Por alguna razón inexplicable experimento un momento sublime. Ya saben uno de esos estados en los que las piezas de la existencia parecen encajar a la perfección, donde la vida cobra todo sentido y su significado no presenta grietas. Imagino que se debe a que hoy no he tenido dolor de cabeza y me llena de ilusión pensar que salí de ese episodio.
Rosa montero cuenta en El peligro de estar cuerda que el escritor Francés Romain Rolland, amante de las filosofías orientales, bautizó bajo el nombre de momentos oceánicos, esos episodios de dicha plena.
“Instantes de aguda y trascendente intensidad, cuando tu yo se borra y la piel, frontera de tu ser, se desvanece, de manera que te parece sentir que las células de tu cuerpo se expanden y se fusionan con las demás partículas del universo.”
Rolland decía que es sentirse como el sol que arde en el horizonte o una gota de agua que se une al océano.
Una especie de supernova dentro de la cabeza, o bien un satori que significa comprensión y que corresponde a la iluminación en el budismo Zen. Instantes que los japoneses llaman de no-mente o presencia total. Estar conectados con todo y todos.
Cuando experimento esa sensación me dan ganas de todo al mismo tiempo: leer, escribir, dibujar, ver pasar la gente, tomar capuchino, mirar pal techo, etc. Es una emoción muy fuerte que parece sobrepasarme y que, como siempre he dicho, lo más importante es aferrarse a ella con todas las fuerzas del ser, pues se esfuma tan de repente como apareció, y como bien sabemos, la dudas, la angustia y la ansiedad, acechan a la vuelta de cualquier pliegue del cerebro.
Entonces no queda más que disfrutar lo que dure, hundirse y relamerse en ese momento sublime y darse cuenta de que a la larga nada es tan importante como parece ser, y que, como dice el copywriter español Isa Bravo, no somos ni únicos ni especiales, sino solo seres intentando sobrevivir y manejar el dolor.