jueves, 30 de abril de 2020

La Pe

Pabellón: Se encuentra en un pabellón de enfermos de otra época con servicios de salud precarios. Es un hangar amplio, con miles de camas ordenadas simétricamente y que están separadas con sábanas. Por los corredores que se han creado, de acuerdo con la disposición de las camas, desfilan muchas enfermeras con paso apurado, que van de aquí a allá y llevan jeringas, almohadas, medicamentos, papeles cogidos por un gancho, etc. Hay mucho ruido, pero pocas conversaciones, pues el personal no puede perder tiempo. Si acaso hablan un poco cuando comienzan su turno, mientras se ponen el uniforme y se alistan para la dura jornada.

Pábilo: Cagliostro, renombrado médico y director del pabellón, se pregunta cuál fue ese incidente que prendió la mecha de los sucesos en curso, pero no a manera de paciente cero, sino de oportunidades, es decir, cuál fue esa acción que alguien eligió, por no tomar otra, y que fue la que lo descarriló todo. A veces le gustaría no estar en la capacidad de decidir nada y solo recibir órdenes. Así, piensa, se sentiría menos culpable de la consecuencia de sus acciones y las de los demás.

Pábulo: Le gustaría ser una especie de faro moral, que sus palabras y modo de actuar se convirtieran en algo que sirviera para mantener la existencia de algunas cosas o acciones, pero cae en cuenta de que solo es un hombre, y que su existencia es como una mota de polvo en la historia de la humanidad.

Paca: Piensa mucho en ella, en hace cuánto tiempo que no la ve, y si las cosas entre ellos seguirán normal, si es que tal estado existe, pues el pabellón demuestra todo lo contrario. “Al final la tal normalidad era una mentira que se venía contando quién sabe desde hace cuanto y que en el momento menos pensado explotó en nuestras caras”, concluye.

Pacana: “Me gustaría ser como un gran árbol, piensa Cagliostro, “echar raíces y después de haber aguantado una tormenta, haber perdido solo unas ramas. Tener un tronco grueso, de más o menos 30 metros de altura y una copa magnífica.” 
“Doctor Cagliostro lo necesitan en el módulo 9”, le dice una enfermera. Lleva tapabocas y tiene unos ojos tan oscuros como el petróleo. El médico apaga el pábilo de sus ensoñaciones y se deja bañar, de nuevo, por la realidad que lo rodea.

miércoles, 29 de abril de 2020

Objetos

Son tres y están ubicados uno al lado del otro en el mueble de mi computador: Una botella pequeña con lentejas, la calavera de una Katrina y una pila doble-A, si de algo sirve su clasificación.

La botella con lentejas me la dio alguien de mi familia, creo que fue M, una prima, en la última celebración de año nuevo, recuerdo que minutos antes de que fuera media noche y cuando llegó el momento de repartir las lentejas que, si no estoy mal, significan abundancia, me dijo: “Yo sé que no crees en estas cosas, pero ¿las quieres?”; sonreí y asentí con la cabeza, para no generar mal ambiente. En celebraciones pasadas me habían dado un puñado de lentejas en la mano, que echaba en el bolsillo de la chaqueta que llevaba puesta y ahí se quedaban por un buen tiempo, así que agradecí que en esa ocasión vinieran en un frasco de vidrio pequeño con un corcho a modo de tapa. Ahí siguen y ahí se quedarán probablemente hasta la próxima celebración de año nuevo. 

A la izquierda del frasco esta la calavera mexicana. Me la trajeron de México el año pasado y es muy pequeña, pero me gusta ver como le sonríe, si se le puede llamar de esa manera, hipócritamente al mundo , a la vida, a mi o a lo que sea. A ratos la cojo y juego con ella en mis manos por un rato, hasta que la devuelvo a su lugar de guardia y queda bailando por un rato, porque su base no es plana y se va de para atrás como si quisiera mirar hacia el techo. 

La pila, el otro objeto, no sé de dónde Salió. Imagino que del control remoto del televisor y que ya no debe tener carga. Debería botarla pero, desde hace bastante tiempo, como las lentejas, está ahí. Puede ser que inconscientemente la haya otorgado ciertas propiedades especiales y se ha convertido en un objeto del cual depende mi vida, es decir, que si me deshago de ella algo malo me va a ocurrir. 

El mueble tiene más objetos, pero con esos tres son los que me encuentro cada vez que dejo de mirar la pantalla y levanto la vista.

martes, 28 de abril de 2020

Rituales

Una vez, en un panel de escritores de un festival literario en Nantes, Francia, le preguntaron al aclamado novelista Jacinto Cabezas, qué rituales tenía para escribir. Cabezas tuvo la mala suerte de quedar al lado del moderador, así que, por descarte, era el primero al que le tocaba responder la pregunta. 

Sonrió nerviosamente y espero a que el murmullo del público, a la expectativa de su respuesta, se apagara. Cuando eso ocurrió, ganó otros segundos bebiendo un sorbo de un vaso de agua ubicado en una mesa de poca altura ubicada enfrente suyo, cubierta con un mantel rojo que le parecía de mal gusto. Alcanzar el vaso le exigió movimientos incómodos, pero precisos. Luego, como si el agua que acababa de tomar no le hubiera hecho efecto, tosió para aclarar la voz. 

Mientras hacía todo eso, buscaba una hebra suelta de alguna idea, para halarla y elaborar una respuesta medianamente coherente. Recordó, por ejemplo, que una vez un amigo le contó que el escritor japonés Ōe Kenzaburō se sentaba en un cuarto a oscuras con una grabadora de mano y se contaba las historias para luego transcribirlas. Cabezas pensó en decir que ese era su ritual, pero decidió no hacerlo, porque  quizás el moderador era fan de ese escritor. Miró a su izquierda y Auster lo miraba con los ojos bien abiertos. “Cabrón”, pensó, “seguro ya tiene lista la respuesta”. Más allá Llosa bostezaba, y se ponía la mano en la boca para disimular pereza o hambre. Cuando lo vio haciendo ese gesto, Cabezas también recordó que el escritor peruano tenía un libro de cartas que había intercambiado con Kenzaburō, lo que lo llevó a desechar por completo la respuesta que había pensado. 

