El viernes pasado mi hermano me llamó al celular. Como la mayor parte del día suelo tenerlo en silencio, no contesté.
Más tarde, cuando lo revisé, en la pantalla del teléfono estaba la notificación de la llamada perdida hasta ahí todo normal. En los días siguientes ha continuado apareciendo la notificación de esa llamada, y no sirve de nada que la elimine, pues a las pocas horas vuelve a aparecer.
Supongo que a veces los sistemas de comunicación de telefonía celular se chiflan y por eso ocurren incidentes como el que les estoy contando, pero (ustedes saben que siempre existe un “pero”, una porción de realidad o irrealidad que no deja que lo que nos ocurra se pueda considerar 100 “normal”, por decirlo de alguna manera)...
¿Qué es lo que me quería decir mi hermano? ¿Acaso tenían tanto poder las palabras que me iba a decir ese día que, aunque nunca salieron de su boca, se niegan a quedar en el olvido?
Esto me hace pensar que aparte de las palabras perdidas y las cansadas, también deben existir las “muertas”, las que se quedaron en la punta de la lengua, y que luego tragamos para condenarlas con nuestros jugos gástricos, aunque algunas pueden ser lo suficientemente fuertes e importantes para carcomernos las entrañas antes de morir.
Para salir de la duda, lo más fácil sería preguntarle a mi hermano que me quería decir ese día, o tal vez no, tal vez lo mejor es que algunas palabras permanezcan muertas.