Sales a trotar temprano. Hay algo de neblina y tu aliento se condensa al entrar en contacto con el aire frío de la mañana. Después de un kilómetro de recorrido, ves unos audífonos blancos y relucientes tirados sobre un camino de grava con árboles a los costados. Te parece que el objeto ocupa su lugar, como si alguien lo fuera a fotografiar para una campaña publicitaria.
Parecen nuevos. No entiendes por qué están ahí, tirados en el piso. Te preguntas si fueron dejado a propósito o si se le le cayeron a una persona de la cabeza, una mochila o un bolso, pero ¿cómo alguien no se va a dar cuenta de eso?. Ese es un objeto que las personas suelen cuidar en extremo, piensas.
A unos metros adelante ves a un hombre de chaqueta y gorro de lana negros, que camina con las manos en los bolsillos. Piensas que él podría ser el dueño de esos audífonos. Lo que pasa, crees, es que los temas que ocupan su cabeza son tan importantes que está ahí, metido en ella, sin prestar atención a lo que ocurre a su alrededor, ni siquiera a la música que iba escuchando.
Pero estás lejos y siempre has creído que es mejor no meterte donde no te han llamado. Además, ¿cómo saber si el hombre, por el motivo que sea, quiso deshacerse ellos?
De pronto, solo de pronto, ese hombre tiene una de esas crisis existenciales que atacan en el momento menos pensado y quiere andar más ligero en esta vida, y para él eso significa transitar con menos ruido; de ahí que haya botado sus audífonos nuevos al suelo.
Podrías ir a recogerlos, claro, Alcanzarlo y entregárselos, pero mejor no. No sabes qué pasa por su mente.
De pronto lo mejor es dejarlo andar sin su música y ya está, no cruzarte en su camino. No alterar el cauce de tu vida ni mucho menos el de otras personas.