Marco Brand vive de afán, su rutina comienza muy temprano en la mañana, y sus días siempre le deparan reuniones, encuentros, llamadas, tareas y cosas por hacer, la mayoría de ellas relacionadas con su trabajo y profesión. ¿Hace cuánto que no toma vacaciones?, ¿Cuándo fue la última vez que leyó un libro por puro placer?, no lo recuerda, pero prefiere desechar esos pensamientos para no amargarse.
Hoy en medio de su correcorre, y mientras espera a un cliente en un café, aprovecha para tomarse un capuchino, una de esas actividades que considera un pequeño placer y que lo ayudan a tranquilizarse; un ritual que le permite bajar las revoluciones de su agotador estilo de vida.
Brand pide la bebida en un vaso plástico, pues cree que cuando se la sirven en un pocillo, esta se enfría demasiado rápido. “Tomar capuchino frío, guardando las debidas proporciones, es igual de incomodo que lavarse los dientes sin crema dental” piensa.
Últimamente a Brand le inquieta pensar cómo no hay un segundo del día en el que una marca no esté intentando entrar en contacto y/o colarse por cualquiera de nuestros sentidos, para luego clavarse y hacer de las suyas en el subconsciente, ese terreno extraño que nos pertenece, pero sobre el que no tenemos voz ni mando y que nos lleva a actuar de manera inesperada.
Justo ahora todo a su alrededor son marcas, como el individual que, con una sonrisa amplia, como pidiendo disculpas, había puesto la mesera en su puesto. Brand lo observa y ve que lleva el logo del establecimiento y un slogan: “nuestras manos construyen un millón de historias”, que suena bien pero que no deja de ser sonso, un cliché.
Cuando levanta la vista se percata de varias calcomanías pegadas en las paredes, avisos, carteles; incluso, de las palabras que logra descifrar de las conversaciones a su alrededor, nota como las personas quieren dejarle claro a su interlocutor que, antes que nada, son alguien en esta vida, una marca, un punto com, una arroba, que se dedica a hacer esto y lo otro, y de quienes dependemos para sobrevivir.
Al rato la mesera llega con su bebida: un vaso plástico en su totalidad blanco. Brand lo toma y le da vueltas por todo lado buscándole alguna letra, símbolo, dibujo, hasta que la temperatura le obliga a dejar el vaso sobre la mesa.
Le gustaría ser como ese vaso de capuchino, no aparentar, no ser nada ni nadie, pero paradójicamente ser algo que, solo con su presencia, reconforta a los que entran en contacto con él, con su mera esencia, que no tiene necesidad alguna de blandir una marca o eslogan a diestra y siniestra para reclamar su lugar en el mundo.