El edificio en el que vivo colinda con dos parqueaderos. Uno es de varios niveles y sótanos y el otro semi-rodea un edificio de oficinas. Me aventuro a pensar que el segundo siente envidia del primero, pues ese luce mucho más imponente, pero eso no viene al caso.
El segundo, desde que empezó la pandemia, se comenzó a quedar sin carros estacionados de forma juiciosa dentro de sus líneas amarillas. A cada rato se le dispara una alarma y deja de sonar hasta que se cansa o alguien la apaga. Supongo que ocurre lo segundo, porque la determinación que tienen las alarmas, de lo que sea, a menos de que se les acabe la batería, es impresionante. Como no he vuelto a ver carros estacionados en ese parqueadero, es, se me ocurre pensar, un parqueadero-no-parqueadero, pues perdió, de haberla tenido, toda su identidad; estragos de la pandemia, ustedes saben.
En el otro a veces veo unos carros solitarios, estacionados en algunos de los niveles, e imagino una de esas películas sobre el fin del mundo, y que el dueño de ese carro es una especie de Mad Max que estacionó su coche para salvarnos de un peligro del que aún no sabemos nada, qué se yo, unas hordas salvajes que viven escondidas en los cerros de la ciudad.
En ese parqueadero, a cambio de la incansable alarma del otro, lo que se escucha son los ladridos de, supongo, perros guardianes. Son ladridos cargados de rabia, de pocos amigos, que camuflan un: "si se me acerca le arranco una mano”.
Parece que los vigilantes, en medio de su aburrimiento, se acercan a las casetas de los perros para molestarlos y estos empiezan a ladrar como si fuera el fin del mundo. Cuando eso pasa, me pregunto qué andará haciendo el Mad Max que nos va a salvar de esa catástrofe que está a punto de ocurrir, bien sean las hordas salvajes o que algún día, un guardián cometa un error y deje escapar a esos perros rabiosos.