G. murió el sábado pasado, pero ya llevaba bastante tiempo recorriendo la recta final de la vida. La vejez llegó, como suele ocurrir, con sus pasos de elefante enfurecido, a causar estragos en su salud. La condenada primero se camufló en el Alzheimer, pero esa condición solo fue el detonante, y pasó de olvidar cosas a que su cuerpo olvidara cómo vivir.
B, una de sus mejores amigas, la visito en varias ocasiones durante su convalecencia. Al final G. solo pesaba 34 kilos y tenía el cuerpo cubierto de llagas.
B. cuenta que ella le decía que tenía miedo, mucho miedo, y que en una ocasión le pregunto que a qué, y su respuesta fue escalofriante: “Es que no sé que hay más allá”.
¿Cómo quitarnos el miedo que produce la muerte? ¿de qué manera podemos atisbar un poco en qué consiste, tener un indicio, una mísera pista de qué es lo que ocurre cuando nuestro último aliento se convierte en aire?
Imagino que parte de ese miedo, cuando el final es inminente, se debe a que nos creemos inmortales, y muy pocas veces contemplamos nuestro fin, a pesar de que todos los días llevamos impresa una probabilidad de fallecimiento.
Da rabia que la única certeza de nuestra existencia sea la muerte, y que la vida, como dice la novela “El día en que Nietzche lloró”, se reduzca a un fogonazo de luz entre dos grandes vacios: la ocuridad antes de nacer y la que llega con la muerte.
No queda más remedio que intentar combatirla con la literatura, que siempre ha tratado de conferirle algo de significado.
One day we were born, one day we shall die, the same day, the same second...
birth astride of a grave, the light gleams an instant, then it's night
once more.”
—Samuel Beckett—