Una familia compuesta por papá mamá e hijo llega a la mesa de un restaurante. El padre lleva una camiseta a cuadros, de colores azul rojo y blanco; su hijo está vestido con el uniforme de la selección Colombia, y la mamá lleva puesto un suéter blanco con líneas azules horizontales.
Apenas se sientan el niño, que debe tener unos 8 años, comienza a contar: 122, 123, 124... mientras el padre le dedica toda la atención a su celular; tiene unas cejas pobladas que ayudan a dar la impresión de que anda de mal genio. La mirada de la mamá , que tiene los brazos cruzados y que en vez de estar sentada parece desgonzada en la silla, sólo expresa aburrimiento.
Cuando les traen las bebidas la mujer, con un par de movimientos ágiles, le quita el envoltorio al pitillo y lo introduce en la limonada, quizá pensando "Quiero largarme de este lugar" o incluso "Quiero tener otra vida".
El niño por fin dejó de contar números; ahora habla pero cada palabra que pronuncia parece no tener ninguna relación con la anterior. Es él único que lo hace, los padres no se miran, ni dicen nada. Es una familia, pero por alguna razón están desconectados, como si les fastidiara compartir tiempo juntos. Es como si cada uno llevará en sus cabezas un conteo diferente.