Me gustan los pueblos porque sus habitantes parecen andar en cámara lenta como si, tan solo por habitar esos lugares, estuvieran anestesiados contra el caos y las constantes angustias que, sin cesar, suministran las grandes ciudades.
A primera vista puede parecer que un pueblo tiene poco por ofrecer, pues no hay nada para "hacer", es decir, no hay salas de cine, bares o cafés, donde pasar el tiempo, pero sus habitantes se ven más ligeros y alegres; parecen disfrutar más la vida con menos cosas o distracciones, que muchas veces solo son válvulas de escape.
Hoy, después de almuerzo fui a un pueblo. Tenía ganas de algo dulce, entré a una tienda y me compré un cono de helado de vainilla con trozos de mora. Luego, en otro local, pedí un tinto hecho en greca, que me sirvieron en un vasito de icopor.
afuera, me senté en una mesa con un parasol que daba hacia la plaza principal, para "ver pasar la vida", actividad que consiste en sentarse con alguna bebida en mano (medida opcional), contemplar a las personas que pasan y rumiar un pensamiento detrás de otro; la mejor actividad que puede ofrecer un pueblo.
Mientras veía pasar la vida en cámara lenta, un hombre de unos 60 años paso caminando. y lo seguí con la mirada. Él se dio cuenta y me la sostuvo por unos segundos. Llevaba un sastre de un color oscuro opaco, tal vez debido a un uso constante, y un sombrero con una pluma. Me pareció que estaba muy elegante.
Finalmente, el hombre se tocó el sombrero con una mano, y me dijo "Buenas tardes joven". Le respondí el saludo y él siguió su camino en cámara lenta.