Camino de forma distraída por los pasillos de una librería. Hojeo libros sin prestarles mucha atención porque tengo como propósito no gastar plata.
Intento averiguar de qué forma están ordenado los libros en los estantes, si por orden alfabético, por editorial o alguna otra manera, pero no logro dar con ella. Parece que están organizados por géneros o regiones. Por ejemplo, hay una que lleva el título de Literatura Colombiana y los libros están ahí, arrumados como sea.
En medio de mi andar mis ojos captan Que nadie duerma, un libro de Juan José Millás, mi escritor favorito. Ya no me preocupo en preguntar por sus libros, pues los tengo casi todos.
Pero esta vez me encuentro con dos que no había visto nunca: La ciudad y Viva el silencio. Ambos son compendios de mini relatos, que más que libros parecen cartillas Si me los encontré sin querer significa que los debo comprar, pienso, intento justificar de alguna manera una compra que no tenía prevista.
Los tomo, los vuelvo a poner en el estante, los agarro de nuevo, leo otra vez la contraportada, saco la billetera para mirar cuánto dinero tengo, y al final saco fuerza de voluntad de quién sabe dónde, los vuelvo a dejar en su sitio y abandono la librería.
Por la noche no dejo de pensar si perdí la oportunidad de comprar dos libros únicos de Millás que no había visto nunca y me doy palo mental por no haberlos llevado.
Al siguiente día sigo en las mismas. No me aguanto las ganas, vuelvo a la librería y voy directo al lugar donde los había visto. No los encuentro por ningún lado. ¿Si ve? Ya se los llevo otra persona que no dejó escapar la oportunidad, pienso. Miro con recelo a los demás compradores, pues puede ser que uno de ellos esté a punto de comprarlos.
Le pregunto a un librero y tampoco los encuentra. Le digo los nombres, los busca en el sistema y aún aparecen.
Cuando ya estoy a punto de darme por vencido, el hombre dice: “¡Mírelos, aquí están!” y me pasa los dos libros. De ahí salgo directo para la caja.
A un lector no lo capan dos veces