Ya cansado, decidió contestar con su verdad: “No tengo ningún ritual, solo me siento a escribir”. Del auditorio salió un sonido como como si un gigante intentara tomar una bocanada de aire.

La respuesta le cayó al moderador como un baldado de agua fría, e hizo como si no hubiera escuchado nada. Le dio la palabra a Auster, que se puso a hablar sobre preparar bebidas calientes, poner música suave y no sé qué más cosas que a Cabezas no le parecían rituales, sino actividades tan mecánicas como caminar o respirar. 

Cuando el escritor norteramericano terminó de hablar, recibió un gran aplauso del público, mientras cabezas, que también lo aplaudía, seguía pensando en lo de los rituales: “¿Será que tengo rituales inconscientes?”, se preguntó, pero no llegó a ninguna conclusión. Decidió que para su próxima entrevista o simposio iba a preparar la mejor respuesta a esa pregunta.

lunes, 27 de abril de 2020

Vivir para siempre

Cuenta John Cheever en sus diarios, en una temporada que estuvo en Roma, que todas las personas en las calles estaban tosiendo. Más tarde le preguntó al portero de su edificio qué sabía acerca de la epidemia y este le dice que sí, que hay una peste en la ciudad, pero que, por medio de la infinita gracia de Dios, a él y su familia no los ha tocado. Que su hermana se llevó a los niños a Capranica para escaparse del aire venenoso, pero que él no tiene ningún lugar a donde enviar a sus hijos. El hombre concluye que lo único que le queda por hacer es rezar. 

No sé a qué época de los años 40 o 50 se refiere Cheever, pero lo que narra no tiene pinta de metáfora, y el escritor, al parecer, era muy fiel a contar lo que le pasaba sin adornarlo con simbolismos o figuras narrativas. 

También dice que lee el periódico para saber qué ocurre, pero que solo se encuentra con las noticias de siempre: la crisis actual del gobierno, nuevos campos de petróleo descubiertos en Sicilia y el asesinato de una persona en la Vía Cassia, y que la única noticia de la epidemia es que se van a celebrar misas, por la salud de la ciudad, en seis capillas. 

Luego,en su apartamento, mientras se toma un vaso de Whiskey, llama a un amigo y la persona que contesta le dice que se fue para Suiza, llama a otro y se entera de que viajó a Mallorca. Al final llama a su doctor, que contesta de mala gana porque estaba comiendo. Cheever le pregunta si la ciudad es peligrosa, y este responde a gritos: “Sí, la ciudad es peligrosa. Roma siempre ha sido peligrosa. La vida es peligrosa. ¿Acaso esperas vivir para siempre?”.

viernes, 24 de abril de 2020

De ventanas y nubes

A Hernández le gusta echarse boca arriba en el pasto y mirar las nubes. Sin importar si hace sol o es un día gris, siempre destina 10 minutos de su tiempo para hacer eso. Como los niños, a veces les busca forma de animales; en otras ocasiones solo observa esos cuerpos sin atribuirles ningún significado y se concentra en su movimiento, en ese desplazamiento desinteresado, perezoso, como si nada les importara. “Que bueno sería ser una nube”, piensa. 

Hernández, a diferencia de otras personas que no se dan tales licencias, se tropieza con uno de sus pensamientos, que son como pozos sin fondo, y cae de lleno en ellos. Ahí se queda por un buen rato hasta que algún evento de eso que llamamos realidad: el timbre del teléfono, el bocinazo de un carro, una alarma, logra rescatarlo de los abismos de su cerebro. 

Hoy hace un buen día y los trinos de los pájaros, contentos suponemos, refuerzan su estado contemplativo. Se pregunta si las nubes son seres conscientes y si tienen algún tipo de identidad. Considera bueno eso de flotar, de andar de un lado a otro sin tener que justificarse, de poder traspasar límites y fronteras cuando a uno le plazca. 

Anuda un pensamiento con otro y llega a la conclusión de que todo ese rollo de la identidad, a la larga, consiste en eso, es decir, en ponerse límites: Yo soy este(a) en la medida que no cruce cierta raya, pues al otro lado ya sería otro(a). 

Ahora, por alguna razón, en ese pozo en el que se encuentra pasa flotando la imagen de una ventana, una de su niñez, esa por la que solía mirar hacia la calle cuando era pequeño y se preguntaba qué era todo eso que había afuera. A medida que la observa y que el recuerdo se desvanece, concluye que definitivamente no le gustaría ser una ventana, porque esos objetos si que la deben tener difícil en la vida, pues siempre están en el filo de ese límite que divide lo de adentro y lo de afuera, pero nunca corresponden a ningún territorio del todo. “Las ventanas sí deben tener serios problemas de identidad”, concluye, mientras se levanta para devolverse a la oficina. La realidad, al final, siempre gana y lo trae de vuelta.

jueves, 23 de abril de 2020

Gusanos mentales

¿De qué forma se almacena la información en nuestro cerebro?, ¿por qué algunos recuerdos tienen más protagonismo que otros? Imagino que estas preguntas ya se las han hecho varios científicos y que hay libros y tratados enteros sobre el tema. 

“A través se escribe separado y con tilde” nos decía Ximena, una profesora de español, en el colegio. Recuerdo la clase en la que nos explicó eso y como escribió las palabras, con tiza de color blanco y una letra estilizada, sobre un tablero verde. Creo que para esa época la ortografía me importaba poco, entonces no entiendo por qué se clavo ese recuerdo en mi mente. 

De pequeño leí algo, vi un programa o alguien me contó, sobre un método de tortura que tenía que ver con gotas de agua. Consiste en atar a un hombre a una silla con la cabeza hacia atrás y ubicar su frente justo debajo de una gotera. Tengo entendido que después de miles de gotas que le caen en un mismo punto, estas comienzan a perforar el hueso. Eso es otra cosa que recuerdo con facilidad y que, de repente, llega a mi cabeza como si nada. 

