Edito un cuento para una convocatoria. Es una idea que llevo trabajando desde hace unos años y que trata sobre una mujer que, sin saberlo, almuerza con la muerte en una cafetería. En realidad, comparten el mismo espacio y la parca está sentada en la mesa de al lado.
He escrito el relato de diferentes formas y esta vez lo ajusto a menos de 500 palabras.
Me gusta porque me parece que deja claro el carácter aleatorio de la muerte.
Se lo muestro a mi hermana y cuando termina de leerlo le pregunto qué tal le pareció. “Está muy fragmentado y la idea de cuál es el género de la muerte se repite mucho. En mi cabeza el texto es digno de ganarse todos los premios del mundo así que me pongo a la defensiva y respondo: “Es así para darle más ritmo”.
“¿Para qué me pregunta si no va a aceptar críticas?”, me dice.
Es verdad, además mi excusa es una basura porque, como ya lo he dicho antes, un texto debería resistir cualquier embestida lectora por sí solo. Si hay necesidad de argumentar algo, de defenderlo, es porque tiene serias fallas estructurales.
Lo vuelvo a revisar, le elimino lo del género y otro par de ideas que, pienso, no le aportan nada. Lo dejo reposando para revisarlo dentro de un par de días.. Siempre es bueno hacer eso, tomar distancia de los textos y dejarlos tranquilos por un tiempo, sin pensar en ellos.
En la tarde leo 1984 y me asombra lo compacta que es la prosa de Orwell. Se nota el cuidado con el que escribió su novela, y lo limpio que es su estilo.