En Memoria por Correspondencia, el bellísimo libro de cartas de Emma Reyes, la artista cuenta cómo en sus primeros años de vida cuando aún vivía con su madre, y antes de terminar internada en un convento, se reunía con su hermana y los otros niños del barrio a jugar en un terreno baldío, con más apariencia de basurero que cualquier otra cosa. Narra como se divertían con los objetos que encontraban en ese lugar como, por ejemplo, un maniquí o escultura al que vestían, y que de un día para otro decidieron llamar “General Rebollo”, alguien a quién rendían pleitesía a manera de deidad, hasta que un buen día un niño del grupo decidió contarle al resto que el general Rebollo había muerto y entre todos le hicieron una gran ceremonia para honrarlo.
Una vez trabajé con una fundación que tenía unos proyectos en Altos de Cazucá, varias veces que estuve en el lugar vi como los niños, muchos con la cara sucia, los pantalones y camisas con agujeros y algunos descalzos, se divertían lanzando piedras colina abajo en calles no pavimentadas y polvorientas. El juego solo consistía en eso, pero ellos reían y lo repetían una y otra vez, sin importar las condiciones del terreno o del clima.
Anaïs Nin recalca mucho en sus diarios la importancia de la niñez, y dice que tanto el niño como el artista viven en mundos de su propia creación, gobernados por sus fantasías y sueños, sin necesidad de entender el mundo del dinero o la persecución del poder, y que ese mundo tarde o temprano entra en conflicto con el otro, el “real” digamos, que está regido por compromisos conscientes y auto-traiciones.
También dice que las verdaderas maravillas de la vida residen en las profundidades, y que explorarlas en busca de verdades es la verdadera maravilla que el niño y el artista entienden a la perfección.