar…”. 

La respuesta de los 65 dólares en apariencia es sencilla, pero note usted, querido lector, que apenas la persona utiliza la marca temporal de: “un día estaba dentro del banco con mi esposa”, el relato de inmediato succiona toda nuestra atención. Quedamos pegados a él, porque somos animales curiosos y queremos saber qué le paso al hombre y su esposa, ese día que menciona, en el banco. 

Al final el hombre contaba que sus 65 dólares habían disminuido significativamente por la cuota de manejo de su cuenta bancaria. Así las cosas, la publicidad aun nos quiere contar la historia de que un banco es un amigo.

lunes, 23 de diciembre de 2019

Momentos navideños

“Yo pienso que lo mejor es regalarle el tratamiento para la cara”, le dice un adolescente a su padre que, absorto en sus propios pensamientos, sostiene la mirada en un punto fijo, como entretenido con un recuerdo. “Es un regalo bonito; Para ella su cara es lo más importante”, concluye el joven. 

¿Acaso no dicen que la belleza se encuentra en la mirada del espectador?, en fin. La belleza: he ahí un tema del que se han escrito y del que aún se pueden escribir tratados, novelas y sagas enteras. Padre e hijo dejan el tema de lado y se van a recoger su pedido: dos combos de hamburguesa. La comida, otro gran tema que, quizá, es más importante que la belleza. 

En una librería tres amigos, 2 hombres y una mujer, se dedican al fino arte de hojear libros. Hablan sobre la lectura y el poco tiempo que se tiene para ella, en comparación con la cantidad de libros que existen. “Hay algo que si debemos tener claro” dice uno de ellos con un libro en sus manos, “Hay dos tipos de actividades: una es leer libros y la otra es comprarlos”. Tiene razón, da mucho placer leer, pero también da un inmenso placer comprar libros aun así tengamos varios en fila de espera sin ni siquiera haberlos destapado; así somos ¿qué le vamos a hacer? 

Ahora leo en el café de un anticuario. Me gusta el lugar por tres cosas: tienen un sofá cómodo, el café es bueno y me agrada Daniela, la barista del lugar. Me gustaría invitarla a tomar algo, pero aún no he tenido el suficiente aplomo para hacerlo, podría ser un propósito de año nuevo. 

Parece que tienen una novena. Daniela y otras personas del lugar van de afán de un lado a otro. En un momento ella levanta un pesebre y cuando da media vuelta varias de las figuritas de cerámica, caen al piso, un terremoto pequeño pero catastrófico. Me agacho a recoger una de ellas. Es Melchor montado en su camello. Daniela examina la pieza. Dictamen: se le rompió una pata, no a Melchor sino al camello.

Digo que no es tan grave, que otro sería el caso si la figura rota fuera la del niño Dios. Un hombre de barba que está sentado me da la razón y, no sé cómo, dice que no hay problema porque el rey mago era el del oro y no el del incienso. No entiendo en que basa su afirmación pero sonrió, pues el hombre también había sonreído a mi comentario. Lo hacemos, siento, de pura cordialidad porque ambos comentarios estuvieron flojos, quizás a él también le atrae Daniela.

sábado, 21 de diciembre de 2019

Realidad líquida

Leo. 

Estoy en un café con un ambiente agradable en el que ponen música, jazz instrumental, perfecta para leer, pues no hay forma de ponerle atención a una letra. La luz natural entra debilitada por un tragaluz y su reflejo sobre las páginas del libro no molesta la vista. 

En una mesa, diagonal a mi izquierda, una mujer lleva puestos unos audífonos negros, lee un libro y tiene otro sobre la mesa. De vez en cuando y con un lápiz, realiza anotaciones directamente sobre el libro. Alterna su lectura y las anotaciones con revisar el celular, pero sin signos de ansiedad, como si en verdad esperara un mensaje de alguien.

Hace un rato fui a ver los postres que tenían en una vitrina y cuando me devolvía a la mesa intenté ver el título del libro que no lee, pero no lo logré. Luego fui al baño y cuando me devolvía a mi puesto pase en cámara lenta por su mesa y esa vez si alcancé a leer el título: “Colombia”, así, a secas. 

