martes, 30 de junio de 2020

Los ojos

Nunca me ha gustado ese cliché meloso de: “Los ojos son la ventana del alma”. Los ojos son los ojos y ya está. ¿Por qué la persona que se lo inventó, no se conformó con decir que los ojos son las ventanas del cuerpo? Así la frase tendría más sentido, pues los viejitos de túnicas largas de la RAE, que viven con sus narices metidas en libros todo el día, definen una ventana como: “Abertura en un muro o pared donde se coloca un elemento y que sirve generalmente para mirar y dar luz y ventilación”, ¿y cuál es la función principal de los ojos?, pues mirar, ¿no?

Además, ¿cómo puede alguien hablar con tanta propiedad sobre el alma, si no tenemos ni idea qué es? Siempre que leo esa palabra, me acuerdo del libro “¿Cuánto pesa el alma?" que compré, hace mucho tiempo y por pura curiosidad, en un remate de libros de la editorial Random House. En ese libro cuentan cómo un médico intentó pesar el alma, calculando el peso de una persona justo después de su muerte, para compararlo con el peso que tenía antes de exhalar su último aliento; he ahí otro cliché. La diferencia, de haber alguna, de las mediciones, correspondería al peso del alma, que, se suponía, había abandonado el cuerpo.

Luego de una búsqueda rápida de esa frase de los ojos y el alma, leo que en la mirada de una persona están reflejadas sus verdaderas intenciones y que podemos discernir, según el brillo de los ojos, si están felices o enojados, por ejemplo. Imagino entonces que el alma debe ser un amasijo de todos nuestros sentimientos.

Puede que sea verdad y que yo esté equivocado. Mi madre, por ejemplo, tiene unos ojos verdes hermosos que no le heredé. Según ella, a veces el color es más intenso o cambia a un tono gris, de acuerdo a su estado de ánimo. 

Cuando salgo a la calle en estos días, la mayoría de las personas llevamos puesto un tapabocas. Intento entonces descifrar que están sintiendo con quienes me cruzo: la persona que camina en dirección contraria, la cajera de la panadería, el celador del edificio. Miro sus ojos fijamente, pero la verdad no he logrado identificar cómo se sienten ni ver su alma, de pronto soy malo para leer los estados emocionales de las personas, o quizá necesito el resto de sus facciones para descifrarlo. De cualquier manera, querido lector, la frase no deja de ser zonza o, según la RAE: tonta, simple o mentecata.

lunes, 29 de junio de 2020

Sin tapabocas

Camina con la mano derecha metida en el bolsillo. Lleva puestos jeans azules desteñidos y una chaqueta roja. De repente frena en seco y mira hacia ambos lados nervioso, como si estuviera a punto de hacer algo que no debe. Luego se baja el tapabocas con la mano derecha. 

¿Por qué diablos hace eso? Me gustaría gritarle y decirle que es un desconsiderado, pero uno no puede andar por la calle como un maniático, gritándole cosas a gente que no conoce. Lo miro de lejos, al tiempo que lo maldigo en silencio. 

Ahora sube la mano que estaba libre hacia la cara. ¿Se la va a tocar?, ¿acaso está contagiado y ya no le importa nada?. No lo sabemos. No sabemos nada de nadie, pero lo que sí sabemos del hombre, les cuento, porque no he dejado de observarlo, es que se lleva un cigarrillo a la boca, para darle una profunda calada, como si de eso se tratara la vida, la suya por lo menos, claro está. 

Cuando la termina sonríe, parece que está completo, que no le falta nada, que el acto de fumar, por más sencillo que sea, lo es todo para él. La vida está llena de pequeños detalles a los que les atribuimos todo el significado del mundo, detalles que nos sostienen y con los que nuestra existencia cobra sentido, sin ellos seguro enloqueceríamos. 

nuestras miradas se cruzan. Me hago el loco, dejo de insultarlo mentalmente, y miro hacia otro lado.

jueves, 25 de junio de 2020

Plagio

Me entero, por un amigo, que un escritor sacó un libro a modo de denuncia en contra de Enrique Bunbury, en el que afirma que ha localizado 539 versos en sus canciones, que están hechos con fragmentos de otros escritores como Benedetti, Raymond Carver, Frida Kahlo, entre otros, a los cuales nunca citó. 


Leo la noticia por encima y, de ser verdad, me parece descarada la forma en que el músico utilizó los textos de los escritores, pero la verdad nunca he sido fan de su música así que la verdad me importó poco. 

Todos, creo, hemos plagiado algo de alguna manera por simple que sea. Yo lo he hecho, a una menor escala y de forma inversa que Bunbury en algunos cuentos que he escrito, utilizando frases de canciones que me gustan.

En el último que escribí, por ejemplo, hay una escena en la que describo como unas ancianas sentadas en la entrada de sus casas observan a los emigrantes que viajan encima de la Bestia, el tren de carga que atraviesa México. Ellas no los saludan levantando los brazos, sino que les regalan una sonrisa que parece decir: “Dios los bendiga en sus viajes”.

“God bless you in your travels in your conquests and querys”.
No Pressure Over Cappuccino, Alanis Morissette.

