Cuando Claudia llega al restaurante consigue hacerse con la última mesa que está desocupada, mientras una parrilla en la que se está asando un trozo de carne sisea de forma desesperada.
Un hombre de una mesa cercana la mira y ella sonríe sin ánimo de coqueteo. Al rato se acerca la mesera y le cuenta qué es el almuerzo: sopa de verduras, ensalada rusa, carne y tajadas de plátano. “Ese es el menú del día”, le dice la mujer y antes de que le mencione el resto de las opciones, Claudia le responde: “Ese está bien”.
Pone una sombrilla azul encima de la mesa y mira hacia todos los lados, como si fuera una niña muy pequeña que quiere absorberlo todo. En la entrada del restaurante varias personas hacen fila.
Claudia continua en modo contemplativo. Su taza de sopa libera una corriente de vaho mientras la revuelve con la cuchara.
La mesera se acerca y le pregunta que si uno de los comensales que está haciendo fila puede sentarse con ella en la mesa. “Si claro, no hay problema” responde con una sonrisa.
“Hola, como estás?” le pregunta Claudia al hombre que se acaba de sentar en su mesa, justo al frente de ella, como si fuera un viejo amigo. Parece que tiene ganas de conversar con él, por lo menos saber cuál es su nombre y hablar de lo que sea: el clima, el trabajo, el tráfico, pero hablar, el tema poco le importa.
El hombre le responde el saludo de forma desinteresada, y luego de ordenar el almuerzo conecta unos audífonos blancos y largos a su celular para atender una llamada. Cuando cuelga continúa con los audífonos puestos. No habla con Claudia, no dice nada, ni la mira; se concentra en su celular.
Claudia ya termino su sopa y ahora está dedicada a trinchar trozos de salchicha de la ensalada Rusa. Ya no sonríe ni tiene la misma curiosidad en su mirada. Al final adopta la misma actitud del hombre y se sumerge en el celular.