Invito a un escritor a una reunión. Nos seguimos en una red social pero no lo conozco de forma cercana, aunque alguna vez charlé con el cuando fue como invitado a una sesión de un taller de crónica que tomé hace un par de años.
Me dice que no puede asistir en la fecha que le doy porque tiene unos compromisos de trabajo el resto del mes. “Se que suena un poco odioso, pero créame, es puro rebusque”, afirma.
La verdad no me importa, es decir, que esté ocupado porque está lleno de trabajo o por rebusque me tiene sin cuidado, pero me agrada cuando las personas demuestran ínfulas de nada, que, independiente de quién sean y lo que hayan hecho o deshecho en esta vida, no miren a las personas por encima del hombro.
Existe mucha fauna de esa en el mundo de las letras, personajes que por haber publicado un libro se creen la reencarnación de Shakespeare, mientras que solo unos pocos serán recordados en la historia, y el resto se irán al olvido. Lo peor es que ellos lo saben.
García Márquez menciona eso en una de sus notas de prensa. Dice que la literatura es muy desagradecida, pues a diferencia del boxeo, solo tiene dos categorías: los inmortales y el resto, mientras que ese deporte tiene un criterio de calificación más justo con pesos welter, pesos medios, pesos mosca, etc, donde “cada quien disfruta de una gloria universal dentro de sus límites respectivos”, mientras que en la literatura solo los grandes van al cielo y adquirirán cierta inmortalidad.
Por eso, a menos de que uno sea un Tolstoy, una Woolf, un Dickens, un Dotoyevski, una Austen o cualquier otro gran autor, lo mejor es andar por la vida sin ínfulas de nada.