Ese es el título del libro de Pablo Coelho que atrapa mi atención. ¿11 minutos para qué o qué?, me pregunto. Imagino que parte del gran éxito de ese autor se debe a esa especie de incertidumbre y misticismo. Pienso esto mientras mi mirada se pasea por la imagen de la caratula: una flor roja que, al parecer, reposa sobre una sabana o almohada blanca, muy blanca, como de comercial de detergente.
Hago fila en la caja de un supermercado para comprar unas cuchillas de afeitar. Hace un rato estaba haciendo fila en otra caja y cuando se suponía que era mi turno, la cajera con cara de cansancio combinada con un gesto de “jódanse todos” dijo: “Ya no voy a atender más”. Por eso me pase a esta fila, la de la caja “rápida”, que de rápida tiene más bien poco.
Me distraigo viendo los libros, que compiten con dulces y gaseosas por la atención de las personas.
Nunca he leído a Coelho; alguna vez lo intenté dándole una oportunidad a El Alquimista, si no estoy mal, pero me pareció un libro extraño, o no me enganchó, y lo abandoné después de leer pocas páginas.
Al lado del libro del escritor brasileño, hay otros libros, pero me fijo en el suyo porque la imagen, me parece, da paz, resulta placentera.
Otro de los libros es “Erase una vez el amor y tuve que matarlo”, uno de esos libros a los que el título les queda grande; como ese otro que compré de puro capricho y sufre de lo mismo: “La gente feliz lee y toma café”.
También hay un libro de Dan Brown, y la novela Buda blues de Mario Mendoza, quien, creo, es muy bueno para ponerle títulos a sus novelas.
No se cuánto tiempo llevo haciendo fila, es como si se hubiera detenido; eso pasa en algunos lugares, sobre todo en las salas de espera y, a veces, en sitios como este, cuando estamos rodeados de sonidos de cajas registradoras, anuncios de descuentos que salen de unos parlantes, y un fuerte barullo de voces.
Llevo más de 11 minutos haciendo fila.