En otro, “El aprendiz del rastreador del tiempo”, el protagonista se encarga de tomar el tiempo entre los buses de transporte público en Bogotá. Uno de los pensamientos del personaje es: “La vida es una gran pregunta cuando estás mirando el reloj.” 


“Life is one big question when you’re staring at the clock”.
40oz. to Freedom, Sublime.

Y en el de Nikolče Drangov, el francotirador Croata, para una escena en que una niña con un abrigo camina hacia el centro de una plaza desierta, bajo la mira del francotirador, adapté una figura que utilizó Vargas Llosa en Conversación en la Catedral, que me parece bellísima: “Un vestido del mismo color de su piel, que besaba el suelo y la obligaba a dar unos pasitos cortos, unos saltitos de grillo.”

martes, 23 de junio de 2020

La mujer del vestido rojo

Hace sol. Salgo a caminar un poco para airear la cabeza. Espero que los pensamientos viejos, esos archivos temporales que llevo en algún rincón de mi cerebro, se esfumen y le den entrada a unos nuevos. En parte de eso, supongo, también se trata la vida: Que el flujo, la corriente de ideas que uno lleva en la cabeza nunca se estanque, para así evitar cosas tan nocivas como fanatismos o puntos de vista recalcitrantes. 

Todo es muy distinto de aquella ocasión de los condones y el maní, cuando estábamos a punto de entrar en cuarentena. Ahora todos llevamos tapabocas. La mayoría son de color blanco y no cumplen ninguna función estética, a diferencia del de una mujer que lleva un sombrero de fieltro grande y un vestido violeta largo con un estampado de flores, que le deja los hombros descubiertos. Ella lleva un tapabocas negro que contrasta con el color de su vestido y hace juego con su larga melena crespa de color petróleo. 

Me gusta su pinta y la actitud que lleva como de turista en vacaciones. Se diferencia de los que andamos por ahí por su andar decidido, que invita a pensar que camina contenta, que no solo salió a hacer compras o vueltas de banco aprovechando que hoy es el día en el que puede salir, sino que realmente disfruta de su caminata. 

Imagino también que el color original de su vestido era rojo intenso, pero como es su preferido, se lo ha puesto varios días a la semana desde que comenzó el encierro y se ha ido destiñendo con cada lavada que le ha dado. 

La mujer va por la acera de enfrente y nos cruzamos de largo. Ahí queda, ahora es solo una imagen que circula en mi cabeza. Llego a la esquina tuerzo a la derecha, y paso por un parque en el que veo hombres sentados solos. Lucen sospechosos. ¿Qué hacen ahí?, ¿tienen una cita?, ¿a quién esperan?, ¿a alguien distraído, por ejemplo, para robarlo? No sé, de pronto no. Es posible que también solo estén aireando su cabeza y que sean unos tipos queridísimos, pero prefiero no averiguarlo y apresuro el paso porque no me dan buena espina. 

De vuelta a la casa, me encuentro de nuevo con la mujer del vestido rojo. Ahora está en la entrada de una heladería que tiene la puerta abierta a medias para atender los pocos clientes que la visitan. Veo, de lejos, como saca plata de su billetera para pagar un cono, con una bola de helado blanca, que le acaban de entregar.

lunes, 22 de junio de 2020

Dudar

Lunes 3:39 p.m. Dudo. 

De mi papel en la vida si es que interpreto alguno. Dudo de todo, de las opciones que he tomado, tomaré y la que acabo de tomar hace un instante—¿Será mejor tomar tinto o te? —Sin importar lo insignificantes que parezcan, pues cualquier suceso, imagino, le cambia la dirección a la vida en una u otra dirección, pero nunca nos damos cuenta.  No nos damos cuenta de nada.

Es una tarde quieta, sin sol, pero mucha luz y también como sin aire. Me siento en la mesa de la cocina a tomarme el tinto que me acabo de preparar y lo acompaño con una porción de torta de chocolate. Saben bien. La vida debería consistir en eso: tomar algo caliente y acompañarlo con un postre y una buena lectura, nada más. ¿Acaso es mucho lo que pido? 

Como música de fondo me acompaña el incansable traqueteo de la lavadora y uno que otro trino de un pájaro despistado, supongo. La duda sigue ahí, quieta, intacta, pero me rehúso a caer en ese espiral de preguntas sin respuesta que mi cabeza quiere plantear. 

Miro el cielo a través de la ventana pequeña de la cocina, pero la contraluz no me permite distinguir nada. Así, imagino, debe ser la luz intensa que afirman ver las personas que han tenido experiencias cercanas a la muerte. 

Que lento transcurre este día festivo, este lunes con cara de domingo que se perfila hacia esa hora maldita en la que la tarde está a punto de convertirse en noche y aparece ese nudo en el estomago que nadie sabe bien qué es, pero que todos hemos experimentado alguna vez. 

Le doy un sorbo al cuncho del tinto, que ya esta frío, y raspo del plato restos de chocolate con el tenedor. Luego, agarro el limpión de la cocina y lo tiro en gancho, por encima de mi cabeza, hacia el lugar donde se cuelgan. Si lo engancho al primer intento significa que todo va a estar bien, caso contrario alguna desgracia ocurrirá en mi vida. ¿Cuándo? Quién sabe, pero mejor no tentar al destino, así que el corto tiempo que el trapo dura describiendo un tiro parabólico, deseo con todas mis fuerzas que no caiga al piso. 