“Es un sistema de ecuaciones”, me dijo una vez mi hermano,  hablando sobre el cubo Rubik. Nunca me gustó ese rompecabezas mecánico, y recuerdo que no entendí nada cuando me lo dijo, pero sí que tomé el cubo en mis manos y le di vueltas y vueltas y nunca le vi las ecuaciones por ningún lado. Igual, el dato quedó en mi memoria y la frase de las ecuaciones también aparece en mi cabeza con facilidad. 

Imagino que esos gusanos mentales tienen que ver mucho con la actividad sensorial del momento y que cada uno viene acompañado de imágenes muy potentes que hacen fácil recordarlos, por eso son como gotas mentales que nos martillan el cráneo a cada rato.

miércoles, 22 de abril de 2020

Conciertos

Me despierto antes de que suene el despertador, hago pereza y después de unos minutos, creo, me vuelvo a quedar dormido. Caigo en un sueño que, como siempre, tiene pinta de película, serie o programa de televisión, porque rara vez son continuos y hay cortes de una escena a otra a cada rato. 

Exterior ZONA DE PISCINAS – MAÑANA 

Estamos, mi personaje y un grupo de desconocidos, en lo que parece ser un resort de una ciudad costera. El cielo tiene un color azul intenso y está manchado por nubes aquí y allá. Estoy, o el sujeto al que interpreto en el sueño está, en una especie de curso o taller. Voy de un lado a otro con un grupo de personas que no identifico; los sigo, claro está, porque en esas actividades nunca sé dónde quedan los lugares a los que me debo dirigir. 

Interior SALA DE CONCIERTO- TARDE 

Ahora estoy solo, parece que me aburrí del taller o lo que sea que hago en ese lugar, y me encuentro en una sala con una tarima al fondo. El grupo que se presenta es Pearl Jam. Llevo una bebida en la mano. 

Interior SALA DE CONCIERTO- NOCHE 

Estoy en la misma sala, pero ahora el grupo que está en la tarima es Red Hot Chili Peppers. Anthony Kiedis, su cantante, le pregunta al público cuáles canciones queremos oír. Yo, a unos 10 metros de la tarima, grito: ¡Warped!, “What?”, responde Kiedis, pronuncio otra vez el nombre de la canción pero sigue sin entender; la pronunciación de esas palabras con las letras ed al final me maman gallo. Finalmente, sonrojado, le digo: “One hot minute's first song.” 

Kiedis ríe y dice que no la pueden tocar, pero que el próximo año van a volver. 

Ahí termina el sueño o el capítulo.

martes, 21 de abril de 2020

Marcas del tiempo

Si mi memoria no me falla, lo hace seguido, Offred, la protagonista del Cuento de la Criada, cuenta en algún momento de su narración cómo se pone a explorar su cuarto, en el que permanece gran parte del tiempo encerrada. 

Un día, mientras busca alguna manera de contrarrestar el tedio que la acompaña, se pone a explorar su habitación con otros ojos, es decir, como si nunca hubiera estado en ella, una turista, digamos, de su espacio. Es así como encuentra indicios de que alguien ocupó ese lugar antes que ella. Al examinar el armario centímetro a centímetro se encuentra la frase: “Nolite te Bastardes Carborundorum” (no dejes que esos cabrones te jodan). 

¿Con qué marcas del tiempo nos encontraríamos si revisáramos minuciosamente cada rincón de nuestras casas? 

No importa cuánto lleve uno viviendo en un lugar, es decir, puede que seamos los únicos que, supuestamente, hemos vivido en ese lugar, pero el ejercicio no perdería importancia, pues somos demasiado complejos como para decir: soy tal persona por esto y lo otro, es decir, nuestra identidad muta a cada instante. Resulta paradójico, pero en resumidas cuentas no somos nadie, aunque nos pasamos toda la vida intentando ser alguien. 

Imagino que el yo de hace unas semanas es un personaje diferente al yo del ahora, algo tuvo que cambiar en él. Lo que pasa es que nos empeñamos tanto en aferrarnos a nuestras rutinas que no le prestamos atención a ese tipo de cosas. 

Cuando Offred se da cuenta de que existió otra Offred, es un hecho que le ayuda a reafirmar quién cree ser y que, claro, le da un empujón violento a la trama de la novela.

Sipongo que ninguno de nosotros está completamente definido. Esto tiene mucho que ver con lo que piensa la escritora francesa Alice Zeniter sobre el concepto de identidad: 

“La identidad no es algo sólido. La identidad es relacionamiento. 
Estamos entrelazados. No podemos decir nada sobre una existencia”.

lunes, 20 de abril de 2020

Que en paz descanse

“Luis ha muerto, lo siento mucho”. 

Esa fue la frase que escuché ayer cuando contesté el teléfono, luego de tres pitazos que nunca reflejaron el calibre de la noticia que iba a recibir. El que llamó era un hombre o por lo menos así me pareció, durante los 2 o 3 segundos que le tomó dar esa descarga, fría y compacta, de letras empacadas en sílabas. Es extraño no escuchar un: “buenos días ¿cómo está?” o “habla con fulano de tal” previo, o cualquiera de esas frases hechas con las que comenzamos una conversación. 

“¿Con quién hablo?”, pregunté, pero el mensajero de la muerte había colgado, y al otro lado de la línea solo me acompañaba el tono de ocupado. Miré por la ventana y el viento movía con violencia las ramas de un árbol. Me pregunté si de pronto era Luis, que había encontrado una manera de despedirse desde el más allá. 

“¿Quién era?”, preguntó mi hermano. Le respondí que nadie para no ponerlo nervioso. Me senté en un sofá, fije la vista en una pared blanca y me pensé: “¿Cuál Luis?” 