En la mesa de al lado está una pareja de adolescentes. Lo primero que capto de su conversación es que la mujer le dice al hombre que ella prefiere comerse una manzana a tomar tinto cuando tiene sueño, pues asegura que es más efectivo para quitarlo. El hombre ríe e inmediatamente saca su celular para buscar el dato en Google

No sé si sea cierto. Tal vez algún día esa información me sirva para algo, así que abro el cajón: “información, aparentemente, no importante” de mi cerebro, la guardo y lo cierro, esperando que aparezca en la superficie del consciente si la llego a necesitar. 

Sigo leyendo. Enfoco las letras, pero parte de mi campo visual capta una mancha negra que se mueve encima de la mesa. Ese sector de la mesa está desenfocado y cuando lo miro fijamente, la realidad pasa de liquida a compacta en un segundo y solo veo la mesa de madera. Es rústica y tiene varios de esos lunares que lleva la madera, que no sé como se llaman. 

Imagino que uno de ellos era el que se estaba moviendo. Olvido el asunto y sigo leyendo. 
Los adolescentes ahora hablan sobre relaciones sentimentales. Al rato la mujer del libro le pide la cuenta en inglés al mesero, de ahí, imagino, su interés por leer un libro titulado “Colombia” a secas.

jueves, 19 de diciembre de 2019

Ikigai

Estamos en una terraza. Hace sol y el cielo, azul claro, está manchado con pocas nubes blancas; también hace mucha brisa. Comemos empanadas de dulce y de sal dispuestas sobre una mesa en tres cajas de icopor y junto a diferentes bebidas. Pruebo una de sal y me parece que están buenas, pero las segundas no tanto y son más bien como una fritura con un bloque de queso por dentro. Lamento no haberme comido otra de sal. 

Participo en una reunión en la que, creo, no debería estar. Después de comer empanadas comienzan a hablar de un cliente, que ha funcionado y qué no, pero el tema deriva en otras conversaciones, hasta que uno de los asistentes, un hombre con barba canosa y desordenada comienza a hablar sobre la importancia del manejo del tiempo. 

Para encarrilarse hacia ese tema, lo primero que dice es que cada uno debe esforzarse por encontrar su propio ikigai. Cuando escucho el término dejo de echar globos. Recuerdo que hace mucho leí sobre ese tema y que tiene que ver con algo oriental y místico. 

Una búsqueda rápida me lo confirma. Ikigai significa la razón de ser y, según la cultura japonesa, cada persona cuenta con uno propio. Dicen que las actividades que nos permiten alcanzar ese estado nunca deben ser impuestas, sino que deben ser espontáneas y voluntarias, brindando satisfacción y un sentido de vida. 

Nadie dice nada acerca del ikigai, quizás ya todo lo encontraron o tienen claro qué significa. 

Para concluir su intervención el hombre dice que el tiempo de las personas es lo más valioso y que es algo que se debe respetar, y que el gran desgaste de todos es tener que esperar. 

Quiero participar y decirle que el tiempo, a la larga, es una ilusión y también hablarle de los Amondawa, la tribu amazónica que no sabe lo que es el tiempo, pues no cuentan con tiempos verbales, y viven inmersos en el bloque del ahora. 

No digo nada. Ya se acabaron las empanadas y, además, hace mucho frio. Tengo trabajo y quiero irme. Afortunadamente la reunión se acaba y nos marchamos con o sin nuestro ikigai a cuestas.

miércoles, 18 de diciembre de 2019

Fiebre de buñuelos

Voy tarde para la oficina. De todas formas paso por una panadería a comprar mi desayuno. Muchos afirman y otros tantos me han dicho que debería fijarme más en mis hábitos alimenticios, que el desayuno es la comida más importante del día y que debe ser trancada, pero balanceada. Quizás están en lo cierto, pero me gusta llegar a comer algo en el lugar de trabajo apenas comienza la jornada. El ritual de servirme un café, prender el computador y buscar una columna para leer es, creo, una buena manera de iniciar el día. 

Mientras hago fila en la panadería veo que en el mostrador tienen buñuelos recién hechos; decido que ese es el producto que voy a comprar. 