Queda enganchado. Por fin una certeza en medio de tanta duda. 

Ahora, mientras escribo esto, llueve.

sábado, 20 de junio de 2020

Combustión espontánea

De pequeño acompañaba a mi mamá a hacer mercado a Cafam de la Floresta, cuando el lugar apenas era un supermercado. Yo estaba a cargo del manejo del carrito y acomodaba los productos, como mejor me parecía, dentro de él. 

Cuando terminábamos de pasear por los pasillos del lugar, mi mamá revisaba la lista de compras que llevaba en una mano, para asegurarse de que no había olvidado de echar algún producto y para ver si se le ocurría algún otro que no había tenido en cuenta. 

En el sector de las cajas registradoras las filas siempre solían ser largas y ese era uno de mis momentos favoritos, pues tenía la oportunidad de tomar la revista “Muy Interesante” que trataba todo tipo de temas paranormales: fantasmas, ovnis y casos curiosos. 

Yo no leía la revista a fondo, sino que devoraba las imágenes para saciar mis ansias de amarillismo paranormal. Uno de los temas que más me impactó fue el de las combustiones espontáneas, un fenómeno en el que las personas terminan convertidas en cenizas, sin tener contacto con el fuego. 

Recuerdo que precisamente eso, montones de cenizas, era lo que salía en las fotos: cenizas encima de una cama, en el pavimento; cenizas de lo que antes había sido un cuerpo humano. 

Ese artículo me causó mucha impresión así que lo leí un poco. Recuerdo que decía que las personas que estudiaban el fenómeno no tenían indicios de a qué se debía y que simplemente las personas comenzaban a sentir calor en un sector del cuerpo hasta que se consumían. 

En ese entonces quedé nervioso por el artículo y en las noches, cuando me iba a dormir, se me atravesaban imágenes de una montañita de cenizas encima de mi cama al día siguiente. Afortunadamente nunca ardí. 

Me acordé del tema porque ayer senti calor en la palma de la mano izquierda hasta el punto  de que fui al baño para dejar que el chorro del agua fría del lavamanos la lavara por completo. Luesgo la sequé toque el punto de calor, deseé que no fuera el inicio de una combustión espontánea y me puse a ver el primer capítulo de Mr. Robot. Al poco tiempo olvidé el asunto.

jueves, 18 de junio de 2020

Mal genio


Me meto en mi cabeza a ver si logro dar con lo que me incomoda que, supongo, debe venir en forma de idea o recuerdo, para luego transformarse en sentimiento. Me imagino al cerebro como una red de millones de circuitos, y los responsables de mi ira son un par que no están haciendo el contacto adecuado. 

Llevo puesto un overol azul oscuro y una caja de herramientas cuelga de mi mano derecha. Pasados unos minutos no encuentro nada. Lo único que veo, en mi corta caminata mental, aparte de unas fantasías inconfesables, son fogonazos, aquí y allá, producto de la sinapsis. 

Todo aparenta estar en orden. Es como si el mal genio proviniera de la nada, del vacío, del espacio exterior o de otra dimensión, y ese hecho, que carezca de base y sustancia, hace que me moleste más. “¡Que ridiculez sentir tanto!” pienso. Deberíamos tener algo de robots, ser más importa-culistas o las dos cosas, qué sé yo. 

La cabeza, es decir, nuestros pensamientos o todo lo que almacenamos en ella, deberían ser elementos binarios: 1/0, blanco/negro, derecha/izquierda, por aquí/por allá y ya está, pero la paleta de colores que se despliega ante nosotros en cualquier situación, buena o mala, es algo que, me aventuro a pensar, a veces nos jode la cabeza. 

Entonces escribo, porque escribir es una certeza que me tranquiliza. Redacto un texto de 288 palabras que va en su novena versión hasta que quedo contento con él. 

Guardo el documento, apago el computador y me pongo a ver una serie que se llama “Escapando hacia la noche”, que lleva ese formato de: grupo de desconocidos intentan superar un peligro. En este caso es que el sol los va a fritar y van en un avión escapándose del amanecer, de ahí el nombre de la serie. 

Me pregunto hasta cuanto lograrán los guionistas mantener la tensión bajo ese escenario y le estimo una temporada, pero siempre las extienden y una historia que podía ser redondita y compacta, termina llena de curvas y huecos en la trama. 

miércoles, 17 de junio de 2020

Sueño romántico

El reloj despertador suena por segunda vez. Entreabro los ojos y estiro la mano para presionar algún botón, el que sea, hasta que logro que esa chicharra del demonio deje de sonar. Por eso el mundo anda tan mal, porque el primer contacto que tenemos cada día con la realidad es una experiencia traumática. 

Cierro los ojos pues quiero volver a caer en el sueño que tuve, en continuarlo, pero no ocurre nada. Estoy despierto. La trama de esa ficción onírica estaba protagonizada por una mujer y yo. Estábamos muy cerca y, al parecer, la abrazaba y besaba, pero como suele ocurrir en mis sueños, las imágenes que recuerdo están envueltas en una neblina que no me permite definir los bordes, dónde comienzan y terminan las cosas, los objetos, las personas o los sucesos; todas las figuras son bultos sin facciones. 