Hice un repaso rápido de las personas que he conocido en mi vida y que llevan ese nombre. Está, por ejemplo, el Luis del colegio, el primero que se me vino a la mente, pero lo llamé y coincidencialmente, como la llamada que recibí, contestó al tercer timbrazo. Hacía tiempo que no hablábamos, así que eché mano de un lugar común, procurando que no fuera el clima, para darle oxígeno a la charla. 


Luego de 2 minutos de conversación incomoda, no me aguanté las ganas y le dije: 
“Me alegra que no estés muerto” 
“¿Qué dices?”, dijo alzando las cejas; lo supe por el tono de su voz. 
“Nada, olvídalo”, respondí y colgué más rápido que la persona que me contó que otro Luis había muerto. 

Quedamos en lo que siempre quedan dos personas que llevan tiempo sin verse ni hablar, en tomarnos un café o una cerveza; es casi seguro que no va a ocurrir, pero bueno nada se pierde con hacer esas promesas futuras. 

Luego me acordé de Luis Francisco, un amigo de la universidad, pero antes de llamarlo y tener otra conversación extraña, concluí que nunca lo hemos llamado Luis sino Pacho, así que no me comuniqué con él. 

A veces la vida tiene caminos extraños para revelarnos información que necesitamos saber, pero creo que soy muy torpe y siempre me la pierdo. Quizá, por alguna razón que desconozco, es importante que yo sepa que un Luis murió. 

Así las cosas, que en paz descanse.

viernes, 17 de abril de 2020

Trueque x 2

He participado en dos trueques de libros. Tal ves debería llamarlos intercambios, pero el concepto de trueque siempre me ha intrigado. Sin el dinero de por medio, me imagino tranquila la época en que existió; bueno, solo un decir, porque puede que no se tuviera nada para intercambiar: ni bienes, ni una habilidad, nada, y entonces que angustia eso, en fin, les decía que he participado en dos de esos eventos. 

El tema viene a mi cabeza porque no sabía qué escribir y mientras paseaba la mirada por mi cuarto vi, encima de uno de los muebles, un libro grueso: La Casa de los espíritus de Isabel Allende, novela que me gané en la última reunión de intercambio de libros. La tomé en mis manos, la pesé, no sé para qué, y me puse a hojearla. Pensé en leer un aparte y escribir lo que se me viniera a la cabeza, el que me salió fue este: “Relax hombre, we’re not going to let that happen”. Le di vueltas a la frase por un rato, pero no me dijo nada, o tal vez sí, pero no me di cuenta y por eso resulté escribiendo esto. Otro día le haré caso a ese “writing prompt”. 

Ese libro lo había llevado A. y lo tenía en inglés porque creció en Estados Unidos. Aunque ella habla español perfecto, se le dificulta leer en ese idioma. 

El día de la reunión salí de mi casa de afán, y mientras me tomaba algo y leía en un café cercano, hasta que fuera la hora precisa para irme a la reunión—siempre intento hacer eso, antes de llegar  a cualquier compromiso—, C. la anfitriona, me llamó para preguntar qué libro iba a intercambiar. Ahí fue cuando caí en cuenta de que había olvidado llevar un libro. Le pedí a mi amiga, profesora de literatura, que si me podía prestar uno. Se río y luego me dijo que no había problema alguno. 

Llegué a su casa antes que el resto de invitados y C. me hizo a entrar a un cuarto con pilas de libros de libros, pequeñas y grandes, por todo lado. Me dijo que buscara cuál libro quería para el intercambio. En medio de mi búsqueda di con Amantes y Enemigos, un libro de relatos de Rosa Montero y le dije: 

“Yo quiero este”. 
“¿Para intercambiarlo?”, me preguntó. 
“No, lo quiero para mí”, le dije. 
“ Bueno, entonces ese es el que yo voy a intercambiar y tú te lo pides”. 

Seguí mirando libros con algo de pena, pues qué vergüenza seleccionar un libro ajeno para dar como regalo, pero no me decidía por nada. Al final C. me ayudó a buscar y ella terminó escogiendo uno de Jonathan Safran Foer, no recuerdo cual. 

Luego, en la reunión, cada uno debía introducir el libro que había llevado. Creo que C. o alguien más lo hizo por mí, y cuando llegó mi turno para escoger, me lancé por el de Rosa Montero que, afortunadamente, nadie más lo tenía en la mira. 

Al final A. había llevado dos libros, uno de ellos el de Isabel Allende que nadie escogió. Como antes había mencionado que no había leído a esa escritora, A. me dijo que si lo quería llevar, y así fue como salí con dos libros sin haber llevado ninguno.

jueves, 16 de abril de 2020

Meter los cambios

Siempre la pasábamos bien en el jeep Nissan Patrol de mi papá, el único carro que ha tenido en su vida. Era de color azul aguamarina y contaba con un motor que bramaba fuerte, como un camión, pura fuerza. En él cabían unas 9 personas: 3 adelante y las restantes atrás, en dos bancas negras ubicadas a los costados. 

Mis hermanos y mis padres jugaban Volkswagen bandera, un juego que consistía en mirar quién de ellos contaba más escarabajos amarillos, azules y rojos en ese respectivo orden. Como yo todavía era muy pequeño no alcancé a disfrutar de ese juego, que empezaban desde la salida de la casa, pues mi padre tiraba una pantufla al aire y supuestamente la dirección hacia donde quedaba la punta, cuando caía al suelo, indicaba hacia donde debían ir en el carro. 

Yo siempre me sentaba adelante con mis papás y mis hermanos en la parte de atrás. En los trayectos me distraía viendo cómo mi papá hacía los cambios y movía los pies para presionar los pedales, una operación que me parecía complicadísima. 

Un día, de la nada, antes de salir del parqueadero, me pregunto sí quería hacer los cambios. Recuerdo que lo miré con cara de: ¿Cómo se te ocurre si tengo 6 años?, pero él sonrió y me volvió a preguntar que si lo quería hacer. 