Enfrente de mí, encuentra un hombre encorbatado y con barba rala. Apenas llega a la caja, pregunta que si hay buñuelos de los grandes. 

“¿cuántos necesita?”, pregunta la cajera. 
“¿cuántos tiene?” 
“Siete”. 
Deme esos siete, responde el hombre con seguridad. 

No me quedo callado y digo en tono de broma mezclado con súplica: “¿cómo se va a llevar todos los buñuelos?”. 

El buen hombre voltea a mirarme: “¿Cuántos necesita?”, me pregunta. “Solo uno”, le respondo. Al instante le dice a la cajera: “Solo empáqueme seis”. Una pequeña victoria.  

A nuestro lado hay dos mujeres. Ambas llevan unas diademas con figuras de Papá Noel que sobresalen como cachos y cada una lleva una prenda roja. Le preguntan a la cajera que si el pedido ya está listo, que son más de las 8 y que esa era la hora de entrega que habían acordado. 

“Usted hace más de diez minutos nos  lleva diciendo que ya va a salir y nada”, dice una de ellas. 

“Señora por favor espere atiendo al señor—ese soy yo—. Soy la única en caja” 

“pero respóndame lo que le pregunte” 

Señora un momento, solo tengo dos manos” 

En medio de la pelea por el pedido de buñuelos, una mujer que acaba de llegar pregunta que si aún quedan de los grandes” 

“Me llevé el último”, le respondo mentalmente, mientras la cajera me da las vueltas. Abandono la panadería contento.

martes, 17 de diciembre de 2019

La charla

Charlan animadamente, ¿quiénes? son 4: a mis espaldas están dos diseñadores que lo hacen sin dejar de mirar su pantalla y manejar su lápiz con el que, al parecer, podrían dominar el mundo. A mi derecha, junto a una ventana que va del piso hasta el techo, está una mujer, que es administrativa o contable, o ambas cosas al tiempo, no lo sé, solo conozco su nombre y escasamente cruzamos un par de palabras más allá del saludo; el último es el director creativo que también está a mi derecha pero justo a mi lado. 

Hace sol y sus rayos bañan la oficina con un ambiente de vacaciones, bien podrían estar los 4, ellos los charladores, con sendos cócteles en sus manos, esos que terminan coronados con sombrillitas de colores, pero no, no estamos en la playa y, además, cada uno está concentrado en su pantalla y, por supuesto, en la charla. 

Caigo en cuenta de su conversación mientras redacto algo, es un párrafo al que le he dado muchas vueltas, pero que, creo, carece del ritmo necesario y se encuentra en en la línea que divide los terrenos de lo emocionante y lo aburridor. 

Es una situación de vida o muerte para esas palabras, y por eso decido poner atención a lo que están hablando, para ver si de pronto, algo de lo que dicen se convierte en un salvavidas narrativo, si logro una conexión forzada. 

Pierdo mi tiempo. Llego tarde a y estoy descontextualizado. Ellos ríen, parece que es una buena charla. Me esfuerzo por agarrar el hilo para participar con algún comentario, el que sea, pero nada. Me quedo callado, a veces es lo mejor que podemos hacer. 

Me concentro de nuevo en mi pantalla, edito por última vez el texto y lo envío.

lunes, 16 de diciembre de 2019

Un consejo

Estoy en una de las barras de la cafetería de un supermercado. El lugar está lleno y quedan muy pocos puestos disponibles. Hay mucho movimiento; los que estamos ahí tenemos como afán de comprar algo de comer, sentarnos a devorarlo y seguir con nuestras vidas, no hay tiempo que perder, que extraños somos. La velocidad de la escena se complementa con sonidos de cubiertos que se estrellan contra platos de cerámica muy blancos y pitos de cajas registradoras que abren sus fauces para engullir el dinero de los comensales. 

