La alarma suena.
La aplazo.
Tal vez debería pertenecer al selecto club de las cinco de la mañana, pero pertenezco al de las 7. La verdad me gustaría hacer parte del de las nueve y media.
Debería madrugar para meditar, practicar yoga, hacer taichi, correr 5 kilómetros; en cambio, ahí estoy en ese supuesto descanso de cinco minutos más. Tengo la mala fortuna de que en esta ocasión la volqueta se va al río y caigo de nuevo en el territorio del sueño.
Otra alarma, la de la salvación la llamo, esa que configuro para esos casos, suena. ¿Por qué sonó?, me pregunto.
Tiene una reunión, ¿no se acuerda o qué?, responde mi cerebro.
¡Mierda! tiene razón.
Abro los ojos completamente y tomo el celular para mirar la hora.
Antes de hacerlo, ya tengo claro que se me hizo tarde, pero necesito saber con cuántos minutos cuento para alistarme y salir de la casa.
Hago un cálculo rápido, mientras maldigo porque no voy a alcanzar a desayunar nada
El cerebro comienza a dar cantaleta: ¿Quién lo manda a aplazar la alarma y quedarse dormido? Otro sería el caso si se despertara a la 5 de la mañana como lo hacía Steve Jobs...
¿Tampoco va a desayunar? Mire que el desayuno es la comida más importante del día, bla bla bla…
Dejo de prestarle atención porque debo bañarme, luego vestirme y lavarme los dientes.
Tiempo después y como no soy Steve Jobs, pierdo segundos valiosos decidiendo qué ropa me voy a poner.
Me visto en tiempo record y miro la hora de nuevo. Si no pido el taxi ya no llego. Abro la aplicación, lo solicito, y por una extraña alineación de planetas me dice que el conductor está a tan solo un minuto de distancia.
Me voy con el celular en la mano al baño. Tomo el cepillo de dientes, le echo la crema, dejo el teléfono sobre el mueble y comienzo a lavarlos. Muerdo el cepillo para tener ambas manos libres, desbloqueo el celular y le escribo al conductor: “esperar un momento”. Continúo con la cepillada y caigo en cuenta de que la frase que escribí no tiene mucho sentido gramatical, es como “Hao, yo persona tarde, tú conductor”, pero no tengo tiempo de escribir algo elaborado.
Termino. Ahora un poco de enguaje bucal y de vuelta en el cuarto.
Ahora pierdo otros segundos decidiendo si llevar un libro o no por si me toca esperar en algún momento del día. El taxista no ha respondido nada. Al final, en contra de las recomendaciones de los adictos a los libros, decido no llevar nada y salgo disparado.
Me subo en el carro, desbloqueo el celular, reviso la aplicación y la hora de llegada es justo la hora de mi reunión.