Emocionado, le respondí que si y me sentí muy importante por la nueva tarea que iba a  tener que ejecutar de ese momento en adelante. Lo primero fue conocer los cambios: primera, segunda y tercera, creo que no había más. Luego de apropiarme del manejo de la palanca y ya en la calle, mi padre con un:” ya” o un “ahora”, me indicaba cuando debía meter cada cambio, pero luego me enseñó a hacerlo de acuerdo con el sonido del motor hasta que dejó de decirme cuándo debía hacerlos.

martes, 14 de abril de 2020

Celia

A Celia la conocí en un curso de crónica que tomé hace 6 años. Es una española espigada, de nariz respingada, pómulos ligeramente salidos, pelo negro corto y, si mi memoria no me falla, ojos color claro. En ese entonces trabajaba como editora y correctora de estilo, y estaba metida de lleno en la publicación de un libro junto con el distrito de Bogotá. 

Me encantaba cuando en la clase tocaba leer algún texto en voz alta y ella era la que lo hacía, con su acento de eses marcadas. Desde la primera vez que leí uno de sus textos que nos tocaba escribir para las sesiones, supe que ella era la mejor escritora del grupo; era muy precisa con el lenguaje y su gramática era casi perfecta. 

Al final del curso cada uno tenía que presentar una crónica. La mía la escribí sobre el Indio Amazónico y Celia escribió sobre un travesti que vivía en una pensión en el centro de la ciudad. Lo más impactante de “Al otro lado del espejo”, su entrega final, no fue el texto en sí, que era de mejor calidad que sus entregas previas, sino la forma en que lo abordó, pues por más de dos semanas se convirtió en la sombra de Claudia Tatiana, la protagonista de su crónica, y la acompañó a todo lado para empaparse de todos los detalles de su vida. 

La reunión de despedida del curso la hicimos en el apartamento de Celia, que quedaba en chapinero. Era muy pequeño, pero lo que le faltaba de tamaño lo tenía de acogedor. Ese día nos acomodamos como pudimos en el piso y charlamos, entre vino, pan y jamones;  acerca de nuestros escritos, la vida, los libros y la escritura.

Recuerdo que Celia estaba a punto de abandonar el país, porque se acababa de divorciar y, por lo que pude leer entre líneas, no le quedaba ningún tipo de vínculo con Colombia. 

Ayer mientras recordaba esto, decidí editar la última versión de mi crónica y comprobé lo saludable que es alejarse de los textos por un periodo, ya sea corto o no. Me debatí entre qué tiempo verbal utilizar: presente o pasado y, aunque el templo ya no existe, al final ganó el primero, pues como dice Margarita García Robayo: “Hay cosas que solo se pueden contar en presente, pero no porque sigan latentes o frescas, sino porque el idioma es pobre”. 

También agregué una que otra palabra, eliminé restos de opiniones personales que se asomaban en el texto como puntas amenazantes, y organicé los tres segmentos del escrito: El Templo, Fe en lo oculto y La consulta, de forma diferente, una con la que, creo, logré darle un mejor ritmo al texto. 

Cuando terminé le escribí a Celia, para preguntarle cómo la tratan estos tiempos locos y para saber si podía y quería revisar mi crónica. A las pocas horas me respondió: “Sí, por favor, ¡mándamela!”.

lunes, 13 de abril de 2020

Un libro y una hoja

Tengo una biblioteca pequeña. Tiene cinco niveles y ya todos están llenos. El mueble del computador está compuesto por varias divisiones que también están llenas de libros, además de unas libretas de apuntes viejas que no sé para que guardo y un jarro del Real Madrid que me regaló el esposo de una amiga de mi hermana, un español hincha a morir de ese equipo. El resto de mis libros los tengo en el Kindle. 

A veces pienso sobre cómo sería tener una biblioteca como la que tuvo Humberto Eco, con más de 50.000 libros, pero se me pasa rápido, pues no tengo el espacio para almacenarlos, el tiempo para leerlos, y mucho menos el dinero para adquirirlos. 

Nosotros, me refiero los que nos gustan los libros, no deberíamos ser tan quisquillosos con acumularlos, sino una vez acabado uno, deberíamos dárselo a alguien más para que lo lea; pero no, nos da un placer casi mórbido verlos ordenados en una biblioteca o apilados en cualquier rincón de la casa. 

Creía haber leído todos los libros que ocupan ambos espacios: la biblioteca y el mueble, pero fijo la mirada en una de las divisiones del segundo y me encuentro con uno que no: El libro de la risa y el olvido de Milan Kundera. 

Lo hojeo a ver si me encuentro con un papel, una señal, un mensaje secreto, una nota, una dedicatoria de un amor, pero nada, solo tiene un separador de Oma Discos y libros. Seleccionó una página de forma aleatoria y leo el siguiente aparte: “Cuando estaba sentada frente a algún hombre utilizaba su cabeza como material para una escultura: lo miraba fijamente y remodelaba en su imaginación su cara, le ponía un tono más oscuro, le colocaba pecas y lunares, disminuía sus orejas y le pintaba los ojos de azul.” No significa nada, eso creo, solo lo hago a modo de ejercicio aleatorio. 

Las páginas del libro, aparte de su vejez, están en perfecto estado, es como si a la persona que lo compró—estoy seguro de que no fui yo, ¿o sí? —, se le hubiera olvidado leerlo. 

De ese autor solo he leído la insoportable levedad del ser, solo un decir, porque lo hice en el colegio y aunque recuerdo que me gustó, en ese tiempo no era tan aficionado a la lectura. La mayor parte de lo que leía me lo mandaban a leer, leía por cumplir un requisito, que desgracia. 

No sé cómo apareció ese libro en mi mueble. Tiene la portada algo percudida y las páginas ya comienzan a tomar ese color amarillento de los libros viejos. Por alguna razón que desconozco, irrumpe con fuerza en mi radar de lectura, en el que revolotean varios libros que van pidiendo pista de aterrizaje según la importancia que les den las circunstancias. 

