Hoy mi hermano llevó a un concesionario el Peugeout que nos acompaño por más de 15 años, para que le dieran cualquier cosa por el mismo, Hacía rato que venía funcionando mal y no valía la pena mandarlo más al taller. La vejez hace presencia en todo.
Una de las primeras cosas que me contó mi hermana mayor cuando salí del coma, fue una historia sobre la compra del Peugeot. Yo, tendido en la cama del hospital, todavía no entendía muy bien que era lo que pasaba a mi alrededor, pero recuerdo que en ese momento imaginé los paseos que iba a dar con mi familia en ese carro, y eso fue algo que me tranquilizó mucho.
En ese carro fuimos a los llanos y en otra ocasión mis padres me recogieron completamente borracho y tuvimos que hacer una parada técnica para que no estropeara el asiento trasero, ¡que verguenza tan gigante!
Menos mal que los objetos por más grandes que sean, no dejan de ser solo eso. Si tuvieran el mismo valor sentimental que, por ejemplo, una mascota, que pereza sería desprenderse de toda la basura que atesoramos a lo largo de la vida.
Igual, aunque no tiene sentido alguno, no dejo de preguntarme ¿Quién lo comprará? ¿lo volverán chatarra? ¿alegrará o será la desgracia de una nueva familia a la que indiscutiblemente le venderán gato por liebre? ¿Qué pasaría si los objetos tuvieran emociones?
Una vez me leí una recopilación de cuentos sobre la muerte, y uno de los mismos narraba la historía de un cepillo de dientes que iba a parar en un punto inalcanzable detrás del mueble del lavamanos. El dueño no se las arregla para rescatarlo, sino que va y se compra uno electrico. Entonces el cepillo viejo oye todo y se da cuenta como lo dejan en el olvido, mientras se llena de polvo y tiene como sus únicos acompañantes a un par de insectos. Al final se supone que muere.
Sin ponerme con sentimentalismos zonzos, creo que mi familia nunca olvidará ese carro y el buen servicio que nos prestó.