Ahora sobre la ciudad solo cae una leve llovizna, después de un fuerte aguacero que estuvo cargado de truenos y relámpagos.
Juan Carlos Salgado piensa en la frase: después de la tempestead llegará la calma, pero cree que hay veces en que no es así y que la primera sigue ahí como si nada, tal vez expuesta o al acecho, pero siempre ahí.
Al principio de la borrasca, luego de salir del trabajo, quedó atrapado en una cafetería. Pidió un café cargado que le supo a diablos y le quemó la boca. Luego saco un cigarrillo y lo prendió con dificultad pues tenía los dedos entumidos del frío. Tras tres caladas profundas lo tiró al piso y le estampó un pie encima. Hasta hoy llevaba ya ocho meses sin fumar. “Maldita seas Carolina”, piensa.
Le molesta volver a caer en ese viejo vicio y cree que la culpa la tiene Carolina. Hace rato que su relación con ella entró en coma, y parece que no hay detalle, gesto o acción que la despierte. Se va debilitando con cada conversación que tienen, que suelen estar cargadas de indirectas, reproches y miradas fulminantes que solo parecen desear la muerte.
Se mata la cabeza repasando cuál fue esa estocada que hirió de gravedad su relación, pero por más que repasa días y eventos, no logra precisar cuál fue.
Ahora, cuando las dudas vuelven a invadir su cabeza, no les dedica tiempo y le achaca su situación al destino. Le gusta que exista ese concepto, porque lo libra de responsabilidades.
Si las personas pueden decir: “después de la tormenta llega la calma”, yo puedo decir “las cosas pasan por algo”, piensa y ese algo, aparte de su responsabilidad sobre el asunto, es el destino.
Como las lluvia no para y Salgado ya se cansó de estar en el mismo lugar, sale a la calle.
Las gotas comienzan a mojar su cabeza, pero no se preocupa en abrir la sombrilla, “¿qué más da?, se pregunta, “mejor que me lave la tormenta”, concluye.