Sigo investigando el mueble a ver con qué otra sorpresa doy y la encuentro en forma de hoja doblada en cuatro a las patadas. Está casi toda en blanco y en su esquina superior derecha dice: “El arte de las entrevistas falsas”. Debajo de esa frase está anotado: “pág. 515 Notas de Prensa”. De la primera frase salen unas flechas que apuntan hacía unas palabras encerradas en un cuadrado: “Periodismo apresurado y sin control ético.” Y luego un poco más hacía la derecha dice: “Las penurias de ser hombre público”. 

La letra es la mía y corresponde a algo que se me ocurrió cuando leí las Notas de Prensa de García Márquez. Son palabras extraviadas, pues ya no recuerdo en absoluto en qué estaba pensado en ese momento para haber hecho esas anotaciones. 

El libro lo guardé, y no sé por qué me niego a botar la hoja. 

Me pregunto qué habrá sido de los libros de la biblioteca de Eco después de su muerte.

viernes, 10 de abril de 2020

Estados y transiciones

Dos estados: o se está dormido o se está despierto. Cada uno tiene sus ventajas y sus desventajas. Hace poco, uno de los personajes de una novela que leí, argumentaba que siempre le habían inculcado que la noche sirve para imaginar una vida sin problemas, pero el personaje, un hombre, se negaba a aceptar eso, pues afirmaba que mientras dormía no era consciente ni hacía nada, mientras que despierto podía mirar qué necesitaba hacer para que su vida fuese mejor. Esa postura es muy similar a la de un amigo que nunca toma una siesta, sin importar lo cansado que esté. Una vez hablando del tema me soltó una frase que, en medio de lo romántica, me parece buenísima: “para dormir la eternidad”. Por eso es que algo tiene de verdad esa otra frase que leí hace mucho tiempo: “Dormir es como morir un poco”.

Pero bueno a la larga no importa las ventajas o desventajas que pueda tener cada estado, sino lo traumático que resulta la transición de uno a otro, en especial del sueño a la vigilia. Imagino que gran parte de los problemas del mundo se dan por eso, porque se tuvo un paso violento de un estado a otro y eso es algo que le daña el día a cualquiera. 

Debería pues existir algo similar a ese objeto transicional (una manta, un peluche, lo que sea) que nos encarrilaba por el camino del sueño cuando éramos pequeños, para poder terminarlo con la misma suavidad con la que caemos en él. 

Vale la pena mencionar un tercer estado que es más tenebroso que el despertarse violentamente. Me refiero a esa franja borrosa, no muy bien delimitada, que se encuentra entre el sueño y la vigilia. Parece que es el territorio en el que habitan nuestros miedos más profundos, ya saben, ese lugar en el que reina  la parálisis del sueño, aquella sensación terrible en la que no podemos movernos ni hablar, y  donde no se sabe si se está dormido o despierto.

En mi caso, el episodio que más recuerdo es uno en el que me desperté tan tieso como un muerto y no me salía la voz, hasta ahí todo "normal",  ¿cierto?, pues no. Después de mirar al techo por unos segundos, escuché unos sonidos como guturales y baje la vista hacia el pie de la cama, para encontrarme con una especie de brujitas enanas, unas cinco, con gorros negros puntiagudos. Cerré los ojos y respiré profundo, hasta que pasó el episodio o las brujitas se fueron.

Dicen, los expertos, ¿quién más?, que para evitar esos episodios de película de terror lo recomendable es mejorar nuestros hábitos de sueño: acostarnos siempre a una misma hora, evitar la cafeína y no tener distracciones, pero ¿qué hacer si la lectura, ver televisión o el ritual que sea que tengamos antes de acostarnos, son el remplazo del objeto transicional para ir a dormir cuando éramos pequeños?

jueves, 9 de abril de 2020

Cigarrillo y whisky

Está sentado en la barra de un bar. El lugar tiene una luz lúgubre que apenas permite distinguir el contorno de las personas y objetos. 

Fuma, lo hace despacio. La forma en que toma el cigarrillo, que descansa en el cenicero, y como lo lleva a la boca es elegante. Luego le da una calada y su barriga se infla levemente. Parece que en sus movimientos está la respuesta al gran interrogante de la vida, ¿cuál? El de él, cada uno con sus dudas y obsesiones.

Con base en sus movimientos, que solo duran unos segundos, se podría hacer una obra de arte: El Hombre que Fuma; un poema, una novela, o una pintura, pero dejémosle esa tarea a alguien más.

Al cigarrillo, reducido ya al tamaño de una falange y a punto de morir, le salen volutas de humo cansadas. Para acabar con su sufrimiento, no sabemos si el del cigarrillo o el propio, el hombre lo espicha con violencia contra el cenicero. ¿En qué piensa mientras hace eso? Por la determinación de ese movimiento cargado de rabia, o bien, angustia y que en nada se parece a los movimientos elegantes de hace un momento, puede que tenga deseos de venganza, como si quisiera cobrarle a la vida todo aquello que cree le hace falta. O puede que no, que simplemente todo tiene un balance, y la vida solo consiste en eso, en fuerzas que se anulan a cada instante. 

Ahora sin humo, sin cigarrillo, el hombre se concentra en su bebida: un vaso de whiskey aguado, en el que las siluetas de los hielos están a punto de desaparecer. Todo parece muerte a su alrededor: el cigarrillo, los hielos, la bebida, la tarde que se convierte en noche.

Alza su vaso y lo bate; los hielos se estrellan contra las paredes y producen un tintineo. Se acaba la bebida de un sorbo y pide la cuenta. 

Una mujer, con un vestido rojo ceñido al cuerpo se acaba de sentar en el otro extremo de la barra. Sus miradas se cruzan, hay deseo, pero el deseo, si me mira bien, también es muerte. 

El bar tender, con un trapo blanco que le cuelga del antebrazo y una sonrisa zonza en su cara, le pregunta si no va a pedir algo más, pero en sus palabras está implícito un: "¿Qué le sirvo a la mujer de su parte?”.