A mi lado derecho un hombre hojea con desgano dos revistas de noticias de la farándula criolla que, al parecer, alguien dejó olvidadas. El hombre pasa varias páginas y cada cierto tiempo se detiene en alguna, la lee por encima y repite la tarea. Deja esa actividad para mirar la hora en su reloj, y luego toma la otra revista para continuar haciendo lo mismo 

En una mesa a mis espaldas se encuentra una pareja. No alcanzo a escuchar de qué están hablando, pero por los picos de volumen en su conversación parece que tratan un tema serio. La mujer tiene el pelo rubio quemado y un saco de lana blanco. 

Después de un tiempo otro hombre ocupa un asiento en el lugar de las revistas. Noto cierto tufo de alcohol y volteo a mirarlo. Lleva una camisa polo verde, un chaqueta de gamuza café, y sostiene un vaso con tinto en su mano derecha. Mira nervioso para todos los lados, agarra una de las revistas, pero ni se molesta en mirarla y la suelta al instante. 

La mujer del saco blanco y pelo del color del sol al atardecer se pone de pie para ir al baño. El hombre que está a mi lado decide hablarle a su pareja: “¡Caballero, caballero! A ella—dice mientras señala en la dirección que tomó la mujer—quiérala, se ve que es una buena mujer. Y sé feliz”, concluye. 

“Caballero, le voy a pedir el favor que se retire”, le dice ahora un guardia de seguridad del supermercado al hombre que acaba de dar el consejo.

“No se por qué”, refuta, mientras abandona el lugar farfullando palabras incomprensibles.

jueves, 12 de diciembre de 2019

Miedo

Camino distraído. Mentira, eso es casi un cliché, un atajo para comenzar a escribir. La verdad es que nunca camino distraído. Siempre llevo algo de neurosis encima y presto mucha atención a quién está cerca de mí y si me quieren robar o hacer daño. Podría decirse. entonces. que camino con un miedo permanente que disimulo bien, eso creo

Aparte, hay un par de pensamientos recurrentes que se me cruzan por la cabeza cuando voy caminando; uno de ellos es que un carro va a perder el control y se va a subir al andén, por eso también me fijo mucho en los carros, pero sé que, aparte de esperar que mis reflejos estén al 100% en ese momento, poco podría hacer en tal caso. El otro es que por el lugar que transito ocurre una explosión: una bomba, un cilindro de gas, un petardo lo que sea; de ese solo espero que la onda explosiva no me joda. 

Camino. 

Paso de largo a una mujer que va hablando por celular y apenas quedo delante de ella, alcanzo a escuchar que dice :“Pero es que tengo miedo. ¿Qué tal que vuelva a pasar otra vez?", con un tono de voz que refleja angustia.

¿Qué es eso que puede ocurrir otra vez? desacelero debido a la tensión dramática que carga la frase, y espero que la mujer quede justo detrás mío para lograr atisbar a qué se debe su miedo, pero ahora ella llora desconsolada y no se entiende lo que dice. 

Espero un poco, pero todo sigue igual, hasta que decido acelerar el paso y dejar atrás a la mujer y a su miedo que, imagino, puede expandirse como una onda explosiva y terminar afectando a otras personas.

miércoles, 11 de diciembre de 2019

Maniobra de Heimlich

Estoy comiendo una hamburguesa. Afuera, de un momento a otro, el cielo se oscurece y una brisa de pre-lluvia mueve las ramas de los árboles. 

En una de las mesas hay tres adolescentes. Dos de ellos parecen ser hermanos o estar calcados: pelo hasta la barbilla, sudadera y tenis blancos; al parecer lo único que los diferencia es que uno de ellos tiene una manilla de hilos, con los colores de la bandera de Jamaica ,atada al tobillo. El otro, que no parece pariente, lleva una cachucha y jean azules y también tenis blancos. 

Uno de los hermanos acaba de levantar la cabeza; me mira fijo a los ojos y con actitud desafiante, como si supiera que escribo sobre ellos. 

Varias de las mesas están ocupadas por un único comensal, y la misma escena se repite en la mayoría: Las personas manejan su celular con una mano y pican papitas fritas con la que les queda libre o se llevan la hamburguesa a la boca para darle un mordisco. 

Yo soy uno de ellos, estaba en las mismas hasta que saqué la libreta para escribir esta tajada de vida de esas personas y la mía. 

