Un reciclador arrastra una carreta por una calle. En un cruce, un semáforo en rojo lo obliga a detenerse. El hombre suelta las agarraderas del vehículo, y este se inclina hacia atrás debido al peso que lleva.
El semáforo se pone en verde. El hombre, que tiene manchas de suciedad en la cara, levanta la mirada y alza su propio peso agarrando los soportes de madera con los que arrastra la carreta. Esta no se mueve así que, sin soltar las agarraderas, se inclina hacia adelante como si quisiera desplomarse en el piso a propósito.
El hombre no se da por vencido y su esfuerzo, que parece no va a resultar en nada, por fin hace que las dos ruedas de la carreta avancen lento, despacito; pocas acciones son proporcionales en esta vida. Hace poco oscureció y el recorrido hasta su hogar le tomará hasta la media noche.
El hombre intenta en no pensar en lo que le falta por recorrer y cuan cansado esta, sólo se empeña en poner un pie delante del otro, como si fuera lo único que sabe hacer en esta vida. Los carros que viene detrás lo ignoran y esquivan sin percatarse del esfuerzo que está haciendo; otros le pitan como si su ritmo lento pero cadencioso fuera algo que hace a propósito.
En su lento andar el hombre cruza una tienda, con mesas sobre el andén, donde varias personas toman cerveza. Una mujer le sostiene la mirada por un segundo, pero luego le da un sorbo a una botella y se sienta sobre las piernas de un hombre que le acaricia la espalda.
De unos parlantes sale la canción “Despacito”, a un volumen que el hombre considera exagerado. Recuerda que está mañana en la radio, un locutor anunció sobreexcitado que la canción continuaba de número uno en los listados musicales después de no sé cuantas semanas. Pasa de largo la algarabía y continua su camino despacito.