¿Es esa mujer producto de retazos mal pegados de toda la tela que llevo en el inconsciente? ¿Es alguien que conocí, conozco o voy a conocer? Me molesta mi incapacidad para no tener sueños claros y envidio a las personas que los recuerdan fácil y logran dar todo tipo de detalles. 

¿Cuál es la línea que separa lo que soñamos de la realidad?, ¿comparten algún territorio en común la vigilia y el sueño? No lo sé. También hay veces que me molesta eso, saber tan poco, andar siempre a tientas, en fin. 

Entonces imagino que todos, como la mujer del sueño y yo, vamos flotando por la vida como cuerpos celestes, hasta que la fuerza gravitacional propia o del otro(a) hace que nos estrellemos.

Esas colisiones, catastróficas o no, son las encargadas de que todo esto, que no sabemos muy bien qué es, siga en marcha.

martes, 16 de junio de 2020

Examen de sueño

Parece que hay veces en que uno hace las cosas mal por sencillas que parezcan, y una de ellas es dormir. 

Hace unos años una doctora me mandó a hacerme un examen de sueño. La clínica, de sueño, claro está, a la que tenía que ir, nunca la había visitado y quedaba lejos de mi casa. La cita era a las 7 de la noche, y se supone que ese día debía haberme despertado muy temprano para poder presentar, digamos, un examen exitoso. 

No fue así. Ese día, entre semana, dormí más de lo debido, o simplemente no tenía el sueño que creía era necesario para el examen. El chofer del taxi que tomé, aseguró saber dónde quedaba la clínica, pero al final se perdió. Genial, estaba perdido y sin sueño. Me bajé de ese taxi y tomé otro que si supo llegar al lugar. 

Llegué corriendo a la recepción y les conté que tenía un examen de sueño. La mujer que atendía, que llevaba puesto un uniforme tan blanco como las paredes del lugar y que también parecía no tener sueño, me tranquilizó y me dijo que había llegado justo a tiempo para el examen, y me pidió que me sentara a esperar en una sala desierta con un televisor empotrado en la pared que tenía el volumen a todo dar. 

Pasada la espera, apareció una enfermera que me hizo seguir a un cuarto con un baño, una cama, una especie de mesa de noche metálica y también otro televisor en una de sus esquinas. La mujer me dio una bata clínica de esas delgadas de color azul aguamarina y pidió que me cambiara en el baño. 

Cuando estuve listo, la mujer me dijo que me acostara porque ya iba a comenzar el examen. Así lo hice, mientras ella preparaba, accionando unos botones, la maquina del sueño que, imagino debe tener otro nombre. Una vez recostado me empezó a conectar varios electrodos en el pecho y cuando termino me dio las buenas noches y me deseo un buen sueño. 

Ese día iba armado con una colección de cuentos de Raymond Chandler, así que antes de que abandonara el cuarto, le pregunté que si podía leer antes de dormirme, y me dijo que no, que ella tenía que apagar la luz de la habitación, pero que si podía mirar algo de televisión. 

Le di las gracias y antes de prender el televisor, me quede mirando fijamente el techo. Ahí estaba estaba yo en pleno examen y no tenía sueño. Luego miré televisión por un rato, ya no recuerdo qué programa, seguro una telenovela, porque solo habían canales nacionales, hasta que me dormí. 

A la mañana siguiente entró la enfermera y sentí que solo habían pasados unos minutos desde el momento en que había dejado el cuarto la noche anterior. Tenía mucha pereza de tener que repetir el examen, así que lo primero que le pregunte fue si había dormido y me respondió que sí, que la máquina, ella o el dios del sueño, habían podido tomar las medidas necesarias para obtener un resultado. 

Me alisté, abandoné el lugar y caminé hasta una panadería. Allí pedí un juego de naranja, un café, y algo de comer y me leí dos cuentos de libro que había llevado.

lunes, 15 de junio de 2020

Lo que pasa

Hace mucho tiempo E. me contó, algo enfadada, que J. había vuelto con su novio de toda la vida con el que había terminado hace poco, y que se iban a casar. “¿Pero por qué no es capaz de buscar a otra persona?”, se preguntaba con cierta rabia. A mí la verdad me importaba poco lo que hiciera J, y mucho menos lo que pensara E. de ella. Todo me llevó a pensar que E. decía esas cosas porque le tenía cierta envidia, pues andaba sin pareja en ese momento de su vida. 

Pasara lo que pasara en su relato, J. no tenía ganas de interpretar un nuevo papel. Creo que muchas veces actuamos en automático ante las diferentes situaciones que nos plantea la vida. Eso es lo que, me aventuro a pensar, pasa, porque así somos y ya está. 

Lo que pasa, o bien, lo que creo que pasa, es que siempre estamos a la espera de la historia perfecta, de un relato sin grietas ni fallas, donde todo tenga sentido, más allá de esa estructura dramática de inicio, nudo y desenlace que nos han querido vender toda la vida. 

