Parece que, en esta época de pandemia (época de pandemia, hágame el berraco favor), el tiempo se contrae y las horas se van por entre un tubo, ¿a dónde? No lo sé. Comienza la semana en Lunes, como debe ser, pero se levanta uno al día siguiente y ya es viernes.
Me aventuro a imaginar que esas horas, que en apariencia se pierden, entran a formar parte de ese terreno al que llamamos pasado, porque el tiempo, el muy condenado, también nos ayuda a precisarlo, a diferencia de la relación que tiene con el futuro, pues allá si no tiene mucho qué hacer.
Entonces Einsten tuvo mucha razón al afirmar eso de que el tiempo es relativo y es cierto que transcurre de manera diferente debido a las circunstancias que se experimentan. El otro día, por ejemplo, vi una publicación que hizo una mujer, donde afirmaba que la semana le había parecido igual de larga que un mes.
En la casa hay un reloj cku cku que da el número de campanadas de cada hora y una campanada a la mitad de cada hora, pero es un ruido de fondo al que ya me acostumbré y que a veces ni escucho. ¿Cuándo habrá nacido esa necesidad de marcar el tiempo y medirlo para saber cómo pasa? Las horas, si uno se fija bien, no tienen nada de diferente las unas de las otras exceptuando la luz del día y la oscuridad en la noche, pero aún así vivimos obsesionados con medir el tiempo, con atesorar ese intangible tan extraño y tan común.
Imagino entonces que los Amondawa, la tribu amazónica que no cuenta con estructuras lingüísticas para referirse al tiempo, deben estar muy tranquilos en estos momentos, pues para ellos la vida solo se desarrolla en el bloque del presente.