Ayer morí un poco. Estaba metido en la cama y me incliné hacia adelante para acomodar de mejor manera las almohadas, un arte que no se perfecciona en toda una vida. Era, supongo, un movimiento tonto, uno que quién sabe cuántas veces he realizado en mi vida, pero el de ayer coincidió con tragar saliva y me atoré.
Todo ocurrió en cámara lenta, y cuando supe que eso me iba a pasar, intenté no tragar, pero caí en cuenta de ello tarde. La primera parte de esa muerte diminuta es toser de forma desesperada. Esa, imagino, es una reacción involuntaria, una forma en que nuestro cuerpo, mil veces más inteligente que el humano al que está asignado, lucha por sobrevivir.
Se tose, se tose mucho porque el organismo tiene claro que es una cuestión de vida o muerte, que caminamos por una cuerda floja. Luego de ese arrebato de tos, viene tal vez el momento más terrorífico de la experiencia, en el que intentamos respirar de forma desesperada, pero el aire no entra a los pulmones. En ese momento crítico es cuando debemos adoptar una postura Zen, para no perder la calma. Esto se logra de mejor manera cuando esa pequeña muerte se experimenta estando solos, pues en compañía nos sentimos ridículos y las personas, con caras de angustia, comienzan a lanzar todo tipo de consejos inútiles: “Levante un brazo”, o el mejor de todos: “tome agua”. ¿Cómo pueden pedir eso, mientras uno echa un pulso con la muerte, y cómo esperan que uno lo haga?, en fin.
Les decía que ese momento crítico es de fortaleza mental, un acto de fe que consiste en pensar que todo va a estar bien, que en determinado momento el aire va a volver a entrar a los pulmones.
Después de ese nudo, de ese episodio dramático con un clímax tan potente, llega el desenlace. Todo tiene pinta de un relato redondo, pues el final coincide con el principio: tos, tos y más tos, carraspera, tos, carraspera, tos, tos, etc. Es ahí cuando deberían decirnos, en uno de esos momentos en que uno traga una bocanada del aire que dejo de respirar, que tomemos agua.