Pero claro, ¿acaso quién no desea que la vida sea justamente eso, es decir, una historia compacta, redonda, sin grietas por entre las cuales se le pueda escapar el sentido? Entonces, imagino, andamos tras la búsqueda de esas narrativas que concuerdan con lo que creemos es justo, lo que debe ser, o que reclaman eso que, se supone, la vida nos debe o nos ha quitado. 

Andamos pues, evitando ser frágiles y negando que el caos supera cualquier tipo de estado en el que transcurren nuestras vidas. No queremos admitir que el orden, “lo que debe ser”, se nos escurre por entre los dedos como agua, porque queremos que los otros entiendan nuestro relato de inicio a fin, y está mal visto que el sinsentido, lo inexplicable, domine nuestra narrativa de vez en cuando. 

Eso, supongo, en mi infinita ignorancia, es lo que pasa.

viernes, 12 de junio de 2020

El no-escrito

Jacinto Cabezas tiene muchos problemas, unos importantes y otros no. Algunos de los importantes para él, son ridiculeces para los demás, y algunos que tilda de ridículos, son gravísimos para el resto de las personas. Así es que vamos por la vida, llenos de desacuerdos con lo que otros piensan, pero ¿qué le vamos a hacer? Siempre, claro, está a la mano el recurso de la indignación, pero indignarse porque el uno o el otro dijo, o porque esto o aquello pasó, no es de mucho provecho. 

Como su narrador oficial, sé que a Cabezas no le interesa hacer un listado de sus problemas, así que no vamos a entrar a analizar cada una de las desgracias que componen su vida, igual, estimado lector, ni usted ni yo tendríamos el tiempo suficiente para emprender semejante tarea. 

El otro día mientras me canalizaba a través de sus dedos, pude experimentar uno de los problemas de Cabezas, que él considera importante. Ya habíamos hablado de la exploración de los bordes en su obra. Ese día, del que les hablo me refiero, cuando se disponía a escribir un relato de ficción que, como dice su colega Ricardo Silva, es la única que hace posible esquivar lugares comunes; y de ahí su importancia, pues el centro está plagado de ellos, Cabezas se planteó el siguiente dilema: 

Tenía ganas de escribir, pero no quería hacerlo, es decir, quería contar muchas cosas, pero al mismo tiempo no decir nada, dejar la página en blanco si era necesario. En resumidas cuentas Cabezas quería exponer su punto de vista, pero sin decir nada, hacer un escrito no-escrito que le permitiera convertirse en nadie, que le quitara cada una de las capas de ego que lleva encima. 

Y eso, parece, fue lo que hizo, porque luego de 2 horas de estar sentado enfrente del computador no había escrito ni una sola palabra. “¿Quién va a entender el propósito de ese escrito desprovisto de egocentrismo?”, se preguntó. “Seguro que aparte de mí, nadie.”, concluyó, y tuvo que hacer un esfuerzo impresionante para cortar de tajo la conversación con sí mismo, a pesar de que ese otro que lo habita le hacia caras para que continuaran charlando. 

Luego de ese incidente, salió a caminar a ver si se le ocurría alguna manera para abordar ese no-escrito, pero llegó a la terraza de un restaurante, diluyó su dilema en 3 vasos de gin-tonic, 2 de whisky; adornó la borrachera fumando media cajetilla de cigarrillos, y al final olvidó el asunto.

jueves, 11 de junio de 2020

Personajes

¿Cuál es la probabilidad de encontrarse con alguien en una ciudad capital con más de 6 millones de habitantes? muy baja, quizá, pero así le ocurrió a Andrés y Camilo el otro día, dos personajes que no se habían vuelto a ver desde que se habían graduado de la universidad. 

Luego del saludo, cayeron en una conversación cualquiera sobre algunos amigos en común con los que Andrés había perdido contacto, al contrario de Camilo. Este último le daba detalles de cada persona de la que hablaban como si los hubiera visto hace tan solo unos días. 

A Andrés no le caía ni bien, ni mal Camilo. Lo consideraba como uno de esos personajes que en algún momento juegan un papel importante en la trama de una historia, pero que salen de ella cuando ya no son necesarios, así que su plan era decirle lo mismo que hasta ese momento le había dicho a todos los que se encontraba sin proponérselo: “Páseme su teléfono y ahí miramos cuando nos tomamos algo”, una frase ambigua que siempre lo dejaba bien parado. 

Pero luego de decírsela a Camilo, este no cayó en el juego y le propuso, como sabiendo cuáles eran sus intenciones, que se tomaran ese algo ya mismo. La determinación de Andrés se desplomó en un instante, y aceptó el plan improvisado. 

El algo que decidieron fue un café, porque Andrés no quería llegar oliendo a trago a su casa, y Camilo, a pesar de ser un borrachín consumado, lo acepto sin problema, pues, al parecer, tenía muchas ganas de hablar. 

En el sitio que seleccionaron, un café pequeño con una barra y unas sillas altas apeñuscadas, los viejos conocidos conversaron como en los viejos tiempos, salpicando su charla de anécdotas de su época universitaria. Pasada la euforia llegaron a ese punto muerto que arranca con la pregunta: “¿Y que está haciendo ahora?”. Andrés le contó cuál era su trabajo, sin entrar en muchos detalles. “¿Y usted?”, le preguntó. 