Una mujer que se encuentra al lado izquierdo comienza a toser profusamente. Al rato deja de hacerlo. Volteó a mirarla y establecemos contacto visual. Su cara está roja y abre los ojos como suplicando ayuda. 

Pienso en la maniobra Heimlich, ya saben ese procedimiento de primeros auxilios que se realiza abrazando a la persona de la cintura y que consiste en apretar fuerte para que expulse lo que obstruye sus vías respiratorias, pero es algo que solo he visto en las películas y desconozco la técnica. 

La mujer sigue tosiendo, todos los que estamos en el restaurante la miramos preocupados, pero ninguno hace nada. Tomo la iniciativa, la abrazo y comienzo a presionar su estomago con fuerza, pero siento que lo estoy haciendo mal y que le estoy sacando el poco aire que le queda. 

Al rato la mujer deja de mover su cuerpo. La acuesto en el piso con cuidado, desocupo la bandeja en la caneca, ante todo los buenos modales, y abandono el lugar.

martes, 10 de diciembre de 2019

La cosa política

El trayecto es corto. Le digo al conductor cuál es la ruta que debe tomar y estoy atento a que el Waze no le indique otro camino que, se supone, resultaría más optimo, pues a veces esas aplicaciones enloquecen y hacen tomar atajos-no-atajos.

Acabo de caer en cuenta que el señor, el que conduce me refiero, debe tener un poco más de 50 años. Apenas subí al auto creí que un joven era el que iba al volante.

Cruzamos un par de palabras sobre el paro nacional. No sé por qué lo hago, pues no tengo ganas de hablar, sino solo de echar globos mientras miro por la ventana.

El hombre, sediento de conversación, busca la manera de hablar acerca de política. “¡Que emoción!”, pienso. Comienza a explicarme como funciona todo, cómo funcionan la izquierda y la derecha, qué quieren, por que fracasó la Unión Soviética y otro poconon de información que no le he pedido.

Mis respuestas son puros monosílabos con tintes onomatopéyicos; dar una opinión, la que sea, sería un error, como una ida sin retorno al territorio del conflicto, y hay que saber qué guerras verbales deseamos luchar.

El hombre no para de hablar y cada vez que intento desviar la conversación hacia otro tema, busca la manera de encarrilarla otra vez hacia lo mismo. Muchas de sus frases tienen el final en forma de pregunta. Cuando eso ocurre me quedo callado como si no hubiera escuchado. Al rato el hombre continúa hablando como si nada, disparando puntos de vista y opiniones en todas las direcciones.

Me cuenta que Evo Morales mandó a construir unos laboratorios de producción de coca súper sofisticados y que se la vendía a los mexicanos, “Y ahora véalo donde está”, concluye.

Quiero que deje de hablar. No me importa si tiene la razón o no, igual todos creemos tenerla de vez en cuando.

“En 300 metros llegarás”, dice la aplicación, quebrando la retórica del conductor.

lunes, 9 de diciembre de 2019

Correos no deseados

“¿Cómo emigrar a América?, revisemos tú perfil”; “¿Cómo triunfar en un mundo manejado por datos?”; “Jennimar, una visa americana está esperando por ti”, “¿Falló tu lanzamiento? No desistas"; estos correos, junto con otros 250, son los que se encuentran en este momento en la carpeta de correo no deseado de mi correo electrónico. 

La mayoría, en efecto, corresponde a eso, a correo que no me interesa, pues no deseo emigrar a otro país con una visa que tenga el nombre de Jennimar, por ejemplo. 

Sin embargo, a veces le doy una hojeada por encima a esa carpeta. ¿Qué tal que, por alguna razón, un correo si deseado cayera en ella? Con el que más fantaseo es el de un agente literario que quiere proponerme un trato fantástico. Ese ser imaginario me va a ofrecer una buena cantidad de dinero para que me dedique exclusivamente a escribir y no desperdicie el tiempo con las minucias obligatorias de la vida. Dedicarse a escribir viene de la mano con dedicarse a leer: Levantarse, bañarse, desayunar, abrir un libro y leer hasta que el sueño lo doblegue a uno.

