Acabo de ver una charla. Apenas termina, pienso que debería escribir un texto, aunque no tengo ni la más mínima idea de qué podría tratar. Es como si hubiera agotado todas las ideas o palabras, o ambas cosas, en el texto de 780 palabras, que escribí en horas de la tarde.
Además de eso, de repente, un cansancio de ese tipo que solo dan ganas de tumbarse en la cama, mirar hacia el techo y perderse en todo tipo de ensoñaciones, cae sobre mí, como si hubiera estado cargando bultos toda la tarde.
Relaciono lo de los bultos con la palabra cotero y de ahí mi mente salta al dicho: “Tras de cotudo con paperas”. Sé que una cosa no tiene nada que ver con la otra, o seguro sí, pero tengo pereza de averiguarlo. Lo más probable es que esa asociación libre, o bien, conexión forzada, se debe a que mi cerebro está intentando buscar algún tema sobre el cual escribir.
Me relajo y pienso que si no escribo el mundo no se va a acabar, pero me da rabia eso, porque ya lo he dicho y lo vuelvo a repetir hoy, dado que, al parecer, no tengo muchas palabras a la mano: Cuando dejo de escribir acá, supongo que el curso de mi vida, si es que tiene alguno, se desbarajusta. Son cambios pequeños, infinitesimales, pero de consecuencias catastróficas. Por eso escribo este texto que, parece, no va para ningún lado; para salvar mi vida y si es el caso, también la de ustedes.
Imagino que el cansancio que experimento se debe a bultos mentales, bultos que carecen de corporeidad, pero que pesan más, pues su fin es machacar y triturar el yo con su peso, ¿cuál?, digamos que el peso moral, solo por darle una definición.
Por eso acudo a la escritura, para descifrar el cansancio que llevo puesto, para descifrarlo todo; esta nunca será un peso.