Camilo le contó que ya llevaba más de 5 años trabajando en la misma empresa, una multinacional, y que por fin, a principio de año, lo habían ascendido a Gerente de una de las divisiones de la compañía. Andrés notó el orgullo en sus palabras, y le preguntó que si para él siempre había sido importante llegar a ese cargo. 

“¡Claro!”, le respondió Camilo, algo ofendido con la pregunta. ¿Es que hace cuánto fue que nos graduamos? Ya es hora de tener uno de esos cargos, ¿no cree? 

“Si, me imagino”, le respondió Andrés, mientras pensaba en esa necesidad que tenemos de ser personajes protagonistas, importantes, con mucho poder en la trama de una historia,  bien sea propia o ajena. No entiende por qué las personas no pueden conformarse con ser un personaje secundario, o incluso un extra que pasa caminando y nada más, incluso cuando ese hecho les permitiría tener vidas menos caóticas.

miércoles, 10 de junio de 2020

Lectura crítica

“Solo A. entendió de que se trataba mi cuento”, dice Carlos cuando terminan de darle los comentarios sobre su escrito. “¿Y qué significa entender un cuento?” Se pregunta Magda. 

Mientras la discusión sigue, ella piensa que se escribe con un tema o mensaje en mente, y puede que algún lector lo interprete tal cual como el autor lo deseaba, pero que en el momento en que la pieza: una frase, párrafo, poema, cuento, novela, sale de los dominios del autor; cuando entra, digamos, en el recio caudal de la lectura, los lectores pueden darse el privilegio de atribuirle el significado que les dé la gana, sin importar si tiene, o no, algo que ver con esa gran idea o tema en la que pensó el escritor al momento de crearla. 

Magda le da un sorbo a un a taza de café humeante que acaba de poner un mesero sobre la mesa, mientras el resto de escritores, o más bien, lectores, siguen opinando sobre el cuento, después de oír el pataleo del autor. 

Magda también piensa que un texto tiene problemas estructurales, goteras narrativas, si el escritor se empeña en defender a capa y espada a cada una de las objeciones de sus lectores, si encuentra una justificación para todo, que es justamente lo que ocurre en este momento con el escritor, que se ve algo molesto con los comentarios que ha recibido hasta el momento. 

Magda sabe que lo que acaba de pensar es solo una opinión y le molestan las opiniones, tan sesgadas y llenas de "verdad". No quiere echarle más leña a la discusión, pues quiere que la reunión se termine rápido para irse a tomar cerveza con unos amigos. 

“¿Tú que piensas Magda?”, le pregunta Carlos de repente. Antes de hablar le da otro sorbo al café que ya esta frío, sonríe y acude a un lugar común de conflicto y trama, temas con los que elabora una respuesta rápida. 

Más tarde, con un vaso de cerveza en la mano, no ha parado de darle vueltas al tema. “Que cada persona interprete las lecturas como quiera, ¿acaso nos van a quitar ese placer?”.

martes, 9 de junio de 2020

Heredar

Pedro, llamémoslo, escribe contenido para marcas. Dice que está en capacidad de redactar artículos para blogs, notas de prensa, descripciones de productos, todo eso sumado a que sabe sobre SEO y que tiene una excelente ortografía y gramática. 

Aparte de sus conocimientos también aprovecha para jactarse de su origen, pues en su gancho promocional asegura ser el hijo de un famoso escritor colombiano, así lo escribe en su perfil: Soy el hijo del gran escritor y poeta fulanito de tal, como si eso le inyectara potencia a su escritura. No tengo idea si es tan buen escritor como dice, e igual es algo que solo le debe importar a aquellas personas interesadas en sus servicios. Me llamo la atención su perfil, pues hace que me pregunte si uno puede llegar a heredar diferentes aspectos de los padres, más allá de rasgos físicos. 

Imaginemos que Pedro escribe una pieza, la que sea, pero no le sale bien. Es muy probable que alguien le pregunte, ¿pero acaso no es usted el hijo del gran escritor y poeta fulanito de tal?, pues imagino que esa persona espera que escriba de forma similar a su padre o incluso mejor, al ser, digamos, una versión más joven del escritor. 

De pronto, de tanto obsesionarnos con una actividad, todo lo relacionado con ella se almacena en nuestro código genético. Si ese es el caso, ya veo porque Pedro se escuda en el nombre de su padre para hablar acerca de su profesión. 

También pensé en el hermano de Egan Bernal al que le gusta montar bicicleta. ¿Bastará que diga que es hermano del campeón del Tour de Francia para que le abran las puertas de un equipo de ciclismo?

lunes, 8 de junio de 2020

N IOPKFJOIVJIO SVJH


Hay ocasiones en la que creo que mi computador está a punto de sacar la mano, pues es viejo. imagino entonces que a esos aparatos se les puede aplicar una regla similar a la que se utiliza con los perros, donde  1 año de vida corresponden a 7. 

De ser así, mi computador ya debe estar en la tercera edad. Hay veces en las que estoy escribiendo algo y se pone a pensar (ejecutar algún, proceso) y ahí se queda. Aunque ya sé que debo esperar unos segundos para que vuelva a su estado natural, en ocasiones me desespero y comienzo a aporrear lel teclado como si esa acción, algo animal, sirviera para que el computador reaccionará. 