Siempre que hago scroll down—a eso se resume la vida, nos la pasamos dando scroll down—a la carpeta de spam, esa ficción flota en mi mente, aunque sé que no va a ocurrir nunca, pues para tener una oportunidad de esas tendría que tener, como mínimo, alguna novela innovadora terminada o en proceso, como Juniot Díaz con su novela: La maravillosa vida breve de Óscar Wao”. 

La vida de Díaz se transformo por completo en el 2008 cuando recibió el Pullitzer por esa novela, lo que luego le permitió disfrutar de la beca MacArthur de medio millón de dólares, y que se le suministró en cuotas trimestrales durante cinco años. 

Sin embargo, hay un correo que me da algo de esperanza: "Re: $1MILLION DONATION TO YOU", de un tal David Yax, que me saluda en nombre del señor, imagino que se refiere a dios. 

En su mensaje me informa que he sido seleccionado para ser un beneficiario de su proyecto de caridad que busca ayudar a todas aquellas personas alrededor del mundo, de la misma manera que dios lo ha beneficiado a él.

Yax, con ayuda del señor, supongo, cuenta que se ganó una lotería por 80 Millones de dólares y decidió donar 6 a la caridad, y que seleccionó gente aleatoriamente para tocar vidas desde diferentes ángulos, y que por eso recibo el mensaje. 

Muy generosa la oferta del señor Yax.  Voy a responderle ya mismo para ver cómo hacemos para la transferencia del dinero.

  Ya ven, nunca dejen de darle scroll down al correo no deseado.

viernes, 6 de diciembre de 2019

"Quiero que me beses"

Estoy en la cafetería de un supermercado y apenas me siento en una mesa, caigo en cuenta de todo el ruido que hay en el lugar: cajas registradoras, conversaciones, las ruedas de carritos de supermercado deslizándose por el piso y, de unos parlantes que no están a la vista, la música de villancicos de un coro de niños que, me parece, tiene un tono chillón. 

Saco un libro, el Cuento de la criada de Margaret Atwood. y de cierta manera logro meterme en mi burbuja de lectura y dejo de prestarle atención a la cacofonía del lugar. 

La novela salió al mercado en 1985, ya tiene serie y la autora ya escribió la secuela. Podría decirse que llego tarde a esta lectura, pero creo que uno llega a los libros, o ellos a uno cuando debe ser. Entonces no hay lecturas tardías sino lecturas y ya está. 

Hace un tiempo escribí que no creo en los libros obligatorios, sino más bien en los capítulos obligatorios, esos que se deberían leer por lo menos una vez en la vida. Hoy me tope con otro, y de ahora en adelante los voy a comenzar a anotar para , en algún momento de esta vida, hacer un listado. Imagino que sería chévere si ese listado sirviera para aminorar achaques, es decir, ¿está melancólico? Léase tal capítulo de tal novela, y así para cualquier otro estado de ánimo., pero por el momento solo estoy teniendo en cuenta los que me parece que están muy bien escritos.

Les hablo del capitulo 22 del Cuento de la criada. En ese capítulo Atwood se va más allá de las fronteras de la buena escritura y da una muestra magistral de qué significa escribir bien. 

La siguiente frase: “Quiero que me beses, dijo el comandante” aparece al inicio del capítulo y uno no tiene claro qué ocurre. Luego de eso Atwood va desenredando la escena echando para atrás en el tiempo, pero con una sutileza increíble sin dejar ningún tipo de hueco en la narración. Al llegar  al final del capítulo, vuelve a escribir la frase, y aunque uno ya sabe que el narrador estaba recordando algo, todo cobra un sentido mucho más claro. Es un capítulo redondito, como una historia aparte dentro de la novela. 

Solo les quería contar eso, anótenlo en algún lado: capitulo 22 del Cuento de la criada.

jueves, 5 de diciembre de 2019

Medio día

Hace un sol picante, pero no se ven palmeras ni se escucha el rumor de las olas por ningún lado, solo los pitos de  carros que atraviesan una vía principal. Cuando termino de cruzar una calle un vendedor ambulante que cuida su carro, sisea a una mujer que va pasando. Es morena y lleva un top rosado que resulta visualmente agradablemente con el tono de su piel. El hombre no deja de hacer el ruido, incluso cuando la mujer ya está lejos de él. ¿Qué espera? Que se devuelva y lo agarre a besos o que le pase su teléfono?. Por fin se da por vencido y después de satisfacer su instinto animal de coqueteo, continua conversando con otro hombre que está a su lado, que también siguió con la mirada a la mujer, pero sin hacer ningun ruido.

