Me despierto temprano. Voy a la cocina, me preparo un café y lo acompaño con un pedazo de torta. Pienso que está rica, lleva trozos de nueces y manzana, y ha sido mi desayuno de los últimos días.
Media hora después me meto en la cama a ver algo en Netflix, lo que sea que me llame la atención. Doy con un documental, pero a los pocos minutos mis ojos comienzan a cerrarse. Me gusta dormir Netflix, pero esta vez quiero prestarle atención al documental, así que apago el televisor y cierro los ojos con el firme propósito de quedarme dormido.
Caigo en ese paraje brumoso que comprende los límites entre la vigilia y el sueño, en un estado de duermevela. y algunas imágenes comienzan a aparecer en mi cerebro. No sé si son producto de mi imaginación, micro-sueños o una mezcla de los dos. Como siempre ocurre, mi inconsciente comienza a vomitar información.
Aparezco, con un grupo de amigos a los que no les veo la cara, en la terraza de una plazoleta de comidas. Hay platos y bebidas ya terminados enfrente nuestro, y caigo en cuenta de que no llevo tapabocas.
Siento angustia y algo de pena con el resto de las personas que están alrededor mío, y les digo que por favor me esperen, pues necesito comprarme uno.
Llego a una tienda, una mezcla entre droguería y supermercado, y le pregunto a uno de los empleados en dónde están los tapabocas. Me da unas indicaciones genéricas: “Al fondo y voltea a la derecha”. Cuando llego al lugar indicado veo unas bolsas blancas en las que, supongo, van empacados los tapabocas. Tomo una y me dirijo a la caja del lugar.
Apenas pago el producto, destapo con ansias lo que compré y adentro viene una bolsa de pan tajado y algo verde, en caucho, parece una esponjilla para lavar.
Siento rabia hacia todo: la pandemia, el supermercado, el empleado que me tomó del pelo, el haber olvidado el tapabocas en la casa, y cuando me voy a devolver para protestar, el sueño se diluye.