Mi muerte del día tuvo sus inicios hoy muy temprano. Me dormí en la madrugada con la firme intención de levantarme tarde o más bien, de cumplir con esas 8 horas de sueño reglamentarias de las que tanto se habla. No ocurrió lo esperado y me desperté unas cinco horas después, como si tuviera una cita importante, o un avión o tren que tomar para llegar, claro está, a la cita.
Despierto, la paleta de opciones de qué hacer, la lideraba la dupla: ver un capítulo de una serie en Netflix o leer. Me decanté, palabra que en este momento me parece graciosa, por lo primero, pero la red inalámbrica no funcionó, así que terminé en lo segundo. Luego de leer le di gracias a los miles de sucesos que no permitieron que me pusiera a ver televisión, porque los capítulos que leí, permítame hacer uso de un cliché,estimado lector, me llegaron al alma; eso que no sabemos si existe o nos habita, pero que, si nos fijamos bien, tiene algo que ver con el más allá.
Luego salir. Almorzar, sol, caminar, etc. un día como el de cualquier otra persona aquí o en Japón; suponiendo que allá también hizo sol. De vuelta a casa Netflix seguía jodido así que me soplé otras líneas de la novela hasta que los ojos se me comenzaron a cerrar.
“Voy a descansar un ratico” pensé, y los cerré, adentrándome en los mares del sueño, en un duermevela agradable. Recuerdo que alcancé a soñar algo, fueron imágenes placenteras, escenas sin edición y/o conexión alguna, pero la vigilia, en un último esfuerzo por tomar control, encendió una alarma “¡Atención! Tiene los lentes puestos, no puede quedarse dormido.”
No sé cómo le hice caso y me levanté para quitármelos. Luego caí en un profundo sueño o una pequeña muerte, pues, como leí una vez, dormir es morir un poco.
Antes de desconectarme, recordé lo que me dijo un amigo en un viaje que hicimos a Cartagena hace muchos años. Habíamos acabado de almorzar y le comenté lo rico que sería tomar una siesta. Él me miro con cara de asombro y me dijo: “Señor: para dormir, la eternidad”.