En las mañanas Lisbeth trabaja como asistente administrativa y en las tardes lo hace como conductora de Uber. No le pongo más de 35 años. A mitad de camino busco la forma de iniciar una conversación. Para hacerlo, me aferro a un lugar común que logra romper el hielo. Al instante noto que tiene acento de otra región que, supongo, es del caribe.
Le pregunto que de dónde es. “Soy de Venezuela”, responde. Me cuenta que lleva dos años acá y que tuvo facilidad para venir a Colombia, pues su mamá es colombiana y le sacó la cédula cuando era pequeña.
Me dice que la situación allá está terrible, que ella se formó como policía y que, en un momento, cuando vio las cosas muy mal, decidió abandonar su país, pues prefería dejar aquel lugar, antes de abusar de sus compatriotas solo por portar el uniforme de una fuerza militar. También me cuenta que ya logró traer a su mamá y que ahora solo falta su padre, y espera que el también, dentro de poco, pueda venir a hacerles compañía.
“¿Y cómo fue la llegada?”, le pregunto. Me dice que ahorró 3 meses de su sueldo como policía, una cifra que en Bolívares equivalía a varios millones, pero que en pesos colombianos eran, más o menos, $300.000.
“Fue duro, pero tenía que hacerlo, es que la situación está muy jodida allá—dice para romper el silencio en el que habíamos caído—, solo por ponerle un ejemplo, una caja de huevos está costando allá más de 1 millón de bolívares”. Le pregunto que a cuánto equivale esa cantidad en pesos y me dice que a unos $6000.
El resto de viaje pienso en los millones de bolívares que puedo gastar en un solo día, y cuántas cajas de huevos podría comprar.