A veces se siente una extraña pero cómoda ligereza, momentos en los que nuestras desgracias y aciertos cobran sentido. Es una sensación que, imagino, se origina en las vísceras, si hablamos de lo físico, o en el subconsciente si nos referimos a lo etéreo, pero ¿qué sé yo?
Puede ser que ese estado tenga algo que ver con algún recuerdo de la infancia, aquella patria en la que el mundo parecía estar en orden, o de pronto tiene que ver con aspectos positivos de vidas pasadas, momentos fugaces de felicidad que tuvimos cuando fuimos otros, pero también los mismos.
Ahorita experimento esa ligereza. Tal vez tiene que ver con que comencé un dibujo y creí que iba mal, pero al alejarme vi que no estaba tan perdido —cuando dibujo me siento ligero—, que encontré un lugar en el que venden lápices de dibujo con mina de grafito a buenos precios o, quizás, porque ayer fue un día de mierda y la mente y el cuerpo buscan un balance para que el individuo no enloquezca, por eso el blanco y el negro, el sol y la lluvia, lo ácido y lo dulce, la pesadez de la vida y su ligereza. Aún con todo ese rollo del libre albedrio y nuestras ínfulas de libertad, al final, parece, todo resulta ser una balanza que se inclina para el lado que le da la gana.
Toca aferrarse a esos momentos de ligereza con toda la fuerza de la vida, porque se esfuman tan rápido como aparecen. Hay que Flotar y permanecer en ellos la mayor cantidad de tiempo posible, pues como dijo Francis Bacon: “Solo tenemos este momento, brillando como una estrella en nuestra mano y derritiéndose como un copo de nieve”.