Esa noche, la segunda de nuestra luna de miel, llegamos muy cansados al hotel, después de haber caminado todo el día por la ciudad visitando sus sitios icónicos: el museo Louvre, la torre Eiffel, el Palacio de Versalles, y otro par más. La verdad, de todo el día, el lugar que más me gustó fue ese cafecito de barrio en la Rue Saint-Rustique. Muchas veces esos lugares que pasan inadvertidos para la mayoría de personas, resultan ser los mejores.
Ya en la habitación del hotel, mientras Ángela tomaba una ducha, me tumbé en la cama y me puse a revisar las fotos que habíamos tomado ese día: Ángela y yo, Angela con la torre Eiffel a sus espaldas, un par de selfies solos y otras donde salíamos los dos abrazados o besándonos. Las fotos de un viaje en pareja al final resultan zonzas y redundantes. Ahí estaba, concentrado y pulsando el botón de adelantar con mi pulgar derecho, cuando llegué a la foto donde Juliette aparecía en segundo plano. Se la había tomado a Ángela mientras alzaba los brazos en forma de V. Ahí detrás estaba ella, Julliete, con su pelo rubio largo y liso, su cara de facciones angulosas, y una minifalda roja que dejaba ver sus largas piernas. Sonreía, no sé por qué o a quién. Quedé como hipnotizado durante un par de segundos , hasta que oí a Angela salir del baño y preguntarme: “Cariño, ¿por qué tan concentrado?"
Estaba envuelta en una toalla roja, y una blanca hacía sus veces de turbante. Seguro había dejado en el baño una azul que no tenía forma de poner en su cuerpo.
Los nervios me jugaron una mala pasada y sentí como mi cara hervía. Apagué la cámara y la puse en la mesa de noche. Luego la tome de la cintura y la atraje hacía mí para estamparle un beso. En ese instante ya sabía que todo se había ido a la mierda y que no iba a descansar hasta encontrar a la mujer de la foto.