Hoy escuché apartes de la entrevista que le hizo Vicki Dávila al “Doctor de la muerte”, sobrenombre un poco ridículo la verdad, un doctor que practica la eutanasia, y como dato importante, pero más bien amarillista, decían que solo le faltaba una muerte más para llegar a las cuatrocientas, pero el número, creo yo, le importa a él en lo más mínimo.
La muerte es un tema muy jodido, y nos vuelve un nudo cada vez que nos roza de cualquier manera, porque no tenemos ni idea acerca de ella, no sabemos qué nos espera cuando finalmente llega, si el más allá realmente existe, o si simplemente la vida se acaba y ya, sin cielo ni infierno y todos esos escenarios que tenemos metidos en la cabeza. Supongo que eso a nosotros, los humanos, con nuestras ínfulas de sabiduría y quienes hemos sido capaces de descubrir la existencia de galaxias a millones de años luz, nos da rabia, es decir, no tener ni idea en qué realmente consiste la muerte, aparte del mero acto de morir.
“¿Hasta que edad quiero vivir?”, me pregunto, pensando en la mítica frase de My generation, la canción de The Who: “I hope I die before I get old”, porque si uno se fija bien, pues sí, mejor morirse antes de que el cuerpo y sus órganos comiencen a fallar, cuando la vejez nos cubre con su manto de desagradecimiento.
Contaba ese médico que el caso que más lo ha afectado, fue cuando le practico la eutanasia a una mujer de casi 50 años que era diabetica desde pequeña, y a la que le tenían que practicar diálisis cada día de por medio. La enfermedad también la había dejado ciega y lo más probable era que le tuvieran que amputar ambas piernas, pues ya estaban llenas de morados.
Decía el médico, con la voz entrecortada, que eso no fue lo que más lo impacto, sino que el día del procedimiento la mujer se encerró con una amiga, en el cuarto de la pensión en la que vivía, y se vistió con la mejor pijama, se maquilló con polvos y labial rojo, y se puso unos aretes de oro, una de las pertenencias más valiosas que tenía.
Todo el tema me hace recordar la crónica “Son 15 minutos. Dejas de respirar. Y fuera”, del libro Vidas al Límite de Juan José Millás, en la que el escritor acompaña a un hombre de 66 años, el día anterior al que decide quitarse la vida. La vuelvo a leer.
El hombre le cuenta cómo su declive comenzó con dos ataques cardíacos después de ser un corredor que esprintaba, luego vino un problema de control de esfínteres, y como si no fuera suficiente, después le apareció un quiste radicular imposible de operar, porque una intervención quirúrgica significaba parálisis corporal. En ese punto los médicos, e incluso los tribunales, le dijeron que ya no había opción de nada, que solo le quedaba esperar a que la muerte le diera la gana de llevárselo.
El hombre se preguntó “¿Qué hacer?” y evaluó la posibilidad de irse a Estados Unidos, comprarse una pistola y volarse los sesos. También había ido a edificios de Málaga a mirar desde un octavo piso, pero descartó esas opciones porque no le gustaba la violencia ni las cosas desagradables.
Cuenta que ya no tenía energías para nada, que no puede caminar por más de 10 minutos, y que su casa parecía una farmacia por la cantidad de pastillas que tomaba, que también le producen muchos efectos secundarios.
El hombre, de paso por Madrid, contactó al DMD (Asociación Derecho a Morir Dignamente) y le preguntan que cuando quiere hacerlo. “Mañana, ya que estoy aquí, mañana”, les respondió, y le dieron un llamado “Cóctel de Autoliberación”, compuesto por un hipnótico, y medicamentos contra la malaria que resultan mortales en altas dosis.
Millás había quedado en asistir al momento en que se iba a tomar los medicamentos, pero no fue capaz de cumplir la cita; los únicos que lo acompañaron a eso de las 12:45 fueron dos funcionarios del DMD.
Para su acto final, su desenlace digamos, el hombre su puso un pijama, dobló la ropa con cuidado, saco las pastillas pulverizadas y las echo en un yogur de fresa, que se tomó a cucharadas. Luego se sentó en un sofá, colocó los pies sobre una mesa, y medía hora después dejó de respirar.