Debo hacer un pago y la página del banco no funciona. Salgo a una sucursal que queda a menos de una cuadra. Hace sol, pero casi no hay personas en la calle, un claro síntoma de pre-cuarentena.
Cuando llego al banco, las puertas están cerradas y la mujer del aseo trapea con un buen ritmo y cadencia, como si el trapero fuera una extensión de sus brazos.
Le pregunto que si están atendiendo y asiente con la cabeza. Para no estropear su trabajo, doy unos pasos ridículos en puntillas. La mujer me mira como pensando: “¡Camine bien tarado! Igual ya pisó donde había trapeado.” Le pido disculpas, pero parece que no me escucha, porque se concentra de nuevo en su tarea al instante.
Cuando la voy a pasar de largo me dice: “déjeme ver su cédula”. La busco rápido y se la muestro, pues no tengo intención alguna de ganarme un traperazo.
Adentro el panorama es tan desolador como el de la calle. Solo hay dos personas: una en la caja y otra delante de mí, pisando una línea amarilla que indica la distancia a la que debemos estar el uno del otro. Miro hacia el piso y no estoy pisando la mía. Retrocedo un poco hasta que aparece.
Cuando es mi turno, le digo a la cajera el número de la cuenta de ahorros en la que quiero consignar. “¿Cómo?”, pregunta. Repito el número 2 veces, y a pesar de que hablo fuerte, el tapabocas, al parecer, amortigua el sonido de los números que pronuncio, sobre todo el 2.
“ ¿Me deja ver el número de la cuenta?”, me dice en un tono cansado, y se lo paso antes de ganarme un insulto.
Cuando termino la transacción, abandono el lugar rápido, pues siento que alguien está a punto de echarme la madre.