Le cuento a una amiga que todas las noches pongo el celular en silencio, porque no me gusta que me despierten los sonidos de las notificaciones de las aplicaciones o el de una llamada. Ella me mira con cara de asombro, y me dice que es incapaz de hacer eso, pues “¿Qué tal que tengan que avisarle algo— malo claro esta —a uno, algo que ocurrió mientras uno duerme?”, me pregunta. Imagino que su miedo esta fundado sobre esa creencia popular de que las malas noticias son de las primeras que uno se entera.
No respondo nada, porque no tengo la respuesta, es decir, no sé si tenga alguna ventaja enterarse de una noticia mala poco tiempo después de que haya ocurrido o si lo mejor es disfrutar de una buena noche sueño antes de preocuparse por lo que sea que haya pasado. Yo, creo, le apostaría a lo segundo.
Hace ya más de una década, en un viaje que hice al exterior por varios meses, un día estaba muy cansado y me propuse dormir toda la tarde. Ese día sonó el teléfono dos veces. La primera era para ofrecerme ya no recuerdo qué; le di las gracias a quién llamó y me volví a tumbar en la cama.
Al poco tiempo cuando el sueño ya me estaba abrazando de nuevo, volvió a sonar el teléfono. Dudé en levantarme para contestarlo, pero luego pensé que quizás era una llamada urgente de mi familia, pues tenían que darme una mala noticia. Resulto ser un señor que estaba ofreciendo sistemas de alarmas para casas. Imagino que esos episodios han tenido que ver, en parte, con mi decisión de poner el teléfono en silencio todas las noches.
No entiendo por qué uno tiene metido en la cabeza el “chip de la mala noticia”, parece que es algo incrustado en nuestro ADN, desde las épocas de las cavernas.