Al hombre Le cansan esas leyes obvias bajo las que funciona el mundo. Lo mira mal y le vuelve a pedir la cuenta. En su casa lo espera su esposa, o eso cree.

miércoles, 8 de abril de 2020

Cuerpo de agua

La definición por sí sola es extraña. Trato de imaginarme el cuerpo de una persona hecho de agua, pero es una imagen que dura solo un segundo, pues se deshace al instante y deja de ser; en mi fantasía el cuerpo de agua se estrella contra el suelo y se va por un sifón. 

Quizá les dicen cuerpos de agua porque a primera vista reflejan solidez, se ven compactos, y en medio de esa impenetrabilidad parecen que son pura calma, pero no nos dejemos engañar por esa apariencia tranquila. 

Creo que tenía 10 años o un poco menos cuando conocí el cuerpo de agua número 1, el mar. Hacía poco había dejado de asistir a “Los Tiburones”, la escuela de natación que quedaba en la 68 justo al lado de la Cruz Roja, y solo me faltó aprender el estilo mariposa que, hoy en día, me sigue pareciendo supremamente complicado. 

En ese entonces mi papá trabajaba en Cartagena y fui con mis hermanas a pasar mi cumpleaños allá. Dos cosas fueron una gran novedad en ese viaje: el mar y montar en avión. 

Un día fui a la playa con mis hermanas, y M. me dijo que nos metiéramos al mar. Accedí a su petición, pues ¿por qué razón temerle al gran cuerpo de agua si ya sabía nadar? Cuando lo hicimos la corriente nos arrastró un poco hacía mar adentro y, a ratos, las olas no me dejaban ver la costa. 

Yo estaba tranquilo, pero en un momento escuché gritos lejanos y me angustié. Miré a mi hermana y con señas me indicó que debíamos devolvernos. Comenzamos a nadar de vuelta y a pesar de que braceaba con todas mis fuerzas sentía que no avanzaba. 

Al final le ganamos al mar y llegamos a la orilla. Recuerdo que un cartagenero con un balde rojo en una de sus manos que, imagino, tenía ostras, nos dijo que el mar estaba picado y que tuvimos mucha suerte de salir ilesos de él. 

Nunca supe si la situación puso en peligro nuestras vidas, pero desde ese entonces nunca me he vuelto a meter el mar, por una mezcla de miedo y aburrición. 

Un amigo, y parece que otras personas también, tiene la costumbre de despedirse del mar cada vez que lo visita. “¿Despedirse del mar?", le pregunté una vez que nos fuimos de viaje, y me dijo que sí, que debía meterse en el mar justo antes de tener que alistarse para irse. 

Yo solo lo miro de lejos; nunca me despido del gran cuerpo de agua.

martes, 7 de abril de 2020

Imágenes de guerra


Juan José Millás cuenta que en su casa no había muchos libros cuando era pequeño, pero si varios tomos de la tradicional enciclopedia Espasa con lomos negros, y que él la leía debajo de las sabanas con una linterna. 

 La colección tenían imágenes muy llamativas que lo obligaban a leer al texto que las acompañaba. Recuerda en particular el artículo de la palabra “mimetismo”, que traía la imagen de una hoja que era en realidad una mariposa. Intrigado fue a leer el artículo, donde se enteró de que algunos insectos se hacen pasar por excremento para no ser devorados por los pájaros, lo que en ese tiempo le llevó a pensar que en la vida, a veces, es válido hacerse pasar por un pedazo de mierda. 

En mi casa no había un juego de enciclopedias, pero sin un diccionario Larousse Ilustrado que funcionaba bajo la misma dinámica: definiciones con ilustraciones. Con el paso del tiempo se descuaderno, hasta que fue a parar a la basura. En su época productiva, por decirlo de alguna manera yo lo hojeaba de vez en cuando, pero nunca me llamó mucho la atención, en cambio sí lo hicieron tres tomos de pasta gruesa acerca de la segunda guerra mundial. 

En ese entonces todavía no sabía leer, pero recuerdo que no de mis pasatiempos favorito era hojear los tomos en los que salían fotos de la guerra a blanco y negro: imágenes de soldados con la cara untada de barro y metidos en trincheras, tanques de guerra, aviones en el firmamento, Hitler dando discursos, etc. Cada imagen iba acompañada de una pequeña descripción y texto en columnas en el resto de la página, en las que, supongo se narraban en detalle todos los vericuetos de la guerra. 

Yo, hipnotizado por ellas, repetía y repetía esas imágenes de guerra. Imagino que a medida que lo hacía, me inventaba historias sobre héroes y villanos.


lunes, 6 de abril de 2020

Perros sobrevivientes


Una vez, parece que fue hace mil años, trabajé indirectamente para un banco. Allí, luego de que los primeros días me hacía mala cara cuando la saludaba, conocí a M, quien ayudó a que el tiempo que duré allá no fuera tan aburridor. 

Tenía que usar corbata todos los días, pero la verdad eso era lo de menos. Lo que más me molestaba era la actitud de los empleados, pues la gran mayoría eran muy creídos. 

A veces caía en reuniones en las que mi trabajo tenía poco o nada que ver con el tema que se iba a tratar y eran un completo tedio, pues era el ambiente perfecto para que todos sacaran a relucir lo inteligentes que creían ser y lo oportunas que eran sus opiniones. 

Pocas veces participaba, a menos de que me preguntaran algo, pero estoy casi seguro de que en la mayoría de ocasiones muy pocos de los presentes sabían cuál era mi nombre o qué hacía yo ahí. Yo sí me sabía mi nombre y, dado el caso, estaba listo para presentarme, aunque también me preguntaba lo segundo. 

Una vez en una reunión en el décimo piso quedé ubicado justo al lado de la ventana. En un momento de distracción dejé de ver personas en la calle. Apenas empezaba la tarde y como era una avenida principal, eso se me hizo muy extraño. Me puse a contar, para ver cuántos segundos pasaban sin que apareciera una persona. 

