Espero a que me entreguen un documento en una entidad pública. Llevo sentado más de media hora y veo como llaman y llaman a personas y nada que mencionan mi nombre. Me pregunto si ya lo habrán hecho y no me di cuenta por estar leyendo, así que decido dejar de hacerlo, pero a los pocos minutos me muero del aburrimiento y vuelvo a la lectura.
Podría decirse que leo mal o a medias, porque también intento poner atención a lo que ocurre a mi alrededor por si pronuncian mi nombre y piensan “no está, a bueno, pues se jodió”. Como estoy en ese trance de estar aquí y allá, me pateo un par de conversaciones de las personas que están sentadas a mi alrededor, además del llanto incansable de un bebé que, parece, lo están torturando.
Una señora de una de las filas de atrás le dice por celular a alguien: “Lo siento mucho, pero no le puedo colaborar más. Pero esté tranquilo que no le va a pasar nada. Además, es ambulatoria y yo voy a estar en oración”.
Por un momento mi mente comienza a preguntarse qué tanto le sirve a esa otra persona saber que la mujer va a estar en oración, es decir, si va a escribir en el grupo de chat de su familia: “no se preocupen que fulanita acaba de entrar en modo oración”, y mi cabeza comienza a encadenar otras preguntas relacionadas con la religión y la fe que, creo, no tienen repuesta, o me da pereza argumentarlas conmigo mismo, así que mejor decido volver a los diarios de Josep Pla, y cuando decido meterme de lleno en la lectura, escuhó a una mujer decir fuerte y claro mi nombre.