Durante el día, cuando mis niveles de atención tienden a la baja, me disperso navegando en internet. Perderse en internet es de lo más fácil, pues un link lleva a este, a otro, al video, etc. y a veces se termina en los rincones más recónditos que uno se pueda imaginar, como cuando me idioticé con los videos de Robot Wars.
A veces, con el fin de no distraerme, cuando me encuentro con una página o un enlace que me llama la atención, la abro en una pestaña nueva, para así darle continuidad a lo que estoy haciendo.
Hoy, en una red social, alguien publicó un texto corto que, me pareció, estaba muy bien escrito. De clic en clic, llegué al blog del autor o la autora del escrito; perdone usted, estimado lector, pero lo firmaban con un seudónimo y por ello la imprecisión en el género.
Con un excelso dominio de la técnica del Scroll down, leí por encima un par de entradas que, como el texto que me llevo a ellas, también fueron una cachetada narrativa. Apliqué el mismo método de siempre, y las abrí en pestañas nuevas, para leerlas cuando tuviera tiempo.
Escribo esto para informarles que las perdí. En algún momento, no lo tengo presente en mis recuerdos a corto plazo, cerré el navegador de internet y perdí las entradas. Por ahí deben estar en el historial de navegación, pero no tengo idea cuál era el nombre del blog. A veces memorizo una, digamos, palabra clave, para buscar lo que había visto, pero hoy no lo hice. Lo único que les puedo contar es que el primer texto que leí era bellísimo. Hablaba sobre una declaración de amor de un condenado a muerte a una mujer, que le decía al verdugo algo como: “Por favor dígale que la quise”. El segundo analizaba gramaticalmente la frase y discutía con el hombre hasta convencerle. “Está bien, dígale que la quiero”.