Charlan animadamente, ¿quiénes? son 4: a mis espaldas están dos diseñadores que lo hacen sin dejar de mirar su pantalla y manejar su lápiz con el que, al parecer, podrían dominar el mundo. A mi derecha, junto a una ventana que va del piso hasta el techo, está una mujer, que es administrativa o contable, o ambas cosas al tiempo, no lo sé, solo conozco su nombre y escasamente cruzamos un par de palabras más allá del saludo; el último es el director creativo que también está a mi derecha pero justo a mi lado.
Hace sol y sus rayos bañan la oficina con un ambiente de vacaciones, bien podrían estar los 4, ellos los charladores, con sendos cócteles en sus manos, esos que terminan coronados con sombrillitas de colores, pero no, no estamos en la playa y, además, cada uno está concentrado en su pantalla y, por supuesto, en la charla.
Caigo en cuenta de su conversación mientras redacto algo, es un párrafo al que le he dado muchas vueltas, pero que, creo, carece del ritmo necesario y se encuentra en en la línea que divide los terrenos de lo emocionante y lo aburridor.
Es una situación de vida o muerte para esas palabras, y por eso decido poner atención a lo que están hablando, para ver si de pronto, algo de lo que dicen se convierte en un salvavidas narrativo, si logro una conexión forzada.
Pierdo mi tiempo. Llego tarde a y estoy descontextualizado. Ellos ríen, parece que es una buena charla. Me esfuerzo por agarrar el hilo para participar con algún comentario, el que sea, pero nada. Me quedo callado, a veces es lo mejor que podemos hacer.
Me concentro de nuevo en mi pantalla, edito por última vez el texto y lo envío.