Quiero tomar un taxi pero todos pasan llenos. Aparte del calor, el ambiente carga con esa sensación de caos decembrino y las ganas que todos tenemos de consumir algo, lo que sea, pues es diciembre y hay que gastar dinero.

Comienzo a caminar y luego de un par de cuadras busco sombra en un paradero. La publicidad que tiene es de teléfonos celulares. Una mujer lleva puesta en su cabeza una diadema de color rojo con cachos de reno. Sostiene un regalo y está montada a caballito sobre un hombre de barba poblada que, a diferencia de ella, no mira hacia la cámara. El copy que acompaña la foto dice: “los regalos son para la familia primero”. Me parece que la frase tiene algo extraño, y juego a cambiar el orden de las palabras a ver si le puedo dar más ritmo a ese mensaje que no me hace sentir nada.

Los modelos de la foto, como todos los de ese tipo de anuncios, tienen cuerpos esbeltos y sonríen dejando ver dentaduras perfectas, con dientes más blancos que la leche. En ese momento un habitante de la calle llega al paradero, y se pone a estudiar la foto con detenimiento. Su barba, aunque desordenada y sucia, tiene cierto parecido con la del hombre de la foto. 

El indigente mira la foto desde diferentes ángulos hasta que se cansa y cruza la calle afanado. ¿Qué fue lo que le llamo la atención?

miércoles, 4 de diciembre de 2019

Sonreír

La cajera es una mujer delgada y de facciones finas: nariz respingada y los pómulos ligeramente salidos. Lleva unas gafas muy grandes y los lentes hacen que sus ojos se vean pequeños. Su pelo, largo, liso y de color castaño, casi le da a la cintura y lo lleva agarrado en una cola de caballo. 

Sonríe a cada nuevo cliente que se acerca a hacer su pedido en la caja, y tiene la habilidad de teclear el pedido en la pantalla sin dejar de hacer contacto visual. Supongo que en su entrenamiento le debieron haber dicho: “Debes sonreírle a todos los clientes. El cliente siempre tiene la razón y bla bla bla…” 

Una vez trabajé en un parque de diversiones y la consigna era la misma, había que sonreír así uno estuviera muerto del cansancio o hecho añicos por dentro. Un día, un español llegó a ayudarme en la atracción que estaba manejando. Era su primer día y luego del saludo hablamos sobre tener que sonreír todo el berraco turno. “¡Pues eso es una putada!” fue su conclusión. Asentí con la cabeza y después de ese día nunca lo volví a ver, pero sí que tenía razón. Sonreír todo el día, solo porque sí, es una putada. La tristeza, hoy en día, esta subvalorada, ¿No será que intentar estar contentos a todo momento cansa? No lo sé, por eso pregunto. 

El flujo de clientes en el café es continuo. Me da buena espina la sonrisa de la mujer mientras hago el pedido. Luego me siento a leer con una pared de ladrillo enfrente mío. No sonrío. Olvido a la mujer. Ella sigue atendiendo personas sin descanso alguno, va de un lado a otro cogiendo productos con servilletas y sirviendo cafés de una máquina a la que solo le tiene que pulsar un botón según el pedido. Menos mal, sería una putada si tuviera que preparar cada bebida desde cero. 

Resulta imposible saber de todas las veces que sonríe en cuántas, realmente, le nace hacerlo. Igual todos vamos por ahí regalando sonrisas llenas de rabia.

martes, 3 de diciembre de 2019

Dioses y catrinas

Después de 10 minutos por fin tecleo estas diez palabras. Digamos que durante ese tiempo, estuve en un estado contemplativo, como pensando en todo y nada, mirando fijamente una Catrina que me trajeron hace poco de México. Es una calavera pequeña y colorida, como todas las catrinas de los mexicanos que, al parecer, son los únicos que le ponen color a la muerte. 

