domingo, 22 de marzo de 2020

Madrugada

1:30 a.m. Iba a dormir, pero me senté en el escritorio supuestamente para apagar el computador, abrí una página de internet y un link me llevo a otro, y ese a otro y así sucesivamente, hasta que la fuerza del silencio que cubre a la ciudad me hizo dar ganas de escribir. 

Piensa uno que esa es la condición perfecta para hacerlo, con el mundo supuestamente en calma. El único sonido que escuchó es el de mis dedos aporreando las teclas, de resto nada, es como si estuviera inmerso en una capsula que flota en el espacio sin rumbo alguno. 

Parece que no hay nadie en la calle, pero seguro sí, es muy probable que alguien ande deambulando por ahí. Intento imaginarme a esa persona, alguien muy diferente al personaje rudo de película apocalíptica que se pasea sin ningún tipo miedo. Alguien como yo o usted, estimado lector. 

Me asomo por la ventana y veo a un hombre caminando. Lleva puesta una cachucha, una chaqueta oscura y un morral a sus espaldas. ¿Quién es?, ¿Qué hace a esta hora solo por las calles vacías? Una ráfaga de viento golpea mi cara, y me pregunto si no sentirá frío. 

Los perros del parqueadero de al lado comienzan a ladrar como si hubieran sentido la presencia del hombre. Me dan ganas de gritarle algo porque ahora lo siento como una amenaza, así vaya con las manos metidas en los bolsillos como si no se quisiera meter con nadie. 

No hago nada, solo lo miro; a esta hora yo tampoco quiero meterme con nadie. Quiero dejar que todo pase y que el tiempo consuma nuestras angustias. 

Ahí va el hombre, sigue con las manos en los bolsillos como si nada. Lo miro hasta que se convierte en un punto que se funde con la ciudad y su silencio. 

Los perros dejan de ladrar.