Ayer me ausenté de este espacio. No me gusta que eso ocurra cuando había pensado escribir. Hoy me propuse hacerlo y tenía muchas ganas, pero no dediqué ningún espacio del día a pensar algún tema.
Cuando llegué a la casa y me senté en el escritorio, me quedé un buen rato mirando la pantalla, sin que ocurriera ninguna sinapsis en mi cerebro. Me acordé de lo que una vez me dijo un amigo para esos casos de sequía creativa. “Hermano, cuando eso me pasa, me zampo unas líneas de Alberto Salcedo Ramos. Ese man escribe muy chévere y después de leerlo, la escritura me fluye”.
Justo en este momento estoy leyendo La Eterna Parranda, su compendio de crónicas, pero no quise acudir al libro porque quiero leerlo antes de acostarme, y pensé que si lo hacía, tendría que leer otro libro al momento de acostarme, manías pendejas que se inventa uno.
Decidí entonces escarbar unos archivos del 2017 y di con una pequeñísima historia de menos de 500 palabras, la leí, me enganché con el tema de nuevo y me puse a editarla. Le mejoré la estructura describiendo al personaje en el primer párrafo y mejorando la acción en los siguientes, y también le cambié el título.
Me gusta volver a esos escritos viejos y editarlos otra vez, a veces eso es lo mejor que le puede pasar a un escrito. Me refiero a dejarlos reposar un buen tiempo, como si fueran una botella de vino, para luego bebe-leerlos de nuevo, con esa sensación de que en el nuevo encuentro saben mejor.
No sabe uno, entonces, cuál es el momento indicado de los escritos, y si estos nunca dejan de evolucionar o transformarse, no solo cuando se editan, sino también cuando son leídos por su autor o un tercero.