Se supone que tengo ganas de escribir, así que me siento al frente del computador, lo prendo, espero a que cargue el sistema operativo y por último abro un documento de Word.
Veo como el cursor titila, parece que me invita a escribir. Es verdad, quiero hacerlo, pero no se me ocurre sobre qué.
Entonces decido que voy a escribir sobre eso, mi incapacidad para escribir, y logro un texto de alrededor de 500 palabras. Después de la primera leída noto que tiene fallas de todo: ortografía, gramática, ritmo, etc. así que le hago unos cuantos cambios para ver si logro enderezarlo. Lo vuelvo a leer, pero todavía está cojo y no anda como debería andar, o se lee como se debería leer, o bien, como yo espero que se sienta cuando alguien lo lea, más o menos un absurdo, en fin.
Lo reviso una tercera vez y lo acabo a las patadas, porque en verdad tengo ganas de terminarlo, de ponerle el punto final, aunque uno sabe que un escrito siempre va a ser susceptible de edición, y que cuando lo terminamos, escasamente lo que hacemos es abandonarlo a su suerte.
Sé, o siento más bien, que le hace falta algo, pero no tengo ni idea qué puede ser. Tengo que dejarlo que repose. Como leí hace poco, debo pensar que es uno de esos jamones serranos que entre más viejos saben mejor. En últimas lo que el texto necesita es madurar, pero por sí solo.
Lo vuelvo a leer una última vez a ver si quiere decirme algo, pero no, y a mí tampoco se me ocurre nada, así que lo guardo y me alejo de él, para que se añeje un poco. Quizás ya está listo, y eso es lo único que necesita para poder darle el visto bueno.