Hoy me volvió a pasar eso y mientras volvía a tener vida presioné las teclas como un pianista enfurecido. Pasados unos segundos el cursor comenzó a titilar y dejó como rastro las palabras no palabras: n iopkfjoivjio svjh. 

El mensaje, creo, no significa nada, pero ¿qué tal que sí? ¿Qué tal que mi computador, ya viejo, sufra algo parecido al alzheimer y que quiera decirme algo a través del procesador de palabras? No creo en señales, pero siempre ando a la espera de mensajes que me van a dar una noticia que van a cambiar por completo mi vida, y los espero en forma de llamada, E-mail, carta o el medio que sea. 

Ya he dicho, de una u otra forma, que vamos como ciegos por la vida y que nos perdemos de miles de cosas porque no somos buenos observadores. 

No faltará aquel o aquella que digan que fui yo el que escribió esas letras, pero prefiero inclinarme hacia el territorio de la ficción y pensar que mi computador tiene información relevante para mi vida, la cual desconozco. 

N iopkfjoivjio svjh, ¿qué idioma es ese?, ¿qué podrá significar esa agrupación de letras?


sábado, 6 de junio de 2020

Esto

Escribir ayuda a estar equivocados, a no tener la razón de nada, y para describir tan solo estados de la verdad, pues esta siempre está en constante movimiento, en evolución perpetua. La escritura entonces, más allá de reglas gramaticales, ritmo o cadencia no es algo que esté bien ni mal. Se escribe, a la larga, para contar algo, lo que sea y ya está, pues más que inicio o desenlace es puro nudo lo que llevamos por dentro. 

Escribir, entonces, es como dejarse ir, perderse para encontrar el camino; es Luz y oscuridad atropellándose en un espacio en el que las palabras se funden unas con otras y, con algo de suerte, a veces dan forma a algo. 

Escribir, les decía, es errar y, a veces, cuando la musa está del lado de uno, los planetas se alinean o qué sé yo, se tienen aciertos. Y en ese momento se es feliz, pues nada como dar con la frase adecuada, la palabra precisa; llegar a un común acuerdo con la idea. 

Hace unas semanas escuché a Rosa Montero hablar sobre historias y decía que las que valen la pena son como sueños, propios o colectivos, y que las realmente buenas vienen del inconsciente, que el escritor nunca esta a cargo, sino que son ellas las que se apoderan de uno, las que mandan la parada.

jueves, 4 de junio de 2020

Los bordes

Ahí está de nuevo Jacinto Cabezas, el escritor. Se encuentra sentado en la terraza de un café y está fumando un cigarrillo. Lleva puesta una gorra azul y gafas negras para que la multitud no lo reconozca. Es muy difícil que alguien se acerque a saludarlo, pues aparte de sus familiares y amigos cercanos, puede contar con los dedos de una mano las personas que han leído sus novelas, pero cree que nadie se ha dado cuenta de su presencia porque supo camuflarse bien entre la multitud. 



Cabezas dedica el tiempo a ver pasar gente y de vez en cuando realiza una anotación en su libreta, producto de una asociación libre. Hace poco vio pasar a una mujer con una pañoleta roja envuelta en el cuello y escribió las palabras: guillotina, amor. Pasados unos minutos vuelve a leerlas  y, en apariencia, no tienen relación alguna ni le dicen nada, pero no las tacha, sino que dibuja un cuadro alrededor de ellas, pues espera que se le manifiesten pronto. Así pasa el tiempo el escritor, mientras espera a que sean las 11:35 de la mañana, el momento preciso para pedir un gin-tonic, pues sabe que si lo hace un minuto antes o uno después una tragedia ocurrirá en su vida. 

A Cabezas siempre le ha gustado explorar los bordes de la existencia en su obra. Esa, cree, es una de las razones por la que sus novelas pasan desapercibidas, porque nadie, de forma deliberada, quiere acercarse a los desfiladeros. Las personas prefieren permanecer en el centro, en ese lugar donde se sienten cómodas, en fin, ese lugar donde se encuentra lo conocido y creen que allá pueden estar a salvo, ¿de qué o de quién? de la muerte en cualquiera de sus presentaciones, claro está. 

Cabezas piensa que esa exploración de la periferia es lo que lo llevará a escribir una obra maestra, una obra que, quizá, como Guerra y Paz, perdure por los tiempos de los tiempos, amén. 

Cabezas sabe que la gente cree estar alejada de los bordes, del precipicio, pero que en realidad los exploran como fantasías innombrables cuando consumen y cuentan historias, pues esas son actividades que toman tiempo y consumen energía, y solo cuando estas exploran los bordes de la existencia es que valen la pena.

martes, 2 de junio de 2020

"Porque no puedo evitarlo"

“Solo voy a escribir porque no puedo evitarlo”. 

Esa es una frase de Charlotte Brontë. ¿Qué se de ella o de sus hermanas? Nada, pues no he leído ninguna de sus novelas. En ese libro que no sé cómo llegó a mi biblioteca y que se llama “Un Plan de lectura para toda la vida”, los autores le dedican unas páginas a las escritoras. Coincidencialmente, alguien doblo una esquina de la página dónde aparecen;, que dice: “El único entretenimiento con el que podían contar era su propia imaginación, además de las historias que oían sobre el comportamiento, a menudo violento, de las gentes bastantes primitivas de la vecindad”. Después, de forma algo escueta, el libro menciona que Charlotte murió poco después de cumplir 39 años, y al final del párrafo el autor se pegunta cómo, a pesar de llevar una vida extraña, las hermanas lograron canalizar su energía creativa hacía la escritura y creación de historias. 

