Escribo un cuento. La primera escena muestra a un anciano en una mecedora, ubicada al lado de una ventana que da hacia las montañas. El hombre Piensa sobre la muerte, la de él para ser más preciso, y se pregunta cuándo le irá a llegar.
El punto de vista que escogí es la tercera persona, y a ratos el narrador omnisciente, con sus ínfulas de dios, logra meterse a la cabeza del hombre y comparte algunos de sus pensamientos.
Cuando voy a terminar de escribir la primera hoja, dejo de hacerlo y me pongo a leer lo que llevo hasta el momento. Sé que no debería hacer eso, sino que solo debería leer lo escrito hasta poner el punto final, pero es una manía que tengo. Quizás atenta contra las buenas prácticas de la escritura, si es que eso existe.
Leo, pero no le meto mucho la mano al texto, veo que podría puntuarlo diferente y agregarle ciertas palabras, pero los cambios que le hago son mínimos, como corregir errores tipográficos y poner algunas tildes que se me escaparon. Cuando voy llegando al final veo que de un párrafo a otro hay un salto de la tercera a la primera persona.
A veces el narrador es caprichoso. ¿Quién es ese ente? ¿Es el mismo para todas las piezas escritas del mundo o los habrá según géneros? En alguna carpeta del computador debe estar ese cuento que titulé “un asunto de identidad”, que trata sobre un conflicto de identidad del narrador, pues supongo que solo hay uno y se reparte entre todas las personas que escriben algo, desde una novela hasta un telegrama.
Recuerdo que una vez un amigo me regaló La República del Vino, una novela del escritor chino Mo Yan. En una página también me pasó lo mismo, había un cambio abrupto de voz narrativa que, asumo, se debía a que el libro era la traducción de una traducción, o puede que también haya sido un capricho del narrador.