Atravieso un episodio de cefalea en racimos en el que los dolores de cabeza van y vienen. Hay veces que no aparecen durante varios días, hasta que, de repente, uno intenso hace presencia y me tumba de nuevo en la cama.
Por eso he estado ausente en este espacio y también porque en los valles de tranquilidad mental, he escrito otras cosas.
Las crisis empiezan como una ligera molestia que va escalando, como una de esas sinfonías que comienzan con las suaves notas de unos clarinetes, hasta que llega el clímax de la pieza, en el que todos los instrumentos de la orquesta suenan al mismo tiempo.
Tomo pastillas, me pongo toallas mojadas en el costado izquierdo, me lo masajeo, y maldigo por un buen rato. Si me quedo mucho tiempo quieto me desespero, así que a veces me pongo a caminar de un lado a otro del apartamento como si mi vida dependiera de ello.
Cuando ya no le encuentro sentido a estar en movimiento me vuelvo a recostar hasta que el dolor desparece tan rápido como llego.
En ese último tramo del dolor, la cabeza funciona de forma extraña y comienza a disparar todo tipo de ideas que, en apariencia, no tienen nada que ver las unas con las otras, pero no sé si es por todo el medicamento que circula por mis venas o qué, mi cerebro comienza a ver puntos en común entre ellas.
En ese punto, y si me animo, tomo el celular y comienzo a anotar todos los disparates que la cabeza me dicta, ideas que, pienso, no se me ocurrirían si no tuviera el dolor.
A veces, si el flujo no para, alcanzo a redactar borradores completos en la app de notas del celular.
El delirio como fuerza creativa.