Sara Siempre ha asociado los closets con la muerte. De noche, cuando era pequeña, la ropa que colgaba de los ganchos se transformaba en cadáveres. Dudaba si el fenómeno ocurría en verdad o era un truco de su imaginación, pero igual se escondía debajo de las cobijas y rezaba como loca. Le pedía a Dios que su ropa no la fuera a atacar en medio del sueño.
Al crecer otras rutinas fueron ocupando sus noches y ya no sentía tanta angustia, pero siempre se aseguraba de cerrar las puertas del closet antes de dormir.
Para ella, los closets no eran más que entidades resentidas y cargadas de odio; esos rincones del hogar que nadie desea mostrar y en el que se acumula basura con el pasar de los años; objetos que ya no sirven pero que se se guardan bajo la peligrosa consigna de "por si acaso". Es así como ese espacio se va cargando lentamente de energía negativa y quién sabe de que otras cosas.
Un día su madre la sorprendió con una sorpresa. Había instalado un gran espejo en una de las paredes de su cuarto. Ese día Sara fingió emoción y le regalo una sonrisa que reprimió su preocupación. Tenia claro que un espejo y un closet, en una misma habitación, eran una combinación mortal; pues sabía que, el primero, tiene la facultad de abrir portales a otros mundos y permite que seres malignos ingresen a nuestra dimensión.
Está cansada. Hay noches en las que se no pega el ojo por pensar en el tema y vigilar el susurro de las prendas de vestir muertas, valga la aclaración, dentro del closet. Cuando sus niveles de autosugestión se disparan, asegura escuchar ruidos y voces dentro del closet, e imagina a esas prendas de vestir, que poco se pone, conspirando en su contra, con la ayuda de seres de otras dimensiones, que lentamente se filtran a través del espejo.