Si yo fuera un ensayista prodigioso, seguro escribiría un ensayo acerca del noble acto, y de todo lo que conlleva el arte de renunciar, es decir, de deliberadamente dejar algo, alejarse, de decir: “yo aquí ya no voy más”. ¿De qué podemos renunciar?, de un trabajo, una persona, un proyecto, una relación, una conducta, de lo que sea, incluso a veces de nosotros mismos.
Como no soy ese ensayista del que les hablé, voy a desparramar una que otra idea al respecto en las palabras que vienen a continuación.
Una amiga, que anda metida de cabeza en el cuento del yoga, renunció a su trabajo acá en Colombia y se fue a Europa a dedicarse de lleno a eso, pero sin tener claro de qué manera, uno de esos bellos saltos al vacío, que tanto miedo nos dan.
Como parte de su experiencia, hasta el momento, presto voluntariado en un Ashram, y en un viejo mail, que me escribió hace mucho, vuelvo a leer acerca de algunos altibajos emocionales que ha tenido, debido, en parte, a las diferentes renuncias que ha tomado en el camino.
Ella, Magdalena, renunció a muchas cosas, desde lo más básico, su trabajo, su estabilidad, a su rol como ser funcional de la sociedad, hasta otras más tontas como el Whatsapp, porque un día nos anunció que se iba a salir del grupo, pues la la dinámica de los chats y mensajes no le estaba aportando mucho en su vida o, mejor, no la necesitaba.
Ninguno de los integrantes del grupo refutamos su posición, y la dejamos renunciar; creo que eso también es importante, es decir, que las personas involucradas en nuestra renuncia, independiente el tipo que sea, no monten un drama al respecto, sino que nos la dejen hacer como si nada, sin tanto bombo ni alharaca.
¿En qué momento de nuestra existencia el acto de renunciar adquirió una connotación negativa? Que cada quien renuncie y diga chao, hasta luego, suerte-muerte, me voy, auf wiedersehen, ¡TALUEGO!, como le dé la gana, ¿no cree usted, estimado lector?