Por alguna razón cuando leo o me acuerdo de Las Brontë siempre me imagino una aldea, sobre la que cae una fuerte lluvia. 

La frase está en un lápiz de color negro con una mina muy oscura que me regalo Verónica, una mujer que dicta clases de escritura creativa, Esa vez, 2 o 3 años atrás, nos encontramos en un café, y a punta de capuchino y muffins de manzana hablamos sobre libros y escritura, horas antes de que dictara uno de sus talleres. 

El lápiz parece tener vida propia y se mueve sigilosamente por todo mi escritorio, pues cada vez lo encuentro en un lugar diferente. De pronto, el haberlo visto hoy, es una señal de que debo leer Jane Eyre pronto, pero la verdad no creo mucho en eso de las señales. 

El lápiz también me produce muchas ganas de volver a dibujar. No sabe uno hasta que punto se entrometen los objetos en el curso de nuestras vidas.

lunes, 1 de junio de 2020

Ese día

Ese día parecía como cualquier otro, pero ese es un gran error. Pensar que un día puede ser, si acaso, similar a otro es un despropósito. Por eso no me gusta esa sección de los periódicos que dice: “Un día como hoy hace 50 años”, en fin, ese día, más bien, no era como cualquier otro sino uno muy particular, pero ¿cómo logra uno identificar un día de esos, un día diferente? 

Ese día me encontré la nota en un bus, un papel que, por alguna razón, quizá porque había acabado de discutir con Marcela y quería ocupar la mente en lo que fuera, me llamó la atención. Estaba doblado en dos en la otra hilera de sillas, casi en el borde de la silla que daba hacia el pasillo. Afuera hacia una fuerte ventisca, con presagios de lluvia, que tal vez quería indicarme que tomara el papel o, más bien, que no le prestara atención. 

No aguanté las ganas y me estiré para cogerlo, con cuidado de que nadie se fuera a dar cuenta. No creo que a ningún otro de los pasajeros le causara tanta intriga ese papel como a mí, incluso es probable que ninguno de ellos lo hubiera visto, pero me sentí como tomando algo que no me pertenecía y por eso actué de esa manera. 

De vuelta en mi puesto, las gotas de lluvia comenzaban a resbalarse por la ventana; era un día gris, esos que le dan un empujón a la nostalgia. desdoblé la hoja y tenía una frase escrita en tinta roja: “nos vemos en el bar del hotel Palo Santo a las 19:00.” Tres cosas me llamaron la atención: la tinta roja, ¿Quién carajos escribe con tinta roja en estos días? , la forma en que se indicaba la hora: las diecinueve, lo que me hizo pensar que el mensaje lo escribió un militar o alguien con un carácter muy rígido, y, por último, el punto de encuentro que, coincidencialmente, queda a solo dos cuadras de mi casa. 

Miré el reloj y eran las dieciocho, así leí la hora, y por esos impulsos ridículos que se encargan de disparar la vida en cualquier dirección, decidí ir al bar del hotel. 

Llegué al lugar corriendo con el pelo y mi ropa completamente mojados. Le sonreí a la persona que cuidaba la puerta, y la abrió sin importarle mi apariencia o mi sonrisa. Adentro escogí una mesa que quedaba en una esquina, pedí un café y saqué un libro que simulé leer, pues a cada rato levantaba la mirada para ver si lograba identificar a esa persona que había escrito la nota. 

Crucé un par de miradas con una mujer a dos mesas de distancia y que estaba sola. A la tercera sonreí e imitó mi gesto y justo cuando me decidí a sentarme en su mesa, un hombre le puso uno mano en el hombro y se inclinó para besarla. 

Un hombre, en otra mesa. que llevaba puesto un sombrero de copa, ¿Quién carajos utiliza un sombrero en estos días?. fumaba un cigarrillo y parecía algo nervioso. Ese tenía que ser. No esperé a que llegara alguien a saludarlo y Me senté rápido en su mesa. 

“¿Qué es lo que quiere?”, le pregunte mirándolo fijamente a los ojos. 
“¿Quién es usted?”, respondió sorprendido. 
“Dejémonos de jueguitos le dije”, tengo su nota y por eso estoy aquí”, y aproveché para mostrarle papel que, claro, tenía la nota escrita por él”. 
“Esa no es mi letra”, dijo el hombre 
“¡Dígame qué es lo que quiere!”, le grité y luego le eche el vaso de lo que estaba bebiendo encima. 

En ese momento sentí que alguien me ponía las manos encima. De reojo alcancé a ver que fue el hombre que cuidaba la entrada. 

Mientras me echaban del lugar alcance a cruzar la mirada con la mujer, que me miró con lástima. Estoy seguro de que era ella con quien debía encontrarme, pero desde ese día no la he vuelto a ver y me tienen prohibida la entrada al hotel.