“Hablamos”. Eso, creo, fue lo que le dije a Carlos, un guionista, a manera de despedida, la última vez que nos vimos. No recuerdo muy bien, pudo haber sido otra palabra o una frase de despedida más elaborada que solo ese verbo conjugado en la primera persona del plural. Estaba con mi hermana en un supermercado, y yo llevaba un pan baguette agarrado a modo de espada con mi mano derecha, esa imagen si la tengo clara. Llevaba ese producto porque en la noche íbamos a preparar fondue con unos amigos.
Él iba entrando al supermercado y yo abandonaba el lugar, cuando nos vimos. Mi hermana se adelantó y yo me quedé hablando con él. Nuestra conversación, imagino, no duro más de un minuto. En ese lapso de tiempo traté de averiguar qué había pasado en su vida, desde el último correo que habíamos intercambiado, unos seis meses atrás. Me contó que había estado una temporada en Europa porque su esposa se fue a estudiar allá; tampoco recuerdo cuál era ese allá, o si en algún momento de la conversación lo precisó, ¿Holanda quizá?. Me contó que había aprovechado su estadía en esa ciudad cualquiera para asistir a un congreso de cine, y que había aprovechado para charlar con directores reconocidos. Así siempre eran sus historias, como las de las personas que la pasan bien y hacen lo que más les gusta sin mucho esfuerzo.
“Hablamos”. Es extraño decir eso para referirse a una acción futura, sin más palabras que precisen cuando se va a hablar. Otra cosa sería decir algo como: “Hablamos el jueves de la próxima semana a medio día”, pero pocos, creo, le apuntan a tal precisión.
Nunca hablamos. Tiempo después me enteré, luego de una seguidilla de clics en Facebook hasta caer en su perfil, de que había fallecido”.