No sé a qué velocidad se enfría el té que tomo.
Me aventuro a pensar que, de alguna forma, eso tiene relación con las ideas que llevo congeladas en la cabeza; esos conceptos, sensaciones o recuerdos enterrados en sus profundidades, que quedaron olvidados en alguno de sus rincones.
¿Cuánta información tendremos a la mano que solo está ahí, cogiendo polvo?
Por eso le doy sorbos largos a ver si, de alguna forma, se acelera la sinapsis de mis neuronas.
No recuerdo en dónde leí por primera vez ese término, pero cada vez que lo recuerdo, o me encuentro con él, me imagino pequeños chispazos dentro de mi cabeza, que ponen a rodar todo: la escritura, la vida misma.
Pero hay un problema. Siempre lo hay, de eso no hay duda. El conflicto, el drama, por pequeño o grande que sea, se nos estrella en la cara a cada rato. Algo bueno debe tener eso, porque si todo nos saliera bien, la vida sería tremendamente aburridora.
El problema del que hablo es que mis pies también están fríos, entonces el calor que le pueda traspasar la bebida a mi cuerpo no puede dirigirse solo al cerebro, sino que debe repartirse.
El té ya está a punto de enfriarse, pero cuando le doy un sorbo, imagino que está hirviendo. Hay veces que tragarse las mentiras y sugestionarse con ellas funciona.
Lo ideal, pienso, sería que este escrito acabara justo después del último sorbo, porque las galletas de coco que lo acompañaban desaparecieron rápido, pues no jugaban un papel importante. Aquí, como usted y yo lo sabemos, estimado lector, el protagonista es el té que, quiero pensar, tiene la facultad de calentar las ideas.
Acabo de darle el último sorbo a la bebida y sigo escribiendo. Ya lo había dicho, nunca nada es perfecto, siempre, en lo que sea, existirán grietas, algunas casi imperceptibles, pero grieta es grieta.
¿Qué le vamos a hacer?