En esos días había visto un programa, En National Geographic, si no estoy mal, en el que narraban un escenario de cómo sería la vida en la tierra sin personas. Recuerdo que una de las razas animales que iban a tener ventaja era una de perros—les debo el nombre, mi memoria falla como si nada—, pues debido a sus características serían más aptos para sobrevivir en un mundo sin humanos. 

Todo esto me viene a la mente en estos días, cuando me asomo por la ventana y no veo a ninguna persona en la calle.

viernes, 3 de abril de 2020

Animal lector

Hace mucho solo leía un libro a la vez y hasta que no lo terminaba no me interesaba por una nueva lectura, pero llegó un punto en el que esa dinámica me aburrió, pues creo que las ganas de leer vienen acompañadas de caprichos minúsculos que nunca llegaremos a comprender. 

Como he dicho antes, leer tiene algo de animal, de necesidad básica; una que todos llevamos, pero que se acentúa más en unas personas que otras. Por eso es la lectura le lleva cierta ventaja a la escritura. 

Llegó entonces un momento en el que comencé a leer varios libros a la vez, en digital y en físico—el medio no importa, sino la actividad en sí—, porque hay veces en que uno quiere consumir novela, otras textos de no ficción, otras veces textos académicos, poesía, diarios y así. 

Hoy, por ejemplo, después del almuerzo, me dieron unas ganas increíbles de leer El Arte de Perder, la novela de Alice Zeniter que estoy leyendo en este momento. No sé precisar por qué tenía que ser esa lectura y no otro libro de los que estoy leyendo, pero me gusta mucho cuando esa sensación me acompaña, pues la lectura resulta más placentera. 

Si leo varios libros a la vez es solo por eso, es decir, por tener con que satisfacer mis caprichos lectores en diferentes momentos y nunca por el afán de mejorar la estadística de libros leídos al año. Nada mejor que leer despacio, saboreando las palabras, que sea una actividad contemplativa, personal, de comunión con la luz y tinieblas que llevamos por dentro. 

Margarita García Robayo cuenta en una columna que escribía para un periódico argentino, a manera de diario de una semana, que en su mesa de noche suele tener una pila de libros y que cada vez que tiene ganas de leer algo, coge el que se encuentra en la cima, que es como si escogiera uno al azar, pues sus hijos, mientras juegan, a veces tumban la torre de libros y, en medio de risas, la vuelven a ordenar como mejor pueden.

jueves, 2 de abril de 2020

Actividad Zen

Me pongo los guantes de caucho, mientras pienso que son una membrana que se adhiere a mi piel. Abro el grifo y dejo que el agua se lleve los restos de comida que pueda sin ningún tipo de ayuda. Ahora tomo la esponja y le hecho jabón. Luego la oprimo para ver cuánta espuma produce. “Entre más, mejor”, pienso. 

Restriego cada plato y cada cubierto concentrado. En este momento no existe nada más que la loza sucia y yo. 

Pero hay algo que me molesta: olvidé arremangarme las mangas y estas comienzan a caer en cámara lenta, se van a mojar, pero no debo perder la concentración y la calma que me produce la actividad. 

No tengo a nadie cerca para pedirle el favor de que me las suba, así que la única solución que tengo a la mano es morder la punta de la manga y estirarla hasta donde pueda, y ese pueda suele ser un poco por encima del codo. Igual la maniobra no funciona porque es necesario arremangar las mangas para que permanezcan donde deben estar, así que comienzan a deslizarse en despacio, ajenas al momento,  hacia las manos, ¡Maldita sea, se van a mojar! 

No tengo otra alternativa que quitarme los guantes. Me armo de calma y lo hago. Siento que se van a romper porque los estiro con fuerza, pero se rehúsan a abandonar mis manos. Son los primeros en cumplir eso de ser uno en el momento, de compenetrarse. Al final lo logro, pongo las mangas en su lugar y continuo, ahí, inmerso en el momento. 

Me gusta lavar la loza, enjabonar cubiertos platos y ollas y luego enjuagarlos tiene algo de actividad Zen a la que quizá le colabora el sonido del agua que corre. El agua, siempre he pensado, es sinónimo de tranquilidad; bueno en guardadas proporciones porque llega un Tsunami y demuestra todo lo contrario 

Lavar la loza, creo, es una actividad que se ejecuta sin esperar nada a cambio; es y ya está. Además, lleva mucha fuerza, pues sí o sí tiene que ocurrir en algún momento.

miércoles, 1 de abril de 2020

Chocolate

De pequeño, cuando comencé a ir al colegio, desayunaba mucho: Huevo, chocolate, cereal, tostadas con mantequilla y mermelada; todo muy temprano en la mañana. Ahora, desayunar tanto me parece una exageración y la mayoría de los días me conformo con un café y algo de comer. 

De esa época recuerdo que el chocolate me gustaba mucho, no había día en que no lo tomara. Así fue por mucho tiempo, hasta que lo comencé a alternar con café. 

Más tarde, ya de adulto, un episodio de migraña, el primero, irrumpió en mi vida con tambores y trompetas. Un médico me dijo que debía comenzar a identificar qué actividades o alimentos eran los que disparaban los dolores de cabeza, y sin más ni más decidí achacárselos al chocolate, y desde ese día dejé de tomarlo. 

Tiempo después intenté probarlo de nuevo, pero, ya desacostumbrado a su sabor, me pareció muy dulce. 

No sé por qué, pero en estos días de cuarentena me ha parecido que la temperatura cae en picada en las tardes, y las manos y mis pies se enfrían bastante. Trato de calentarme y calentarlos de diferentes formas: Tomo té, me pongo medias gruesas, me echo encima una cobija, pero aun así hay ocasiones en que la sensación se prolonga. 

Ayer me pasó lo mismo, y de ese lugar misterioso de donde provienen los antojos, me dieron unas ganas inmensas de volver a tomar chocolate. Les hice caso y lo preparé muy claro, con más agua que leche, y esta vez lo acompañe solo con tostadas. Fue un grato reencuentro con mi infancia y, al parecer, ya hice las paces con el chocolate, pues no me dio dolor de cabeza.