Al lado de la figura en cerámica hay unas obleas muy pequeñas, también mexicanas. “Obleas rellenas de cajeta” es el mensaje del empaque por uno de sus lados. La cajeta, imagino, es el arequipe mexicano, o por lo menos eso es lo que parece. 

Debajo del paquete de obleas, cuelga una figurita tejida de una indígena envuelta en una bata de colores naranja, negro, verde morado y azul, que es el extremo de un separador hecho a mano y que me trajo una amiga hace unos años de Guatemala 

Esculco un poco más ese recoveco olvidado de mi escritorio a ver con que más me encuentro. Doy con un portavasos del museo Nacional de Antropología con la figura de un indígena en la que predominan los colores rojo y amarillo. Encima de su cabeza lleva el nombre Xipe Totec. Me vengo a enterar que fue uno de los cuatro Tezcatlipocas, y el dios que se desprendió de su piel para ofrecerla como alimento a su humanidad. 

En esa esquinita de dioses y catrinas también hay una hoja suelta doblada en cuatro con unas anotaciones que dicen lo siguiente: “Acerca de entrevistas falsas, Pág. 515 Notas de Prensa. Periodismo apresurado sin control ètico, y luego una flecha que sale hacia una esquina y que apunta a otra frase: “Las penuria de los hombres públicos."

Imagino que esos apuntes hechos a la carrera, así lo confirma la letra, tienen que ver con las Notas de Prensa de Gabriel García Márquez. No recuerdo por qué esos temas me llamaron la atención. Voy a darle una leída a esa página para ver si evoca lo mismo que sentí en el momento que realicé la anotación. 

También hay otras hojas grapadas y dobladas por la mitad que corresponden a Steps, un cuento que escribí en inglés. Las hojas tienen las anotaciones de un británico. Se trata sobre todo de correcciones a preposiciones mal usadas o no usadas e inconsistencias en los tiempos verbales.

Hay otras objetos, pero me parece que carecen de importancia al ponerlos al lado de una catrina o un dios sin piel, así este venga en forma de portavasos.

lunes, 2 de diciembre de 2019

Viernes negro

Viernes negro o Black Friday. No sé cuál es el origen de la festividad. Imagino que tiene algo que ver con el día de acción de gracias de los gringos. Podría realizar una búsqueda rápida para conocer más acerca de la fecha, pero me da pereza. A veces, creo, es mejor no saber por qué ocurren las cosas.

Camino y llueve, la excusa perfecta para meterme a una librería a esperar a que la lluvia pase. Ocurre lo de siempre: tengo varios libros en línea de espera, pero pienso: "¿qué más da comprar otro?". Además es viernes negro y es probable que tengan descuento. Y sí, lo tienen, cuestan un 35% menos o, por lo menos, eso es lo que dicen.

No he leído a Margaret Atwood. Voy a la fija, es decir, pregunto por el Cuento de la Criada. Ir a la fija con los libros significa no perder tiempo con lecturas, si es que eso se puede decir, porque independiente de si el libro gusta o no, si es bueno o malo, algo completamente subjetivo, siempre se aprende algo; mejor dicho ir a la fija significa dar con esos libros que descolocan. 

También pregunto por el asesino Ciego, que una vez me recomendó una mujer en una librería. La forma en que comienza la descripción de esa novela en Goodreads es impactante: Margaret Atwood takes the art of storytelling to new heights.

No tienen El cuento de la Criada, está agotado. Miro otro libro de la escritora, Alias Grace, que tiene un cintillo que lo promociona porque tiene serie en Netflix como si eso fuera lo más importante y como si Atwood lo hubiera escrito basándose en la serie, en fin.

Y también ocurre lo mismo de siempre: tomo el libro en mis manos lo peso, lo abro aleatoriamente en cualquier página y leo un poco. Pero no, quiero el Cuento de la Criada, así que dejo el libro donde estaba y abandono la librería, antes de que mi comprador compulsivo me haga cambiar de opinión.

No aguanto la fuerza del viernes negro y en la noche pido "La vida a ratos" de Millás.