Un viento helado, que acompaña a una tarde fría y lluviosa, es lo primero que se estrella contra mi realidad. ¿Y qué es mi realidad?, una chaqueta muy delgada que no me protege del clima que está haciendo. Pienso en devolverme para cambiarla, pero como no me voy de excursión al ártico descarto la idea.
De todas formas, me dirijo a uno de los lugares más fríos de la ciudad, a temperatura emocional, me refiero: un banco. De hecho, debo visitar dos, para sacar un cheque en uno y consignarlo en el otro, una de esas transacciones financieras personales que parecen no tener sentido alguno.
En el primero hay poca gente.
Aparte de la chaqueta, voy armado con tapabocas, guantes y esfero propio, y la cara, como siempre, me rasca como un demonio. Intento pensar que es algo mental, y también distraerme con cualquier pensamiento, desde tararear una canción mentalmente, hasta leer los letreros del banco: “Espere su turno”, “Caja”, “Oficina de gerencia”, y así, mientras espero a que mi número de atención, el O908, salga en una pantalla de televisor desperdiciada.
Por fin es mi turno. Cuando me acerco a la caja, el nombre de usuario de la sucursal virtual aparece de la nada en mi mente. Antes de salir de casa, quería ingresar al portal para verificar cuánto dinero tenía en la cuenta y no recordé el usuario. Eso me hizo dar una mezcla de rabia y preocupación, pues en estos días es algo que me ha pasado con frecuencia: se me olvidan, por un lapso de tiempo, algunas claves, números, en fin, datos que debería tener clavados en mi memoria. “¿Será vejez?, ¿neuronas que han muerto?”, me pregunto cuando eso ocurre, pero luego, la información vuelve a aparecer en mi cabeza en el momento menos pensado.
Mientras realizo la transacción, un hombre con una chaqueta de Jean llega a la caja de al lado. Lleva el tapabocas en la barbilla. ¿La razón?: está comiendo unos chitos. Lo miro mal, pero no le digo nada, ya saben mi teoría: Lo mejor es andar por ahí sin intentar meterse con desconocidos, porque es justo en ese momento cuando se despiporra todo.
Salgo del banco, contento por haber completado el 50% de mis vueltas bancarias, y deseando que el tarado de los chitos se atore con uno, un evento que no le produzca la muerte, pero que por lo menos le genere algo de angustia.
Llego al otro banco y tomo otro turno. Ahora soy el H7. Apenas me siento, intento descifrar qué tiene que ver el orden de atención con relación a la combinación de las letras y números que van apareciendo en pantalla, pero fracaso en el intento.
En uno de los puestos de atención, está una mujer de edad avanzada, acompañada de una enfermera totalmente vestida de blanco, a excepción del tapabocas que lleva puesto que es de color verde fosforescente. La enfermera le tiene que repetir fuerte y cerca de su oreja izquierda, todo lo que la asesora les dice, pues la señora está más sorda que una roca.
En un momento la viejita se fija en una imagen publicitaria del banco que está en la pared. En ella sale una panadera con hornos y bandejas llenas de bizcochos al fondo. Le pregunta a la enfermera de qué se trata la imagen, y esta inventa una respuesta rápida, algo que, imagino, hace a cada momento del día: “Es que el banco apoya a los microempresarios con sus restaurantes”. A la viejita la respuesta le parece suficiente y calla por unos segundos, para luego concluir: “Se parece a la de ese concurso de cocina español.”
La asesora, que ya sabe que tiene que hablar más duro si no quiere intermediarios en su conversación con la viejita, le pregunta por su número de celular. “22 millones, 4…” responde. “No, su número de celular”, interviene de nuevo la enfermera gritándole en su oído de piedra.
“Ahh”, responde la viejita. Y se queda callada mientras esculca en su mente ese número. Pasan alrededor de 5 segundos y aún no dice nada. Cuando todo parece estar perdido, dicta el número como si nada. En ese momento me identifiqué con ella y su pequeña laguna mental, y celebré en silencio que hubiera recordado el número.